—En absoluto —dijo Aldo con sinceridad—. Estás tan guapa como siempre.
Era indiscutible, aunque algunas ligeras marcas mostraban la cuarentena. Veinte años antes, Adriana había sido el sueño de Venecia. La habían comparado con todas las madonas italianas. Su belleza grave y dulce representaba la perfección absoluta. Todos sus gestos poseían nobleza y dignidad. Había sido una esposa perfecta para Tommaso Orseolo, que no la merecía pero a quien ella había tenido la elegancia de llorar cuando dejó el mundo. Su duelo, marcado por visitas a las iglesias y obras de caridad, había sido modélico durante dos largos años. Después decidió frecuentar el mundo musical, que le interesaba mucho, puesto que era una notable clavecinista. Aparte de asistir a los conciertos no salía mucho y recibía a pocas personas, todos íntimos como la princesa Isabelle, quien no podía evitar lamentar una vida que consideraba un poco austera para una mujer de apenas treinta años.
—Es demasiado joven para llevar una existencia tan severa —decía—. Deseo que se vuelva a casar y tenga hijos; sería una madre ejemplar.
Pero Adriana no quería volver a casarse, cosa de la que Aldo, egoístamente, se alegraba. Recién superados los amores infantiles, sentía por su prima los deseos impetuosos de su joven virilidad, fascinado como estaba por su fino perfil, sus líneas armoniosas, su cintura flexible, su forma de andar involuntariamente ondulante y la manera inimitable que tenía de cubrir de vez en cuando su hermosa mirada aterciopelada bajo unos graciosos impertinentes de oro cincelado, pues era ligeramente miope.
Fuera consciente o no de ello, la belleza de la joven viuda era voluptuosa y el joven soñaba, noche tras noche, con soltar los magníficos cabellos negros que Adriana llevaba enroscados sobre la nuca en un pesado moño brillante. Adriana lo trataba como a un hermano pequeño, pero el día que, al besarla, él tuvo la osadía de deslizar la boca desde la mejilla hasta la comisura de los labios de su prima, ella lo rechazó con tanta energía que se guardó mucho de volver a hacerlo. Y después el tiempo pasó.
La compostura con la que Adriana siempre lo había tratado no hacía sino más sorprendente lo caluroso de su acogida, sobre todo delante de un sirviente. Además, mirándola mejor, notó diferencias: el leve maquillaje que realzaba —apenas, eso sí— la tez marfileña, el vestido de terciopelo que ceñía más las tiernas curvas de un cuerpo llegado a ese momento de su desarrollo en que se intuye que a la rosa ampliamente abierta no van a tardar en caérsele los pétalos. Y el perfume: más cálido, más penetrante… Aspirándolo, Aldo, que durante su cautividad no había visto a ninguna mujer bonita, sintió renacer el antiguo deseo. Tal vez la condesa adivinó lo que experimentaba, pues, después de ofrecerle una copa de Marsala, se sentó bastante cerca de él.
—De modo que sigues encontrándome guapa —dijo con una sonrisa en la que la ironía servía de máscara a una coquetería nueva—. ¿Tanto como en los tiempos, por desgracia ya lejanos, en los que estabas enamorado de mí?
—Siempre lo he estado un poco —dijo él.
—Hubo una época en que lo estabas mucho —dijo Adriana riendo.
Pero Aldo no le permitió continuar por ese resbaladizo camino. Pensó que, si hacía un gesto tierno, podría seguir otro, y que ese vestido, cuyo profundo escote de pico se cubría bastante hipócritamente con un volante de muselina blanca, quizá no pedía otra cosa que ser quitado. Y, pese al deseo, no quería dejarse arrastrar. Había que cortar en seco ese galanteo.
—Es verdad, te amaba —dijo con una sonrisa que corrigió la súbita gravedad del tono—. Adriana, no he venido a hablar de ese pasado sino de otro, más cercano y muy doloroso, aunque lamento dedicarle esta primera visita. Habría que dedicarla por completo al afecto y a la alegría de vernos de nuevo.
La tristeza invadió el bello rostro de óvalo perfecto, mientras Adriana retrocedía y se apoyaba en los cojines del canapé.
—La muerte de tía Isabelle —murmuró—. Sí, es muy natural, pero ¿qué puedo decirte que Zaccaria o Celina no te hayan contado ya?
—No lo sé. Quisiera que me contaras tú misma, con todo detalle, lo que ocurrió aquella última noche que la viste viva.
Los ojos negros de Adriana se llenaron de lágrimas.
—¿Es indispensable? No te oculto que ese recuerdo me resulta muy doloroso, entre otras cosas porque todavía me reprocho no haberme quedado con ella toda la noche. Si hubiera estado allí, habría podido llamar a su médico, ayudarla, pero no creí que estuviera tan enferma.
Emocionado por el pesar de su prima, Aldo se inclinó para cogerle las dos manos.
—Sé que habrías hecho lo imposible por ella. Pero, si te suplico que hagas memoria aun a riesgo de hacerte daño, es porque tengo un motivo grave.
—¿Cuál?
—Te lo diré después. Cuéntame primero.
—¿Qué puedo decir? Tu madre acababa de pasar un resfriado que la había dejado cansada, pero cuando yo fui me pareció que estaba recuperada. Tomamos el té juntas en el salón de las Lacas, y todo iba perfectamente hasta que ella se levantó para acompañarme cuando me iba a marchar. Entonces le dio una especie de mareo. Llamé a su doncella, pero había ido a hacer un recado y fue Celina quien vino. De todas formas, parecía que se le había pasado. Tía Isabelle empezaba a recuperar el color, pero aun así las dos insistimos en que fuera a acostarse, y como Celina tenía en el fuego unas confituras que amenazaban con quemarse, me ofrecí para ayudarla. Ella no quería, pero yo estaba preocupada. Insistí y la ayudé a meterse en la cama. No quiso que llamara al médico porque decía que tenía mucho sueño. Así que la dejé y le pedí a Celina que no la molestara, que ni siquiera quería cenar. Y a la mañana siguiente, Zaccaria me telefoneó para anunciarme… Nada hacía pensar…, nada.
Incapaz de contener por más tiempo su emoción, Adriana rompió a llorar.
—No tienes nada que reprocharte, y como bien dices, nadie podía imaginar que mi madre fuera a dejarnos tan pronto… y sobre todo en semejantes condiciones.
—Para ella, esas condiciones no han sido tan crueles como para nosotros. Murió mientras dormía, y mira, eso me consuela. Pero tú tenías algo grave que decirme, ¿no?
—Sí, y te suplico que me perdones. Al menos tú debes saberlo: mamá no murió de muerte natural. La asesinaron.
Aldo esperaba un grito, pero sólo oyó un hipido. Y de pronto vio frente a él una máscara petrificada que parecía totalmente carente de vida. Temió que Adriana fuera a perder el conocimiento, pero cuando iba a asirla de los hombros para zarandearla oyó susurrar:
—Estás… loco… Eso es imposible…
—No sólo es posible, sino que estoy seguro. Espera.
Buscando alrededor, su mirada encontró la copa de Marsala que Adriana no había tocado. La cogió para hacerle beber un sorbo, pero ella se la quitó y la vació de un trago. Al cabo de un instante ya se había rehecho. Sus ojos recobraron la vida y su voz la firmeza.
—¿Has avisado a la policía?
—No. Lo que he encontrado podría parecer un poco endeble y tengo la intención de buscar yo mismo al criminal. Así que te pido que no comentes con nadie lo que acabo de decirte. Quiero evitar a la memoria de mi madre toda publicidad morbosa y a su cuerpo el ultraje de una autopsia. Además, no confío mucho en los agentes venecianos. Nunca han estado a la altura de los del Consejo de los Diez. No me costará mucho hacerlo mejor que ellos.
—Pero ¿por qué iban a matarla? Una mujer tan buena, tan…
—Para robarle.
—¿No había vendido ya las joyas?
—Quedaba una —dijo Aldo, que no quería entrar en más detalles—. Lo suficiente para tentar al miserable al que antes o después echaré el guante, te lo juro.
—Y si lo haces, tendrás que entregarlo a la justicia.
—La justicia la haré yo, y puedes estar segura de que será implacable, aunque se trate de un miembro de mi familia, de un allegado…
—¿Cómo puedes bromear sobre un asunto como este? —repuso, indignada, la condesa—. Decididamente, esta guerra ha hecho perder a los hombres todo sentido moral. Ahora cuéntamelo todo. ¿Cómo has descubierto ese… esa abominación?
—No, ya he hablado demasiado. No sabrás nada más. En cambio, si recuerdas alguna cosa, o si algo o alguien te resulta sospechoso, confío en que me lo digas.
Aldo se había levantado y ella trató de retenerlo:
—¿Ya te vas? Quédate conmigo por lo menos esta noche.
—No, te lo agradezco, pero tengo que volver a casa. ¿Quieres venir a comer mañana? Tendremos tiempo para hablar… y más tranquilidad —añadió, mirando la cristalera tras la cual se veía la silueta de Spiridion, que caminaba arriba y abajo por la galería.
—No seas demasiado duro con ese pobre muchacho; su rudeza es una consecuencia de su desvelo. Además, no tardará en conocerte.
—No estoy seguro de tener ganas de hacer más profundas nuestras relaciones. Por cierto, ¿dónde está la vieja Ginevra? Me gustaría darle un abrazo.
—La verás otro día, a no ser que quieras ir a la iglesia. A esta hora está allí. Ya sabes que siempre ha sido muy piadosa, y yo creo que con la vejez cada día se vuelve un poco más. Después de todo, mientras sus pobres piernas puedan llevarla hasta los altares, será feliz.
—Seguro que sus pobres piernas la llevarían mejor si no maltratara las rodillas día tras día sobre las baldosas de Santa María Formosa, rezando a Jesucristo, a la Virgen y a todos los santos que conoce para que su querida doña Adriana recupere el sentido común y eche al amalecita de su virtuosa casa —dijo Celina, dejando caer en el agua hirviendo las pastas destinadas a la cena de su señor.
—¿Es al apuesto Spiridion al que llamas amalecita? Nació en Corfú, no en Palestina.
—Es Ginevra quien lo dice, no yo. También dice que, desde que él llegó, la casa anda revuelta y doña Adriana también. Y yo no creo que esté muy equivocada: no es decoroso que una dama todavía joven tenga en su casa a ese refugiado…, que además tú mismo has visto que no es nada feo.
—¿Cómo que no es decoroso? Es su sirviente. Desde hace siglos ha habido en Venecia criados e incluso esclavos procedentes de todas partes, y con frecuencia escogidos por su físico —repuso Aldo con una pizca, de severidad—. Tu amiga y tú, como buenas chismosas que sois, habéis olvidado demasiado deprisa que en casa de los Orseolo siempre ha habido mucho servicio, menos los últimos años, por supuesto, y que doña Adriana es una gran dama.
—¡Yo no chismorreo! —replicó Celina, indignada—. Y sé muy bien quién es doña Adriana. Su vieja gobernanta y yo simplemente tememos que sea ella quien esté olvidando un poco su grandeza. ¿Sabes que le da clases de canto a su… criado, con la excusa de que tiene una voz espléndida?
Pensando que su prima llevaba un poco lejos su amor por la música, pero negándose a darle la razón a Celina, Aldo se conformó con pronunciar un «¿Y por qué no?» ligeramente refunfuñón, al tiempo que se interrogaba interiormente. Esa nueva manera de vestirse, de maquillarse… ¿Hasta qué punto el apuesto griego, porque lo era, gozaba de los favores de su benefactora? Claro que, después de todo, era asunto de Adriana, no suyo.Esa primera noche, pidió que le sirvieran la cena en el salón de las Lacas y decidió ponerse un esmoquin.
—Esta noche cenaré con mi madre y madonna Felicia —le dijo a un Zaccaria muy emocionado—. Pon la mesa a la misma distancia de los dos retratos. Quiero poder contemplar los dos a la vez.
En realidad, antes de tomar una decisión que tendría importantes consecuencias en su futuro, Aldo quería pedir consejo a sus recuerdos. Esa noche, el silencio del salón estaría sorprendentemente vivo. El alma de esas dos mujeres que habían forjado su juventud —mucho más que su padre, demasiado mundano y casi siempre ausente—, se hallaría presente. Como siempre; se mostrarían atentas y serviciales, unidas en el amor que le profesaban.
Nada pretencioso, nada convencional se apreciaba en las dos telas de tamaño natural que estaban una frente a otra en medio de las lacas. Sargent había representado a Isabelle Morosini con el cabello de un rubio casi veneciano y el brillo de las perlas, surgiendo como una azucena del cáliz de un ajustado vestido de terciopelo negro, sin otro ornamento que el esplendor de los hombros descubiertos, pero prolongado por una cola casi real. Ninguna joya salvo una admirable esmeralda en el anular de una mano perfecta.
La desnudez de ese retrato le confería un aire moderno que, sorprendentemente, armonizaba a la perfección con la obra de Winterhalter. El pintor de las bellezas plenas y de los volantes había tenido que plegarse a las exigencias de su modelo. Ni satenes deslumbrantes, ni muselinas evanescentes, ni encajes fruncidos para Felicia Morosini. Un largo y severo traje de amazona negro hacía justicia a una belleza de emperatriz, tocada con un pequeño sombrero de copa envuelto en un velo blanco sobre espesos tirabuzones de cabello negro y lustroso. Una belleza que había conservado hasta una edad avanzada.
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