– Está bien. ¿Cuántas personas vendrán con él?

– Probablemente tres. Imagínate, uno de ellos es Joao Henrique de Barros, y si no me equivoco, así se llama el yerno de la prima de la princesa Isabel.

– Mamae, mi más profundo respeto por su gran conocimiento del árbol genealógico de la familia imperial, pero ¿eso qué significa? En primer lugar, Joao Henrique de Barros no es un nombre tan poco común. En segundo lugar, aunque se trate realmente del yerno de la prima de dona Isabel, ese hombre podría ser un auténtico canalla.

– ¡Hija!

Ya habían mantenido esa misma discusión otras veces, y nunca se ponían de acuerdo. Dona Alma estaba convencida de que un linaje apropiado valía más que todas las virtudes y fortunas del mundo. Vitória no entendía por qué se había convertido en la mujer de Eduardo da Silva. Cuando se casaron, Eduardo da Silva no era más que un campesino, aunque tuvo la suficiente inteligencia y visión para emigrar a Brasil y especializarse allí en el cultivo del café.

Su laboriosidad y la creciente demanda de “oro verde” a escala mundial convirtieron en poco tiempo a Eduardo da Silva en un hombre rico, pero fue una casualidad la que le llevó a formar parte de la nobleza. Dom Pedro II le otorgó el título de barón en agradecimiento por haber asistido y salvado la vida a un miembro poco importante de la familia imperial cuando éste sufrió un accidente mientras montaba a caballo. Así, Eduardo da Silva, un inmigrante portugués que a fuerza de trabajar había ascendido a señor de Boavista desde el escalafón más bajo, se convirtió en el barón de Itapuca. Y dona Alma, la única hija de un empobrecido noble portugués de provincias, se liberó por fin de la ignominia de haberse casado con alguien de clase inferior.

– ¿Ha elegido el menú? Creo que si los caballeros son tan importantes debemos impresionarles, aunque no va a resultar fácil. Ya no quedan ni terrina trufada ni jamón italiano.

– Bueno… ya se os ocurrirá algo a Luiza y a ti -contestó dona Alma eludiendo la pregunta. Luiza, la cocinera, trabajaba desde siempre con la familia y la experiencia le permitía mantener la calma en todo momento-. Acompáñame a mi habitación, quiero descansar un poco.

«¡Típico!», pensó Vitória. Le ofreció el brazo a su madre y la acompañó hasta las escaleras. Siempre que se daban circunstancias excepcionales, siempre que había que poner más imaginación y trabajo, dona Alma se sentía indispuesta. ¡Qué injusto! Ella, Vitória, tenía que asumir a sus diecisiete años la responsabilidad para que la casa funcionara bien todos los días, y ¿cómo se lo agradecía su madre? Con un gesto de dolor que hacía que ella se tuviera que callar cualquier crítica.

Vitória decidió que aquella vez no iba a cumplir el deseo de su madre de acompañarla al piso superior. Tenía demasiado trabajo como para realizar aquel lento ritual. Su madre tenía que apoyarse en alguien hasta llegar a su habitación y, una vez sentada en su butaca, pedía una manta, su libro de oraciones, su bordado… O, algo que Vitória debía evitar a cualquier precio, iniciaba una conversación sobre la enfermedad que, en su opinión, Dios le había enviado para enseñarla a ser humilde.

– ¡Miranda! Ven y ayuda a dona Alma a ir a su habitación.

– Muy bien, sinhá Vitória.

La joven, que estaba esperando en la puerta del comedor a que la familia se levantara de la mesa para recogerla, se acercó corriendo.

– ¡Despacio, Miranda! En casa no se corre. Es un lugar de paz y bienestar, y así debe permanecer -dijo Vitória clavando sus ojos en la muchacha-. Y en cuanto dona Alma tenga todo lo que necesita, vuelves aquí. Lo antes posible, pero sin correr, ¿entendido?

– Sí, sinhá.

Dona Alma guardó silencio y le lanzó una mirada escéptica a su hija. Parecía sospechar que aquella pequeña reprimenda pretendía ser una demostración de su capacidad como ama de casa. Con un callado suspiro se agarró al brazo de Miranda, levantó con la otra mano la falda de tafetán negro y subió penosamente la escalera.

– Mamae, que descanse. Luego iré a verla -dijo Vitória. De nuevo volvía a tener mala conciencia.

Se acercó a la ventana para echar otro vistazo al blanco esplendor que brillaba bajo el sol de la mañana. ¡Menudo espectáculo! Sólo por aquello merecía la pena vivir tan lejos de la Corte y ser considerado en Río de Janeiro como un campesino.

A pesar de todo el trabajo que le esperaba, hoy se daría un pequeño paseo por los cafetales. Un par de espléndidas ramas serían lo más adecuado para adornar la mesa, las flores blancas combinarían a la perfección con los manteles adamascados y la fina porcelana de Limoges. Sí, y dispondría las ramas en el jarrón de cristal veneciano de una forma tan hermosa que todos creerían que se trataba de una extraña variedad botánica sumamente costosa. Pero primero tendría que dedicarse a las tareas menos agradables. Tenía que hablar cuanto antes con la cocinera y revisar con ella las provisiones. Luiza tenía desde hacía muchos años el control sobre la cocina y sabría lo que se podría hacer y lo que no para la cena.

Vitória cerró las cortinas del comedor para evitar la entrada de aire cálido. No usarían aquella estancia hasta la hora de cenar. A mediodía los Silva casi nunca comían juntos. Eduardo da Silva solía estar fuera todo el día y tomaba algo en una taberna o comía con los capataces, que habían instalado una rudimentaria cocina junto a los campos. Alma da Silva tenía una falta de apetito crónica y renunciaba a la comida del mediodía. Y Vitória comía tanto en el desayuno que nunca sentía hambre hasta la tarde; y si no, se hacía servir un ligero tentempié o algo de fruta en la veranda.

Camino de la cocina la mirada de Vitória se detuvo en la vitrina, en cuyos cristales se vio reflejada. ¡Cielos, todavía estaba en bata! Subió enseguida a su habitación y se puso un ligero pero tosco vestido de algodón y unos zapatos. Cuando hacía tanto calor no se ponía corsé, y mientras se encontrara solamente con la servidumbre, nadie podía escandalizarse por ello.

Vitória cerró con cuidado la puerta. No quería que su madre la llamara. Desde su habitación, que estaba al otro lado del pasillo, llegaba un apagado murmullo. Al parecer dona Alma estaba entreteniendo a Miranda más de lo necesario. Vitória casi se compadecía de la sirvienta, que probablemente estuviera soportando una charla interminable sobre las miserias de este mundo en general y el horror de aquel rincón apartado del mundo en particular. Aunque hacía ya más de sesenta años que Brasil era independiente, dona Alma lo seguía considerando una colonia portuguesa. Se quejaba continuamente de las inhumanas condiciones de vida, del clima demasiado húmedo y cálido, de la población salvaje, que carecía a todas luces de educación moral. ¿Cuál podría ser si no la explicación a aquella mezcla de razas entre blancos, negros e indios y que hubiera incluso individuos con tipos de piel de colores indefinibles? ¡Y cada vez más!

Vitória bajó las escaleras de puntillas. Cuando llegó abajo, llamó a Miranda. Cualquier otro día habría dejado a su madre seguir lamentándose, pero hoy hacían falta todas las manos.

Miranda cerró la puerta de la habitación de dona Alma y bajó las escaleras.

– ¡Venga, inútil! Basta ya de charla. Cuando hayas recogido la mesa, limpias la plata y quitas bien el polvo de todo el salón. ¡Pero sin romper nada!

Luego se fue taconeando hacia la cocina.

– Sinhazinha, ¿pero qué aspecto traes hoy? -La cocinera levantó la vista del cuenco en que estaba preparando masa de pan, y observó a Vitória con mirada crítica.

Al ser la única esclava en la casa, tuteaba a la hija de la familia y era también la única que la llamaba sinhazinha. A Vitória le gustaba aquel diminutivo de sinhá, que era la variante simplificada de los negros para senhora o senhorita. Como única esclava, Luiza se tomaba además la libertad de expresar abiertamente su opinión. Los demás esclavos la adoraban como a una santa. Estaban convencidos de que Luiza tenía poderes mágicos. Algunas veces incluso Vitória lo pensaba, a pesar de que consideraba que las supersticiones y, sobre todo, los fetichismos de los esclavos no tenían ningún sentido. Luiza era una mujer enjuta de edad indefinida. Vitória calculaba que tendría unos cincuenta años, pero las anécdotas que Luiza narraba en sus escasos momentos de locuacidad hacían pensar que tenía bastantes más. Las razones de Luiza para ocultar su edad eran un enigma. ¿Quizás pensaba que con ello aumentaba su atractivo? Ridículo. La cocinera era flaca, vieja y muy negra, y precisamente por eso pensaba Vitória que no tenía derecho a criticar el aspecto de su sinhazinha.

– Luiza, ¿qué le pasa a mi aspecto?

– Niña, pareces una campesina, con esos horribles zapatos y ese viejo vestido. Y encima sin corsé. Si te viera senhor Eduardo…

– Pero papá no me ve. Punto. Y esta noche, cuando vengan los invitados, no me vas reconocer.

– ¿Qué invitados?

– Viene Pedro, con tres amigos.

– Ya era hora de que se dejara ver por su casa -gruñó Luiza.

Su tono no engañó a Vitória. Sabía que Luiza adoraba a Pedro y que se alegraba de su llegada.

– Cualquiera sabe lo que ha preparado. ¿Qué le traerá a casa a mediados de semana? -Luiza volvió a hundir sus delgados pero fuertes brazos en la masa.

– Yo me pregunto lo mismo. Pero como viene con amigos, caballeros distinguidos, el motivo podría ser excepcionalmente agradable. En cualquier caso, tenemos que pensar algo, papai también tendrá esta noche un motivo de celebración.

La cocinera puso un gesto pensativo, pero siguió amasando con fuerza.

– Assado de porco -dijo Luiza de pronto. Su tono no permitía discusión alguna-. A Pedro le encanta mi asado de cerdo. Y a los demás caballeros también les gustará: los hombres jóvenes tienen que comer bien. Podemos acompañarlo con patatas, aunque en mi opinión pega más la mandioca cocida. Pero seguro que a dona Alma no le gustará.

– ¡Pamplinas! La mandioca es lo más apropiado. -Vitória adoraba las doradas rodajas asadas de aquella raíz, crujientes por fuera y harinosas y dulces por dentro. Pero lo que más valoraba de la mandioca era que se trataba de un alimento no europeo. La alta sociedad brasileña trataba de imitar en todo al viejo continente, sin alcanzar nunca el mismo grado de refinamiento, y Vitória ya estaba harta de aquella horrible costumbre.

Luiza levantó un párpado.

– Niña, niña… -Parecía adivinar siempre las ideas de Vitória-. Tú sólo prefieres la mandioca porque a dona Alma no le gusta.

– Bueno, ¿y qué? Tú misma has dicho que la mandioca le va mejor al asado de cerdo. Y como mamae prefiere mantenerse al margen de los preparativos, pues decido yo. Habrá mandioca.

Luiza no pudo evitar una sonrisa. La niña había salido a su padre, al menos en el temperamento y el carácter. En su aspecto físico se semejaba más a su madre, con su esbelta figura, su fina piel blanca y el cabello negro rizado. Pero, a diferencia de dona Alma, Vitória tenía los ojos azules. Enmarcados en unas largas pestañas negras, los ojos de Vitória brillaban con un color que recordaba al del cielo en una clara mañana de junio, limpio de nubes y niebla. Era toda una belleza, su sinhazinha, con aquellos increíbles ojos claros cuyo único defecto era el reflejo de más inteligencia de lo que podría considerarse apropiado para una joven.

– ¿Por qué me miras tan fijamente?

Luiza desvió la mirada y pareció concentrarse de nuevo en la masa.

– Bueno, ya veo que hoy tienes uno de tus días silenciosos. Por favor, excelencia, guárdese sus inexpresables pensamientos para sí. -Vitória se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella, se giró hacia Luiza-. Si quieres algo, estaré en el cuarto de la ropa.

Lo siguiente que tenía que hacer Vitória era supervisar la ropa de cama y las mantelerías. Todo se lavaba y almidonaba regularmente, pero a causa del calor tropical y la elevada humedad ambiental a veces se formaban manchas de moho tan deprisa que la ropa no siempre estaba tan limpia y fresca como cabría esperar en una casa como la suya. Era bastante probable que los amigos de su hermano pasaran la noche en Boavista, pues el hotel más próximo se encontraba en Vassouras, y no se podía obligar a un invitado a cabalgar durante dos horas de noche, por no hablar de un viaje en carruaje.

Tras las lluvias los caminos estaban llenos de barro y no resultaba fácil transitar por ellos, a lo que había que sumar numerosos peligros como las arañas venenosas o salteadores sin ley. Además, la hospitalidad exigía ofrecer a los caballeros una habitación para pasar la noche. Y en la casa había sitio suficiente.

Con seis dormitorios y dos baños en la planta superior, la mansión resultaba demasiado grande para la familia da Silva. Cuando su padre construyó la casa, la familia tenía unas perspectivas que luego no se cumplieron. Dona Alma dio a luz siete hijos, pero tres de ellos fallecieron al poco de nacer. Otro murió a los once años a causa del cólera que asoló el país en 1873, y su hermano mayor sucumbió al tétanos tras haberse herido con una valla oxidada. Sólo quedaban ella y Pedro, y éste sólo iba a casa esporádicamente.