—¡Tenga! —dijo el duende, suspirando, mientras le devolvía el ramo—. Ha llegado el momento de reunirse con ellos, ¿no? Están entrando en la capilla.
—Pero ¿acaso no piensa acompañarme?
—No. Sólo he venido para saludar a Andrew a su regreso a nuestra tierra natal, pero no tengo nada que hacer en el castillo de Killrenan. Si le digo que mi nombre es Malcom Mac Neil, sin duda lo comprenderá: soy hermano de la chica que él rechazó... Por cierto, ¿quién es usted?
—Un extranjero, un amigo leal... y el hijo de la que lo rechazó.
—¡Ah! En tal caso será mejor que de momento no se acerque y aguarde a que todos se hayan ido para poder rezar en paz. Estos extranjeros no se quedarán mucho rato. Seguro que no han previsto dar una draigie. No saben ni jota de nuestras costumbres.
—¿Una draigie? ¿Qué es eso? Nunca había oído esa palabra.
—La fiesta de los funerales. Es una costumbre gaélica. A los vivos les reconforta comer y sobre todo beber buen whisky brindando por el que se ha ido. Que pase un buen día, señor.
El hombrecillo se alejó a paso vivo por la landa, mientras que, haciendo caso omiso de su consejo, Aldo se dirigió al castillo.
La ceremonia que se celebró en la cripta de la capilla fue sencilla y breve: un corto sermón del pastor, unas cuantas oraciones y, al tiempo que las gaitas entonaban Amazing Grace, el féretro fue colocado en un nicho todavía vacío. Hecho lo cual, los asistentes salieron en silencio. Únicamente Aldo se demoró un momento para depositar los cardos azules sobre el ataúd murmurando un último adiós.
Aunque le tentaba la idea de quedarse allí un buen rato a fin de que los amigos y la familia tuvieran tiempo de dispersarse, Aldo supo resistirse a ella. Sería descortés no expresar su condolencia y, aunque sus relaciones con la reciente condesa no eran muy buenas, esquivarla sería un acto de cobardía.
Al llegar al patio de armas, comprobó que las predicciones del duende se realizaban. Era evidente que el nuevo lord no tenía la menor intención de recibir a nadie en el castillo: él y los suyos, alineados delante de la capilla, iban estrechando manos y contestando a los pésames con unas pocas palabras y una expresión compungida. Aldo se dirigió hacia ellos.
Cuando se presentó a sir Desmond y le dio la mano, vio que en los ojos de éste, bastante apagados hasta entonces, se encendía una chispa de interés. En el mundo de los coleccionistas de toda clase de cosas, pero sobre todo de joyas, el príncipe veneciano, convertido en anticuario por necesidad y en experto en alhajas antiguas por afición, era muy conocido. El nuevo lord Killrenan pertenecía a ese mundo, de modo que cogió la ocasión por los pelos.
—¿Piensa quedarse un tiempo en Escocia? —preguntó.
—No. Hoy mismo me esperan en Inverness y mañana estaré en Londres.
—Supongo que permanecerá allí unos días para asistir a la famosa subasta, ¿no? Para mí sería un placer entrevistarme con usted, si pudiera dedicarme unos momentos.
—¿Por qué no? —contestó con amabilidad Morosini, pensando para sus adentros que para él no sería ningún placer, pues el nuevo lord no le gustaba nada. Como había dicho el duende, su rostro producía la impresión de haber sido modelado en mantequilla, pero tenía la particularidad de parecer al mismo tiempo duro. Sin duda eso se debía a sus rasgos inmóviles y a su mirada gris y apagada como una piedra.
Aldo se inclinó brevemente ante los dos hermanos siguientes para llegar por fin ante la esposa de Desmond. Se preguntó cómo esa mujer tan preciosa había podido unir su destino al de un personaje tan poco atractivo. Claro que, como el hombre tenía fama de ser un ferviente coleccionista de jades antiguos, debía de poseer una cuantiosa fortuna, y además cabía la posibilidad de que se hubiera contagiado de la pasión de Mary por las alhajas. Pero Morosini se equivocó al creer que ésta se contentaría con que la saludara y le dirigiera unas pocas palabras atinadas. Sin siquiera tenderle la mano, la condesa le espetó:
—Confiaba en que vendría. Usted y yo tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué, por Dios?
—Lo sabe muy bien, del brazalete de Mumtaz Majal.
—Ni la hora ni el lugar me parecen convenientes —dijo él con severidad—. Sobre todo porque no tengo nada que decir sobre el tema.
—No estoy de acuerdo. ¿Se atreve a negarme que me mintió cuando fui a verle y me aseguró que mi tío no se lo había dado? Entregó a nuestro notario una suma importante, producto de la venta de un objeto que le había confiado el difunto lord Killrenan.
—Es cierto. Mi viejo amigo me había dado en depósito un objeto, pero acompañado de una condición sine qua non: que no lo vendiera a ningún ciudadano británico, de cualquier sexo o características.
El rosado semblante, iluminado por unos ojos de un gris claro, se puso como la grana.
—¿Eso dijo mi tío? Y, por descontado, ese objeto era la pulsera, ¿no? ¿A quién se la vendió?
—La discreción es una de las principales reglas de mi profesión.
—Pero quiero saberlo...
—Querida, no deberías retener de este modo al príncipe Morosini —intervino la voz neutra de lord Desmond—. Lo están esperando, y nosotros debemos celebrar un consejo de familia. Nos veremos más adelante, ¿verdad? —añadió, dirigiéndole a Aldo una mueca que podía pasar por una sonrisa—. Por lo menos el día de la subasta, cuando todos estaremos allí.
El veneciano se inclinó sin decir palabra y abandonó el recinto del castillo para dirigirse al carruaje de alquiler que lo aguardaba en la landa. No le había gustado la última frase de sir Edmond: pese a su aparente amabilidad, le había parecido notar en ella una vaga amenaza. Pero de inmediato rechazó este pensamiento. Si empezaba a ver por todas partes enemigos y malas intenciones, no sólo no podría cumplir su misión, sino que acabaría por ver hombres negros y siniestros y elefantes rosas. El hecho de que la pasión por las piedras preciosas hubiera trastornado un poco a lady Mary y la circunstancia de que el fallecido sir Andrew detestara a su familia no significaban que el clan familiar estuviera compuesto de malhechores.
Había sido una suerte que por fin hubieran detenido al asesino del anciano lord —un hindú fanático que en la cárcel se había ahorcado con su propio turbante—, porque de otro modo Aldo habría achacado el crimen a los herederos. Para ser sincero, esta idea se le había ya ocurrido, a pesar de que el asesinato había tenido lugar lejos de los descendientes del duque.
Antes de subir al coche, dirigió una última mirada al viejo torreón feudal en cuya cima ondeaba el pabellón con los colores de los Killrenan, agitado por un viento súbito cargado de humedad. Lo más probable, se dijo con un matiz de desprecio, era que el anciano lord no gozara allí de otra compañía que la de sus antepasados.
El tiempo estaba empeorando. El cielo se cubrió de masas negras y las islas Orcadas se envolvieron en su manto de volutas brumosas. Abajo, en la pequeña rada, la tripulación del Robert-Bruce ya había subido a bordo y, después de izar el ancla, se despidió con un silbido de la sirena. Sin duda iba a estallar una tormenta y por consiguiente el barco tenía que encontrar un refugio más seguro. El carruaje también se puso en marcha para llevar de nuevo a Morosini a la capital de las Tierras Altas, Inverness, que se hallaba a unos doscientos kilómetros de distancia.
Si el tiempo no se hubiera estropeado, el viaje habría sido agradable, pues la carretera se dirigía hacia el sur bordeando el mar. Aldo se esforzó en no pensar en el amigo al que no volvería a ver más, para concentrarse en la subasta que sir Desmond acababa de mencionar, la de una alhaja histórica de gran valor llamada la Rosa de York. Se trataba de un diamante cabujón de buen tamaño, que en otros tiempos constituía el centro de un aderezo cuyos otros elementos habían desaparecido sin dejar rastro y que representaba las armas de la familia de York. En aquel entonces la joya se llamaba la Rosa Blanca, y había sido regalada al duque de Borgoña, Carlos el Temerario, por su tercera esposa, la princesa inglesa Margarita, con ocasión de sus esponsales, celebrados en Damme el 3 de julio de 1468. Después de la desastrosa batalla de Grandson, la alhaja se había esfumado junto con la mayor parte de los tesoros de Carlos el Temerario.
Pero la historia del diamante no comenzaba con la dinastía inglesa, sino que se remontaba a una época casi inmemorial. El cabujón había sido traído de la India por las caravanas de la reina de Saba, y ésta se lo había regalado al rey Salomón. Entonces fue engastado junto con otras once piedras preciosas en una gran placa de oro llamada pectoral del Sumo Sacerdote y elaborada por orden del Rey Sabio para el Templo de Jerusalén.
Después de haber padecido muchos avatares, el pectoral seguía existiendo, si bien le faltaban algunas piedras. A la sazón pertenecía a un hombre extraordinario, fuera de lo común: un judío cojo y tuerto, muy rico pero sobre todo muy culto y misterioso, conocido como Simon Aronov. Una noche de la última primavera, Aldo Morosini había sido invitado a reunirse con él en una vivienda secreta, a la que llegó después de un largo recorrido por las bodegas y los sótanos existentes bajo el gueto de Varsovia.
Lo que Simon Aronov quería era muy sencillo: que ese europeo experto en joyas antiguas le ayudara a recuperar las cuatro piedras que faltaban en el pectoral. Le movía una ambición muy noble, ya que una tradición judía auguraba que Israel recobraría su patria y su soberanía cuando se le devolviera, completamente restaurado, ese símbolo de las Doce Tribus.
Aronov no había escogido al azar al príncipe anticuario. La familia materna de Morosini poseía desde hacía siglos una de las cuatro piedras arrancadas al pectoral, un zafiro llamado el zafiro visigótico o la Estrella Azul, y el judío esperaba conseguir que su huésped se lo vendiera, pues ignoraba que su última propietaria, Isabelle Morosini, había sido asesinada por el delincuente que lo robó. Esa noche, el judío y el príncipe cristiano sellaron un pacto que resultó fructífero, porque dos meses más tarde, en la isla-cementerio de San Michele, en Venecia, Simon Aronov recibía de manos de su emisario el zafiro rescatado gracias a una loca aventura[1] que había costado varios muertos, ya que desafortunadamente las gemas arrancadas al pectoral atraían la desgracia.
La Rosa de York era, pues, la segunda pieza que faltaba, y la prensa británica, imitada por los principales diarios europeos, proclamaba a bombo y platillo que la subasta tendría lugar el 5 de octubre en la sala Sotheby's, aunque nadie sospechaba en absoluto que la joya que se iba a licitar no era la auténtica, sino una copia admirable fabricada en sus menores detalles mediante un procedimiento que sólo el propio Simon Aronov conocía.
El razonamiento de éste era muy sencillo. Como tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas, cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la persona interpuesta de Aldo Morosini. Este se proponía, nada más regresar a Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además, los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.
Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante del hotel Caledonian.
Transido de frío, pues la temperatura había bajado de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional, cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.
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