Para Eleanor, encender la cocina económica era una tarea matinal más. Ver el modo en que Will disfrutaba haciéndola le hizo pensar en la vida que habría llevado, en las comodidades de las que habría carecido. Se preguntó qué le pasaría por la cabeza mientras contemplaba las llamas. Fuera lo que fuera, lo más seguro era que ella nunca lo supiera.
Will Parker se volvió a regañadientes y se sacudió el polvo de las manos en los muslos.
– ¿Algo más? -preguntó.
– Podría llenarme ese cubo de agua.
Observó desde detrás de ella las prendas del color amarillo de los ranúnculos que vestía y la coleta sujeta con la cinta de cuadros. Se había puesto un delantal, que llevaba atado muy suelto a la espalda. Mientras contemplaba el lazo, tuvo otra vez esa desgarradora añoranza del hogar que jamás había tenido, y sintió una extraña reticencia a acercarse a Eleanor. Ella tenía el cubo de agua cerca del codo, y desde que había estado en la cárcel por asesinar a una mujer, cuando se acercaba a alguna, a cualquiera, esperaba que se apartara asustada. La rodeó para esquivarla y estiró el brazo.
– Perdone, señora -murmuró.
Eleanor alzó los ojos con una sonrisa.
– Le agradezco que haya encendido el fuego, señor Parker -dijo, antes de seguir cortando panceta.
Cuando cruzó la cocina con el cubo de agua en la mano, se sentía mejor que nunca desde hacía años. Al llegar a la puerta, se detuvo.
– Una pregunta, señora.
Sin separar el cuchillo de la panceta, Eleanor volvió la cabeza.
– ¿Ordeña usted la cabra que está ahí fuera? -Señaló el patio con el pulgar.
– No. Ordeño la vaca.
– ¿Tiene una vaca?
– Herbert. Seguramente estará ahora cerca del establo.
– ¿Herbert? -Esbozó una sonrisita.
– No me pregunte cómo acabó llamándose así-comentó Eleanor a la vez que se encogía de hombros. La diversión le iluminaba la cara-. Siempre se ha llamado Herbert, y responde a ese nombre.
– Podría ordeñar a Herbert si me dice dónde puedo encontrar otro cubo -sugirió Will, que sonrió un poco más.
– ¡Caramba! -exclamó Eleanor, encantada, después de secarse las manos en el delantal-. ¿Es una sonrisa eso que amenaza con salirle en la cara?
Will la conservó en los labios mientras se miraban abiertamente, descubriendo que la mañana había traído cambios que a ambos les gustaban. Pasaron unos segundos antes de que les diera vergüenza. Desviaron la mirada. Eleanor se volvió para darle un cubo galvanizado.
– Hay un taburete para ordeñar en el lado sur del establo.
– Lo encontraré.
La puerta mosquitera se cerró de golpe.
– ¿Oh, señor Parker? -lo llamó Eleanor, que había cruzado la cocina hacia el umbral. Will se volvió hacia ella.
– Diga, señora.
Eleanor lo observó a través de la mosquitera. Aquel hombre tenía los labios más bonitos que había visto, y resultaban de lo más atractivos cuando sonreía.
– Después de desayunar le cortaré el pelo.
Su sonrisa se volvió más suave y le llegó a los ojos.
– De acuerdo -dijo, tocándose el ala del sombrero.
Mientras cruzaba el patio con el cubo de agua oscilando en un costado, se preguntó cuándo había sido más feliz, cuándo le había parecido más prometedora la vida. ¡Iba a dejar que se quedara!
Herbert resultó ser un animal simpático con unos grandes ojos castaños y la piel blanca y marrón. Ella y la cabra parecían amigas, porque se saludaban con el hocico. La mula también estaba detrás del establo, con los ojos semicerrados, de cara a la pared. Will decidió ordeñar la vaca al aire libre y no en el interior del maloliente establo. La ató a una estaca de la valla, se quitó la camisa y se sentó en el taburete con el sol acariciándole la espalda. Le parecía que nunca podría absorber el suficiente para compensar la escasez de los últimos cinco años. La cabra lo observaba todo desde detrás, sin dejar de rumiar. La vaca también rumiaba, ruidosamente, triturando pedacitos. Cómoda. Pasado un rato, Will ordeñaba al ritmo que dictaban las mandíbulas de Herbert. Era relajante: el cuerpo cálido del bóvido contra su frente, el sol más cálido aún, el sonido hogareño y el calor que le ascendía por los brazos. Al final, los músculos le ardían con un calor reconfortante, honrado, generado por su propio cuerpo al esforzarse como debería hacerlo un cuerpo. Aumentó la velocidad para ponerse a prueba.
Mientras trabajaba, las gallinas salieron de los sitios donde dormían, una a una, cacareando con voz ronca, andando como si lo hicieran sobre piedras puntiagudas, explorando la hierba en busca de caracoles. Echó un vistazo al patio y lo imaginó limpio. Echó un vistazo a las gallinas y las imaginó encerradas en su corral. Echó un vistazo al montón de troncos y los imaginó cortados, clasificados y amontonados. Había muchísimo que hacer, pero el reto le entusiasmaba.
Se le acercó una gata con sus tres crías color caramelo; un trío de graciosísimas bolitas de pelo con la cola tiesa como un palo. La madre se paseó rozando el tobillo de Will y él dejó de ordeñar para acariciarla.
– ¿Cómo te llamas, señorita?
La gata se apoyó en las patas traseras y le puso las delanteras en el muslo para suplicar. Tenía el pelaje suave y caliente al tacto.
– Amamantas a esos tres, ¿eh? ¿Necesitas un poco de ayuda?
Encontró una lata de sardinas junto a la entrada del establo y la llenó de leche. Luego contempló cómo los cuatro animalitos comían. Al ver que uno de los gatitos lo hacía con un pie dentro de la lata, soltó una carcajada… y el sonido de su propia risa le resultó tan extraño que el corazón empezó a latirle con una fuerza inusitada. Echó la cabeza hacia atrás y observó el cielo para dejar que la libertad y la felicidad lo invadieran. Volvió a reír, y sintió la fuerza de las carcajadas en la garganta. ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía así? ¿Cuánto?
Cuando llevó la leche a la casa, olió la panceta frita a veinte metros. Le sonaron las tripas y se detuvo con la mano levantada para llamar a la puerta mosquitera.
En la cocina, Eleanor levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron.
Así que bajó la mano y abrió la puerta. Corrió el riesgo y descubrió que, después de todo, no le había sido tan difícil.
– He visto los animales -anunció, tras dejar el cubo sobre el tablero de la cocina-. La mula es un poco presumida, comparada con los demás.
– ¡Madre mía! -exclamó Eleanor-. Un par de frases seguidas.
Will retrocedió frotándose las manos en los muslos con timidez.
– No soy demasiado hablador.
– Ya me he dado cuenta. Pero podría intentarlo con los niños.
Los dos estaban ya levantados, y llevaban unos pijamas arrugados. El mayor, que estaba distrayendo a su hermano menor en el suelo con cinco cucharas de madera, alzó los ojos y se quedó mirando a Will.
– Hola, Donald Wade -probó Will, sintiéndose extraño e inseguro.
Donald Wade se metió un dedo en la boca y se empujó con él la mejilla hacia fuera.
– Di buenos días, Donald Wade -lo apremió su madre.
En lugar de ello, Donald Wade señaló a su hermanito con un dedo rechoncho y soltó:
– Este es el pequeño Thomas.
El pequeño Thomas se manchó de baba la parte delantera del pijama, miró a Will y golpeó dos cucharas entre sí. Will no recordaba haber hablado nunca con una persona tan pequeña. Se sentía como un idiota esperando una respuesta y no sabía qué hacer con las manos. Así que formó una torre con tres cucharas. El pequeño Thomas la derribó, rio y aplaudió. Will alzó la vista y vio que Eleanor lo estaba observando mientras removía algo en los fogones.
– Le he traído la navaja de Glendon, y también la brocha y el soporte. Puede usarlos si quiere.
Will se incorporó, dirigió la mirada a los útiles de afeitar y, luego, a Eleanor. Pero ella ya se había vuelto para cocinar y dejarle algo de intimidad. Se había estado afeitando con una navaja y sin jabón, destrozándose la piel; la brocha y el soporte le irían tan bien como el agua caliente, pero dudó un instante antes de acercarse a ellos.
Tendría que acostumbrarse: iban a compartir esa cocina todas las mañanas. Tendría que lavarse y afeitarse mientras ella se peinara, preparara el desayuno y se ocupara de sus hijos. Habría ocasiones en que tendría que pasar casi rozándola. Y, hasta entonces, ella no se había apartado de él asustada, ¿no?
– Permiso -dijo tras ella. Eleanor se apartó un poco sin dejar de remover las gachas para dejarle estirar el brazo hacia el caldero.
– ¿Durmió bien anoche?
– Sí, señora.
Se llenó la palangana de agua y se enjabonó la cara con la brocha, de espaldas a Eleanor.
– ¿Cómo le gustan los huevos?
– Cocinados.
– ¿Cocinados? -Eleanor se volvió de golpe y sus ojos se encontraron en el espejo.
– Sí, señora -corroboró, antes de inclinar la cabeza para afeitarse la parte inferior de la mandíbula izquierda.
– ¿Quiere decir que tiene la costumbre de comérselos crudos?
– Pues sí.
– ¿Quiere decir que se los lleva del gallinero de alguien?
Siguió afeitándose, evitando sus ojos. Oyó que ella se echaba a reír y volvió a mirarla por el espejo. Se rio un buen rato, desenfrenadamente, con una mano sobre la tripa, hasta que los ojos de Will adquirieron un brillo divertido.
– ¿Le parece gracioso? -preguntó, mientras aclaraba la navaja.
– Lo siento -se disculpó Eleanor, haciendo un esfuerzo por serenarse.
Daba la impresión de no sentirlo en absoluto, pero Will descubrió que la diversión la favorecía.
– La gente suele culpar de ello a los zorros, de modo que nadie te persigue -aseguró mientras se retocaba una patilla.
Eleanor lo observó un instante. Se preguntaba cuántos kilómetros habría recorrido, cuántos gallineros habría saqueado, cuánto tiempo tardaría en derribar ese muro que con tanto cuidado alzaba entre ambos. De momento, lo había agrietado, pero él seguía encerrado en su interior.
Le gustó volver a notar el aroma del jabón de afeitar en la casa. Bajo la barba, fue apareciendo poco a poco el rostro de Will Parker, el rostro que vería al otro lado de su mesa en el futuro, si él decidía quedarse. Le sorprendió darse cuenta de que la fascinaban la forma de su mandíbula, el contorno definido de su nariz, la delgadez de sus mejillas, el color oscuro de sus ojos. Cuando él alzó la vista y la pilló observándolo, se volvió hacia los fogones.
– ¿Fritos, duros o revueltos?
Se le paralizaron las manos al oír la pregunta. En la cárcel eran siempre revueltos, y sabían a periódico húmedo. Que le dieran a elegir le parecía increíble.
– Fritos.
– De acuerdo.
Mientras se lavaba y se peinaba, oyó el chisporroteo de los huevos en la sartén, algo que rara vez había oído, ya que había vivido en barracones y furgones casi toda su vida en libertad. Sonidos. A lo largo de la vida había oído muchas ruedas traqueteando y muchos hombres roncando. Puertas de barrotes cerrándose, voces de hombre, lavadoras.
Tras él, los niños parloteaban y reían, y golpeaban el suelo con cucharas de madera. Los aros de la cocina hicieron un ruido metálico. Las cenizas se desplomaron. Un tronco crepitó. El caldero silbó. Una madre dijo: «A desayunar, niños. Sentaos en vuestras sillas.»
Los olores de esa cocina bastaban para que un hombre se ahogara en su propia saliva. En la cárcel, los dos que predominaban eran el de desinfectante y el de orina, y la comida tenía tan poco aroma como sabor.
Cuando se sentaron a la mesa, Will se quedó mirando la cantidad de comida que contenía su plato: tres huevos… ¡tres! Fritos, como a él le gustaban. Gachas, panceta, café caliente y una tostada con mermelada de mora.
Eleanor vio que vacilaba, vio que tenía las manos en los muslos como si le diera miedo empezar.
– Coma -ordenó, y empezó a partir un huevo para el pequeño Thomas.
Como la noche anterior, Will comió sin poderse creer su buena suerte. Estaba a la mitad cuando se percató de que ella sólo se tomaba una tostada. Se detuvo con el tenedor a medio camino de la boca.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Elly-. ¿No le gusta algo?
– No. ¡No! Es… Bueno, es el mejor desayuno que he tomado en mi vida. Pero ¿usted no come?
– La comida no me sienta bien a esta hora de la mañana.
No concebía que alguien no comiera si había abundancia de alimentos. ¿Le habría dado su parte?
– Pero…
– Es normal en las mujeres cuando están embarazadas -explicó.
– ¡Oh…! -Dirigió la mirada hacia su tripa y, rápidamente, la desvió.
«¡Será posible! -pensó Eleanor-. ¡Pero si se ha ruborizado!» Y, por la razón que fuera, eso le gustó.
Después de desayunar, Elly le hizo sentar en una silla en el centro de la cocina y le ató un paño de cocina al cuello. Cuando lo tocó, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Escuchó el tijereteo, notó cómo el peine le rascaba el cuero cabelludo y cerró los ojos para saborear cada movimiento de los nudillos de Eleanor en su cabeza. Se estremeció y dejó las manos apoyadas en los muslos, cubiertas por el trapo.
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