– ¿Quiere decir que no sabe qué día nació?

– Pues… no.

El establo se quedó en silencio. Fuera, un chotacabras gritó mientras las ranas croaban cada una por su lado. Eleanor se detuvo con la mano en el pestillo. Will se arrodilló y apoyó las suyas en los muslos.

– Si decide quedarse, tendremos que elegirle una fecha de cumpleaños. Todo el mundo debería tener su cumpleaños.

Will sonrió al imaginárselo. -Buenas noches, señor Parker.

– Buenas noches, señora Dinsmore. -Oyó cómo la puerta del establo crujía al abrirse y volvió a llamarla de nuevo-. ¿Señora Dinsmore?

El crujido cesó.

– ¿Qué?

Pasaron cinco segundos en silencio.

– Muchas gracias por la cena. Cocina usted muy bien. -El corazón le latía feliz después de hablar. Después de todo, no había sido tan difícil.

Eleanor sonrió en la oscuridad. Le había gustado volver a tener a un hombre sentado a la mesa.

Se dirigió a la casa, se preparó para acostarse y se metió en la cama con un suspiro. Al estirarse, tuvo una ligera rampa en la parte inferior del vientre. Se acarició la tripa y se tumbó de lado. Había estado cortando leña, aunque sabía que no debía hacerlo. Pero Glendon apenas lograba hacer las tareas diarias, y menos aún almacenar leña para cuando fuera necesaria. Había que partir los troncos curados y cortar los del año venidero para que empezaran a secarse. Además de la leña, tenía que acarrear agua. Mucha. Y habría que acarrear mucha más cuando naciera el bebé y tuviera dos niños con pañales.

Se situó boca arriba y se apoyó una muñeca en la frente mientras pensaba en las venas y en los músculos de los brazos de Will Parker. Recordó lo fuertes que eran sus piernas cuando se las había tocado al quedarse colgado de la escalera.

«Quédese, Will Parker. Por favor, quédese.»

En el henil, Will hundió la cabeza, en una almohada de plumas de verdad y se tapó con una suave colcha hecha a mano. Tenía la tripa llena, los dientes limpios y olía a jabón. Y ahí fuera, en algún lugar, había una mula, colmenas, gallinas y una casa con posibilidades. Un lugar donde un hombre podía salir adelante con un poco de trabajo duro. Joder, trabajar duro era lo de menos.

«Déme una oportunidad, Eleanor Dinsmore, y se lo demostraré.»

La recordó descalza en el patio con sus dos hijos y la panza redonda como un melón, mirándolo con recelo. Recordó la expresión de indiferencia en su rostro cuando le hacía preguntas y el sobresalto momentáneo que había tenido cuando le había hablado sobre Huntsville. Lo más probable era que en ese mismo instante estuviera pensando en ello, que se estuviera replanteando el hecho de tener a un ex presidiario en casa. Y, por la mañana, habría decidido que era demasiado arriesgado. Pero, por la mañana, le habría demostrado lo contrario. Lo primero que haría, antes de que tuviera ocasión de echarlo, sería enseñarle lo que pensaba hacer para ganarse el sustento.

Capítulo 3

Lula Peak vivía en la casa de la calle Pecan donde había crecido. Mientras su madre estuvo viva, el mobiliario había sido aceptable, aunque viejo. Ahora, en cambio, en la cocina había un flamante frigorífico eléctrico Frigidaire nuevo, el cuarto de baño disponía de agua corriente fría y caliente, y en el salón había una radio Philco nueva.

Esa tarde, a las ocho, la Philco y Lula estaban cantando a voz en grito Oh, Johnny, oh, de las hermanas Andrews. Vestida con una ajustada bata de color naranja, se inclinó hacia el espejo del cuarto de baño armada con unas pinzas, a la caza de cualquier pelo díscolo que tuviera el atrevimiento de crecer más allá de la periferia de sus finísimas cejas.

«Oh, Johnny, oh, Johnny, how you can love…»

Terminó su infructuosa búsqueda y se recorrió los brazos cubiertos de seda con las palmas de las manos, como había visto hacer a Betty Grable en las películas.

«Oh, Johnny, oh, Johnny, heaven's above…»

Le hizo un mohín a su reflejo en el espejo y siguió el ritmo de la música con los pies mientras se acariciaba con las manos la cara externa de los pechos. La seda le rozó seductoramente los pezones, que se le pusieron turgentes. A Lula le encantaba excitarse, ya fuera sola o con alguien, daba igual. Pero, para que se le pasara la excitación necesitaba un hombre. Lula siempre necesitaba un hombre, y en Whitney no había suficientes. Cuando Lula ardía de deseo, tenía que apagar su fuego. Y Lula ardía constantemente de deseo.

Destapó una botella de colonia Evening in Paris y giró dos veces sobre sí misma mientras se la ponía, de modo que vio aparecer y desaparecer su cara del espejo del cuarto de baño. Tras un tercer giro, apoyó el pie, calzado con unas zapatillas de tacón alto, en el retrete, y se aplicó un poco de colonia en la mata espesa de vello rubio que dejó al descubierto la bata al abrirse. Bajó el pie al suelo y se deslizó la mano por el vientre mientras daba un sensual beso al espejo, con lo que dejó la marca del lápiz de labios rojo en el frío cristal.

– ¿Qué diablos pasa aquí, Lula? -gritó Harley Overmire, desde el salón-. La música está tan alta que cualquiera hubiese podido entrar sin que te dieras cuenta.

– Harley, cariño, ¿eres tú? -La música bajó de golpe, y Lula salió como una bala del cuarto de baño haciendo un mohín-. ¡Vuelve a subir el volumen, Harley! ¡Está sonando mi canción favorita! -exclamó, abalanzándose hacia el aparato para subir el volumen.

«Oh, Johnny, oh, Johnny, oh…»

Harley lo bajó de inmediato.

– Lula, cariño, no he venido aquí a romperme los tímpanos.

– ¿De veras? ¿Y a qué has venido, Harleyito?

Lula puso la radio a todo volumen. «Oh, Johnny…»

Se volvió hacia él con una expresión seductora y se apretujó los pechos generosos, lo que le acentuó el canalillo, ya de por sí profundo, mientras le enseñaba una pierna por la abertura de la chillona bata de seda. Hizo un mohín voluptuoso con los labios pintados mientras se le acercaba, y se restregó contra él montada a horcajadas en uno de sus muslos.

Harley entrecerró los ojos y abrió la boca con lascivia a la vez que levantaba la rodilla hacia ella.

– Oh, caray, Lula, cielo, no hay duda de que sabes cómo hacérselo a un hombre.

– Y que lo digas, cariño, y te gustaría que te lo hiciera ahora, ¿verdad?

– Estoy aquí, ¿no? -respondió Harley sujetándole las caderas con las manos.

Lula se las tomó y se las llevó a los pechos.

– ¿Lo notas? Mira cómo se me han puesto de pensar en ti. ¿Quieres saber qué más me ha pasado mientras pensaba en ti, Harleyito?

– Sí -gruñó Harley en voz baja, lleno de deseo, moviéndole la pelvis-. ¿Qué?

Se estrecharon con ansia. El miembro viril de Harley había crecido como una seta tras dos semanas de lluvia. Lula le sujetó el cuello y acercó los labios a su oído para susurrarle una ordinariez.

– ¿Ah, sí? -dijo Harley tras soltar una carcajada gutural-. Veamos. -Acercó la mano a la mata rubia de vello para introducirle un dedo-. Caray, Lula, cariño, necesitas que te solucionen esas humedades, y rápido.

Lula le desabrochó la camisa y se la bajó hasta la cintura sin dejar de moverse contra la mano de Harley, que éste tenía apoyada en un muslo. Le rodeó el cuello con los brazos, le mordisqueó la oreja y le lamió el interior mientras le sugería:

– Lo que necesito es uno de esos ventiladores eléctricos que oscilan de lado a lado. La última vez que visité a mi hermana Junie en Atlanta, vi uno en una ferretería. -Se detuvo para pasarle la lengua por el pecho y extender las manos sobre el vello negro y rizado de Harley-. Mmm… Me encantan los hombres peludos. Me excitan.

– No me sale el dinero por las orejas, cariño -se quejó Harley, que ya estaba a punto de reventar.

Pero ella le mordió un pezón y, luego, tiró de él hasta que Harley gritó. Entonces, lo soltó y se lo acarició con una expresión de fingida inocencia mientras lo miraba a los ojos.

– Seguro que tu mujer ya tiene un ventilador eléctrico, ¿verdad, Harley? -comentó.

– Venga, Lula, vamos a la cama. Ya no puedo más, nena.

– ¿Qué me dices del ventilador?

– Tal vez el día de paga.

– Tiene que ser antes -aseguró con un mohín, a la vez que se recorría el canalillo sudado con un dedo-. Hace tanto calor que apenas puedo dormir por la noche. -Se secó el dedo bajo la nariz de Harley.

– Sé razonable, Lula. Ya te compré el frigorífico y la radio, y te pagué la instalación del cuarto de baño. Tuve que dar muchas explicaciones a Mae sobre dónde había ido a parar el dinero.

Lo empujó con brusquedad y se separó de él haciendo aspavientos con las manos levantadas.

– ¡Mae, Mae, Mae! ¡No sabes decir otra cosa, Harley Overmire! Bueno, si no me vas a comprar ese ventilador eléctrico, sé de alguien que sí lo hará. Hoy mismo, Orlan Nettles estaba en el café y me hubiera bastado con hacerle señas con el dedo para que estuviera aquí esta noche en lugar de ti. Te apuesto cinco dólares a que Orlan jamás lo ha hecho como pensaba hacerlo contigo esta noche.

– ¿Se te ha ocurrido otra forma? -exclamó Harley, totalmente abatido para entonces.

– Y, además, buena -comentó Lula de espaldas, mirándose las uñas pintadas.

Por la radio empezó a sonar Paper Doll de los Mills Brothers. Seguía a todo volumen cuando Harley se acercó a Lula por detrás y le mordió el cuello mientras intentaba convencerla de nuevo con las manos. Pero Lula había convertido la coacción en un arte. Dobló las rodillas y sacó el máximo partido de las caricias de Harley, pero podía mantenerse inflexible hasta conseguir lo que quería, que siempre era algo más que un orgasmo. Si iba a vivir lo que le quedaba de vida en aquel pueblucho, lo haría a lo grande. El ventilador, el cuarto de baño y la radio eran sólo el principio. Al final, iba a tener un Ford, un salón enmoquetado y un fonógrafo RCA Victor.

Detrás de ella, Harley respiraba como un caballo sin aliento. Lo que tenía dentro de los pantalones parecía también de caballo. Estiró la mano hacia atrás para ayudarlo a tomar una decisión.

– Está bien, cariño -dijo Harley, tras gemirle en el cuello-, te compraré el ventilador.

– ¿Mañana, Harleyito? -susurró Lula.

– Mañana. Ya se me ocurrirá algo para ir a Atlanta.

Lula no esperaba algo a cambio de nada. Su transformación fue inmediata y excelente. Se dio la vuelta y empezó a quitarle la ropa a Harley mientras le lamía el pecho, lo acariciaba y le hacía retroceder hacia la cocina.

– ¿Qué bocadillo te gusta más, Harleyito?

– El de ternera con mostaza -contestó él, tras tropezar con una pernera del pantalón y soltar una carcajada.

– Mmm… Ternera con mostaza. Te gusta la mostaza, ¿verdad, Harley? -Sabía que le gustaba. Lo sabía todo sobre Harley Overmire y lo utilizaba para sacar el máximo provecho.

– Ya lo creo, y Mae siempre se olvida de ponérmela.

– Ese es el problema de Mae -susurró Lula a la vez que le bajaba los calzoncillos hasta el suelo-. Mae no sabe qué le gusta a un hombre. Pero yo sí.

Harley soltó una risita y pensó que compraría a Lula el ventilador más grande que encontrara en Atlanta.

– ¿Y dónde debería comerse un hombre su bocadillo de ternera con mostaza, Harleyito? -prosiguió Lula sin dejar de acariciarlo, hasta que estuvo tan excitado que parecía un martillo neumático-. ¿En la mesa de la cocina? -sugirió.

«Oh Dios mío -pensó él en ese mismo instante-. Esto promete.»

– Exacto, cielo. Tengo ternera fría para ti en mi refrigerador nuevo, y toda la mostaza que quieras, y voy a servirte las dos cosas en la mesa de la cocina. Después, tú y yo nos meteremos en esa bonita bañera nueva y la llenaremos con agua caliente de mi caldera nueva, le echaremos un poco de jabón líquido y nos sumergiremos entre las burbujas, y cada vez que abras la fiambrera en el aserradero y veas un emparedado de ternera sin mostaza recordarás quién te trata bien, ¿verdad, Harleyito?

Se pasaron cuarenta minutos en la mesa de la cocina, y las cosas que hizo Lula con esa mostaza hubiese hecho que se vendieran millones de botellas de haber tenido el fabricante la imaginación suficiente para sugerirlas.

Después, en su reluciente bañera nueva de porcelana, Lula pasaba los dedos de un pie por el pecho peludo de Harley, que tenía los ojos cerrados y los brazos apoyados en el ancho borde.

– ¿Harley?

– ¿Sí?

– Hoy ha venido un forastero al café.

– Mmm… -No pareció nada interesado.

Pasaron dos minutos en silencio mientras Lula esperaba pacientemente, con los ojos cerrados. Era lo bastante lista como para saber que, si se lo preguntaba, levantaría sus sospechas. Pero Harley estaba completamente equivocado si creía que él se bastaba para apagar su fuego.

– No vienen por aquí demasiados forasteros -murmuró a su debido tiempo, como si estuviera medio dormida.