– No tiene nada de malo admitir que se ha pasado hambre, ¿sabe?

Pero lo tenía. Para Will Parker, lo tenía. Acabado de salir de la depresión, el país seguía plagado de vagabundos despreciables que habían abandonado a sus familias y que se desplazaban sin rumbo en vagones abiertos para pedir limosna en cualquier parte. Los últimos dos meses había visto a muchos, incluso había viajado con ellos. Pero él jamás había sido capaz de pedir limosna. De robar, sí, pero sólo en las circunstancias más acuciantes.

Eleanor observó cómo comía, cómo mantenía la mirada baja casi todo el rato. Cada vez que alzaba los ojos, parecía dirigirlos hacia algo situado detrás de ella. Se volvió en la silla para ver qué era. El pan. ¡Qué fallo!

– ¿Por qué no me ha dicho que quiere un poco de pan? -le reprendió mientras se levantaba para ir a buscarlo.

Pero a él le habían instruido para que no pidiera nada. En la cárcel, hacerlo significaba que se burlaran de uno o que lo acosaran como a un animal y le obligaran a hacer cosas repugnantes que volvían a un hombre tan vil como sus carceleros. Pedir algo era dejar más poder en las sádicas manos de quienes ya ejercían el suficiente para deshumanizar a cualquiera que se atreviera a contrariarlos.

Pero ninguna mujer con tres panes recién hechos hubiese podido comprender algo así. Reprimió los malos recuerdos mientras observaba cómo iba andando como un pato hacia el tablero y tomaba un cuchillo de una vasija de barro que contenía distintos utensilios de cocina. Se apoyó un pan en la cadera y volvió a la mesa mientras cortaba una rebanada de un grosor generoso. A Will se le hizo la boca agua. Se le dilataron los orificios nasales. Clavó los ojos en la rebanada ligeramente curvada por encima de la hoja.

– ¿Lo quiere? -preguntó Eleanor tras clavar en el pedazo de pan la punta del cuchillo y mostrárselo.

«Por Dios, otra vez, no.» Le lanzó una mirada rápida, con la expresión de un animal acorralado. En contra de su voluntad, recordó a Weeks, el carcelero, con sus ojos saltones, su parodia de sonrisa y su voz empalagosa, su risa pervertida.

«¿Lo quieres, Parker? Pues aúlla como un perro.»

Y él aullaba como un perro.

– ¿Lo quiere? -repitió Eleanor Dinsmore, esa vez con más suavidad, lo que devolvió a Will del pasado al presente.

– Sí, señora -respondió, con el habitual nudo en la garganta que le provocaba ese conocido sentimiento de impotencia.

– Pues sólo tiene que decirlo. Recuérdelo. -Dejó caer el pan junto al plato de sopa-. Esto no es la cárcel, señor Parker. El pan no va a desaparecer, y nadie le va a pegar en la mano si la alarga para tomarlo. Puede que tenga que pedir las cosas. No adivino los pensamientos, ¿sabe?

Will Parker se relajó, pero mantuvo los hombros tensos, sin saber muy bien qué pensar de Eleanor Dinsmore, tan dictatorial e indiferente unas veces, y tan soñadora y despistada otras. Los dolorosos recuerdos lo habían transportado en el tiempo, pero ella no era Weeks, y no le haría pagar por la comida.

El pan estaba tierno, caliente; era el mejor regalo que le habían dado nunca. Cerró los ojos mientras masticaba el primer mordisco.

Los abrió otra vez de golpe cuando la oyó soltar: «¡Ajá!»

Desconcertado, vio cómo se volvía y cruzaba la cocina hacia una vasija de barro llena de una mantequilla con un aspecto maravilloso. Regresó y la sujetó fuera de su alcance.

– Dígalo.

Will tragó saliva con fuerza. Se le tensaron los hombros y su rostro volvió a reflejar recelo.

– ¿Podría darme un poco de mantequilla? -soltó, a regañadientes.

– Tenga. -Se la dejó con brusquedad en la mesa y se sentó de nuevo delante de él-. No le ha pasado nada por pedirla, ¿verdad? -añadió, y tras limpiarse los dedos, lo reprendió-. Aquí se piden las cosas, porque hay tanto lío que la mayoría de veces es la única forma de encontrarlas. Bueno, adelante, unte de mantequilla el pan y coma.

Las manos de Will siguieron las órdenes mientras sus emociones tardaban unos instantes más en adaptarse a sus caprichosos cambios de humor.

– Y vaya con cuidado -le advirtió Elly cuando se inclinó hacia la sopa-. Es mejor que coma despacio hasta que el estómago se le vuelva a acostumbrar a la comida decente.

Quería decirle que la sopa estaba rica, más que rica, que era la mejor que recordaba haber tomado nunca. Quería decirle que en la cárcel no había mantequilla, que el pan era basto y estaba seco, y desde luego, que nunca estaba caliente. Quería decirle que no recordaba la última vez que alguien lo había invitado a sentarse en su cocina. Quería decirle lo que significaba para él estar sentado en la suya. Pero los cumplidos le eran ajenos, como las vasijas con mantequilla, así que se comió la sopa y el pan en silencio.

Mientras lo hacía, Eleanor Dinsmore sacó el ganchillo y se puso a tejer algo suave, complicado y rosa. La alianza, que seguía llevando en la mano izquierda, brillaba a la luz de la linterna al ritmo del ganchillo. Sus manos eran ágiles, pero las tenía estropeadas de trabajar, con la piel curtida. Y todavía lo parecían más en contraste con el fino hilo rosa que iba soltando con el dedo encallecido.

– ¿Qué está mirando?

Alzó los ojos con aire de culpabilidad.

Se puso bien el hilo y sonrió.

– ¿No ha visto nunca hacer ganchillo a una mujer? -La sonrisa le había transformado la cara.

– No, señora.

– Estoy tejiendo una mantilla para el bebé. Tiene forma de caracol. -Se la extendió en la rodilla-. ¿Verdad que es bonita?

– Sí, señora. -Volvió a invadirlo una sensación de añoranza de todo lo que se había perdido en la vida, un deseo de acercar la mano y tocar aquella prenda rosa que estaba tejiendo y acariciarla entre los dedos como si fuera el pelo de una mujer.

– La estoy haciendo rosa porque estoy convencida de que esta vez será niña. Sería bonito que los niños tuvieran una hermanita, ¿no le parece?

¿Qué sabía él de los niños? Nada, salvo que le daban pavor. ¿Y de las niñas? No le habían parecido nunca especialmente agradables hasta que se convertían en mujeres, cuando un hombre hundía su cuerpo en ellas. Puede que entonces, cuando dejaban de chinchar, amenazar o atormentar unos minutos, fueran agradables.

– El bebé necesitará una mantita caliente -prosiguió la señora Dinsmore mientras el ganchillo brillaba al moverse-. Esta casa vieja es muy fría en invierno. Glendon siempre tuvo la intención de arreglarla y tapar las grietas y todo eso, pero no llegó nunca a hacerlo.

Will Parker dirigió una mirada a las paredes con el yeso arrancado.

– Tal vez pueda tapar yo esas grietas.

– Tal vez, señor Parker. -Le sonrió mientras tiraba de la madeja de hilo metida en una cesta que tenía en el suelo-. Eso estaría muy bien. Glendon tenía buenas intenciones, pero siempre quería probar algo nuevo.

No importaba de qué humor estuviera, cuando nombraba a Glendon, su voz era tierna como una sonrisa, tanto si sus labios la esbozaban como si no. Will supuso que no había habido ninguna mujer en el mundo que se emocionara tanto al pronunciar su nombre.

– ¿Le apetece un poco más de sopa, señor Parker? No creo que un poco le haga daño.

Comió hasta que se notó el estómago duro como una piedra. Entonces se arrellanó en la silla, se lo frotó y suspiró.

– Da usted buena cuenta de la comida, desde luego -aseguró Elly, guardando la prenda que estaba tejiendo en la cesta. Se levantó para quitar la mesa.

Observó cómo se movía por la cocina, pensando que, aunque llegara a vivir doscientos años, jamás olvidaría esa comida, ni lo bonito que había sido estar ahí sentado viéndola tejer esa mantilla rosa en forma de caracol y pensando que, el día siguiente, cuando despertara, quizá no tuviera que marcharse a otro sitio.

Con la almohada y la colcha de Glendon Dinsmore en las manos, lo guio hacia el establo, y él se encontró de nuevo teniendo gentilezas inusuales, como llevar la linterna, abrir la puerta mosquitera o dejarla ir delante por el patio lleno de trastos.

Había salido la luna. Estaba suspendida sobre los árboles situados al este, como una calabaza en una masa de agua oscura. Las gallinas dormían, sin duda entre los trastos viejos del patio. Se preguntó cómo encontraba los huevos que ponían.

– ¿Sabe qué, señor Parker? -dijo mientras avanzaban a la luz de la luna-. Puede que mañana por la mañana, cuando eche un vistazo a la granja, decida que no es tan buena idea quedarse. Le aseguro que no le exigiré que lo haga, da igual lo que haya dicho a su llegada.

La observó mientras andaba como un pato delante de él, abrazada a la colcha de retazos de su marido.

– Lo mismo digo, señora Dinsmore.

– Tenga cuidado -le advirtió justo antes de llegar al establo-. Aquí hay unos cuantos cachivaches.

¿Unos cuantos? Estaría de guasa. Esquivó algo de hierro negro con puntas y abrió la puerta del establo. Las bisagras, desengrasadas, chirriaron. En el interior no había ningún animal, pero el olfato le indicó que los había habido.

– Supongo que no estaría mal limpiar un poco el establo -comentó Elly mientras él levantaba la linterna y examinaba el círculo de luz.

– Mañana puedo hacerlo.

– Se lo agradeceré. Y también Madam.

– ¿Madam?

– Mi mula. Venga. -Lo condujo hasta una escalera de mano apoyada en la pared-. Usted dormirá ahí arriba.

Cuando iba a subir, Will le sujetó el brazo.

– Deje que suba yo primero. La escalera no parece demasiado segura.

Se colgó la linterna del brazo y empezó a subir. El tercer peldaño se astilló al apoyar el pie en él, y Will se dio un golpe contra la pared. Se quedó ahí colgado, aferrado con una mano a la escalera, como un títere con un hilo roto.

– ¡Señor Parker! -gritó Eleanor, que le sujetó los muslos mientras él movía los pies en busca de un punto de apoyo.

– ¡Apártese!

Le obedeció y contuvo el aliento mientras la luz de la linterna oscilaba muchísimo. Will encontró por fin un peldaño firme, pero comprobó los restantes antes de apoyar el peso en ellos. Eleanor lo observó con una mano en el pecho hasta que pudo apoyar los codos en el suelo del piso superior.

– ¡Qué susto me ha dado! Vaya con cuidado -dijo desde abajo.

Will metió la cabeza en el espacio oscuro y, después, lo siguió la linterna, que iluminó la parte inferior del ala de su sombrero. No miró hacia el piso de abajo hasta que estuvo seguro de las tablas que tenía bajo los pies.

– Mire quién habla. Si me hubiese caído, la habría tirado al suelo conmigo.

– Supongo que esta vieja escalera está tan mal como todo lo demás.

– También se la puedo arreglar mañana. -Levantó la linterna y echó un vistazo a su alrededor-. Aquí arriba hay heno -comentó, antes de desaparecer, de modo que Elly sólo podía oír sus pasos.

– Siento que huela tan mal -gritó para que la oyera.

– Aquí el olor no llega tanto. Estaré bien.

– Lo hubiese limpiado de haber sabido que esta noche iba a tener compañía.

– No se preocupe. He dormido en sitios mucho peores.

Reapareció, se arrodilló y dejó la linterna en el suelo del henil.

– ¿Puede lanzarme las cosas para dormir? -pidió.

La almohada le llegó perfectamente. La colcha lo hizo a la tercera. Para entonces, sonreía burlón.

– No es demasiado forzuda, ¿verdad?

Era el primer comentario desenfadado que le hacía. Se puso en jarras y alzó los ojos hacia él, que la miraba con la colcha en las manos. Quizá no fuera tan malo tenerlo en casa si se relajaba así más a menudo.

– ¿Ah, no? Le han llegado, ¿no?

– A duras penas.

La sonrisa le suavizaba el semblante. El engreimiento animó el de ella. Por primera vez, empezaron a sentirse cómodos juntos.

– Tenga -dijo Will, que se tumbó boca abajo en el suelo del henil y asomó el cuerpo para tenderle la linterna-. Llévesela.

– No diga tonterías. Llevo caminando por aquí desde mucho antes de que usted tuviera esa cosa que llama sombrero de vaquero.

– ¿Qué tiene de malo mi sombrero de vaquero?

– Parece haber pasado una guerra.

– Es mío. Y las botas también lo son. -Balanceó la linterna-. Vamos, llévesela.

De modo que ésa era la razón de que llevara puesto todo el rato esa prenda tan deplorable.

– Quédesela -replicó, y desapareció de su vista.

Will Parker se puso en cuclillas y trató de oír sus pasos, pero iba descalza.

– ¿Señora Dinsmore? -llamó.

– Diga, señor Parker -respondió desde el otro lado del establo.

– ¿Le importa que le pregunte cuántos años tiene?

– Cumpliré veinticinco el diez de noviembre. ¿Y usted?

– Treinta, más o menos.

Eleanor guardó silencio mientras asimilaba esa respuesta.

– ¿Más o menos? -preguntó entonces.

– Alguien me dejó en la puerta de un orfanato cuando era pequeño. -Will no había contado esta parte de su vida a demasiada gente. Esperó, vacilante, su reacción.