– ¿Y cuántos años hace que se jubiló?

– Quince.

– Quince años… -Collins se rascó la cabeza y contempló el suelo-. Tiene que estar algo aburrido después de pasarse quince años sin hacer nada.

– ¡Sin hacer nada, dice! Sepa, joven, que mi hermano y yo organizamos la Patrulla Civil, y que salimos todas las noches a recorrer las calles para asegurar el cumplimiento del toque de queda y para estar pendientes de posibles aviones japoneses, ¿no es cierto, Norris?

– ¡Y que lo digas! -contestó Norris desde la zona del público, y se produjo otra oleada de carcajadas a las que el juez Murdoch tuvo que poner fin con un mazazo.

– La defensa pedirá a su testigo que dirija sus respuestas al tribunal y no al público -ordenó Murdoch.

– Sí, señoría -respondió Collins dócilmente antes de rascarse la cabeza de nuevo mientras esperaba a que la sala se calmara-. Antes de que abordemos sus tareas como voluntario de la Patrulla Civil, me gustaría que echara un vistazo a algo -dijo. Se sacó una pequeña talla de madera del bolsillo del pantalón y se la entregó a Nat-. ¿La hizo usted?

– Sí, parece mía -contestó Nat, que le dio la vuelta para examinarla de cerca y añadió-: Sí que lo es. Tiene mis iniciales en la parte inferior.

– Diga a la sala qué es.

– Es un pavo tallado en madera. ¿Dónde lo consiguió?

– En una tienda de Whitney. Pagué veinticinco centavos por ella.

– ¿Pidió a Haverty que la registrara en sus libros para que yo pueda cobrar mi parte?

– Por supuesto, señor MacReady -contestó Collins, acompañado de las carcajadas discretas de los asistentes, y continuó enseguida con el interrogatorio para no provocar más la cólera del juez Murdoch, que lo presenciaba todo muy serio-. ¿Y dónde hizo esta talla?

– En la plaza.

– ¿En qué plaza?

– Pues en la plaza del pueblo, en Whitney. Mi hermano y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo en ella, en el banco que hay bajo el magnolio.

– ¿Tallando?

– Naturalmente, tallando. Un hombre mayor que tiene las manos ociosas acaba con su nombre en una esquela en menos de un año.

– Y mientras tallan, ven casi todo lo que ocurre en la plaza, ¿verdad?

– Bueno -dijo Nat rascándose la sien-, supongo que puede decirse que no se nos escapa gran cosa, ¿verdad, Norris?

Soltó una risita que provocó un sonido parecido de los presentes en la sala, que sabían exactamente lo poco que se les escapaba al par de hermanos.

Esta vez, Norris sonrió y evitó responder.

Collins sacó una navaja y empezó a limpiarse las uñas como si la pregunta siguiente no tuviera ninguna trascendencia.

– ¿Vio usted alguna vez a Lula Peak por la plaza?

– Casi todos los días. Trabajaba de camarera en el Café de Vickery, ¿sabe? Y desde donde está nuestro banco lo vemos claramente, lo mismo que la biblioteca y casi todo lo que se mueve por esa plaza.

– ¿Así que, a lo largo de los años, vio muchas idas y venidas de Lula Peak?

– Por supuesto.

– ¿La vio con algún hombre?

Nat se echó a reír y se dio una palmada en la rodilla.

– ¡Jo, jo, jo! ¡Esta sí que es buena! ¿Verdad, Norris? -Toda la sala se rio con él.

– Conteste la pregunta, señor MacReady -intervino el juez.

– ¡La vi con más hombres que la flota del Pacífico!

Toda la sala estalló en carcajadas, y el juez Murdoch tuvo que servirse de nuevo del mazo.

– Díganos algunos de los que vio con ella -pidió Collins.

– ¿Cuánto quiere que me remonte?

– Hasta donde recuerde.

– Bueno… -Nat se rascó la barbilla, bajó la vista hacia la puntera de su zapato marrón-. A ver, eso abarca mucho tiempo. Siempre le gustaron los hombres. Supongo que no sabría decirle con cuál la vi primero, pero cuando apenas era lo bastante mayor como para tener vello corporal, hubo ese feriante moreno que llevaba la noria durante las fiestas de Whitney. Puede que fuera en el veinticuatro…

– Fue en el veinticinco -lo interrumpió Norris desde la zona del público.

Slocum se puso de pie de un salto.

– ¡Protesto! -exclamó a la vez que el juez daba un golpe con el mazo-. ¡No estamos juzgando a Lula Peak, sino a William Parker!

– Señoría -replicó Collins con calma-, en este caso, la reputación de la fallecida es de suma importancia. Intento establecer que, debido a su promiscuidad, Lula Peak podría haberse quedado embarazada de varios hombres con los que se sabe que había mantenido relaciones.

– ¿Dando a entender que el feto podría haber sido concebido en 1925? -replicó Slocum, indignado-. ¡Esta línea de interrogatorio es ridícula, señoría!

– Estoy intentando demostrar una pauta sexual en la vida de la fallecida, señoría, si usted me lo permite.

La protesta fue desestimada, pero con una advertencia para que Collins controlara la tendencia de su testigo a hablar a los asistentes y a pedirles que respondieran.

– ¿Vio alguna vez a Lula Peak acompañada de Will Parker?

– La vi intentarlo. Bueno, ya lo creo que lo intentó, empezando por el primer día que llegó al pueblo y entró en el local donde ella trabajaba.

– Por el local se refiere al Café de Vickery.

– Sí, señor. Y, después de eso, todos los días, cuando lo veía llegar al pueblo y cruzar la plaza, salía a barrer la entrada, y cuando él no le prestaba ninguna atención, lo seguía dondequiera que él fuera.

– Como… -lo animó Collins.

– Bueno, como a la biblioteca, cuando iba a pedir libros prestados o a vender leche y huevos a la señorita Beasley. Lula no tardaba ni dos minutos en quitarse el delantal y salir a toda prisa tras el joven Parker. Soy un hombre mayor, señor Collins, pero no demasiado para reconocer a una mujer en celo, ni a una que ha sido rechazada por un hombre…

– ¡Protesto!

– … y cuando Lula salía de esa biblioteca echando sapos y culebras…

– ¡Protesto!

– … no se la veía nada estrujada.

– ¡Protesto!

Pasó un minuto entero antes de que el alboroto se calmara. Aunque el juez ordenó que las opiniones de Nat no constaran en acta, Collins sabía que constarían en las mentes del jurado. Lula Peak era una fulana y, antes de que él terminara, todos lo sabrían y la condenarían a ella y no a Will Parker.

– Señor MacReady-explicó Collins tranquilamente-, ¿comprende que tenemos que hablar de hechos, sólo de hechos, y no de opiniones?

– Sí, sí, claro.

– Hechos, señor MacReady. A ver, ¿sabe a ciencia cierta que Lula Peak tuviera relaciones licenciosas con más de un hombre en Whitney?

– Sí, señor. Por lo menos si puede creerse lo que dice Orlan Nettles. Una vez me dijo que se la había agenciado bajo la tribuna del campo de béisbol durante la séptima entrada del partido entre los Whitney Hornets y los Grove City Tigers.

– «Se la había agenciado.» ¿Podría ser más específico?

– Hombre, podría, pero hay señoras presentes.

– ¿Fue «agenciado» la palabra que usó Orlan Nettles?

– No, señor.

– ¿Qué palabra usó?

Nat se ruborizó y se volvió hacia el juez.

– ¿Tengo que decirla, señoría?

– Está bajo juramento, señor MacReady.

– Muy bien, entonces. «Follado», señoría. Orlan dijo que se había follado a Lula Peak bajo la tribuna del Skeets Hollow Park durante la séptima entrada de un partido entre los Whitney Hornets y los Grove City Tigers.

En el fondo de la sala se oyó un grito ahogado de Alma Nettles, la mujer de Orlan. Collins se fijó en que los ojos de los miembros del jurado se dirigían hacia ella y esperó a contar de nuevo con toda su atención.

– ¿Cuándo fue eso?

– La noche que los Hornets ganaban siete a seis en la parte alta de la novena entrada, cuando Willie Pounds atrapó tendido en el suelo una pelota que iba rasa y la lanzó con muchísima fuerza a la base de meta para lograr la última eliminación. Norris y yo no nos perdemos ningún partido y conservamos las tarjetas con los resultados, ¿verdad, Norris? -Norris asintió mientras Nat entregaba a Collins un pedazo de papel blanco-. Aquí está, el 11 de julio del verano pasado, aunque no sé por qué era necesario traerla. La mitad de los hombres de Whitney saben qué fecha era porque Orlan se lo contó a un montón, ¿verdad, Norris?

– Que no conste en acta ese último comentario -ordenó el juez Murdoch mientras una matrona atenta se llevaba a Alma de la sala entre sollozos.

– ¿Vio alguna vez a Lula Peak con un hombre en… digamos, una situación comprometedora? -preguntó Collins a Nat por encima de los murmullos de los asistentes.

– Sí, señor. Había un ingeniero del ferrocarril que se hospedaba en la pensión de la señorita Bernadette Werm. No sé muy bien cómo se llamaba, pero tenía una tupida barba roja y llevaba tatuada una serpiente en el brazo; la señorita Werm recordará su nombre. Bueno, el caso es que un día me los encontré en pleno acto, podríamos decir, junto al río Oak, donde había ido a pescar. Desnudos como Dios los trajo al mundo, así estaban, y cuando me topé con ellos, Lula echó la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada y me dijo: «No se escandalice tanto, señor MacReady. ¿Por qué no se une a nosotros?»

Entre el público un coro de voces femeninas exclamó: «¡Oh!»

– Sólo para dejar las cosas completamente claras, señor MacReady, ¿cuando dice que se los encontró en pleno acto, se refiere a que estaban copulando?

– Sí, señor.

Collins tardó una cantidad desmesurada de tiempo en sacarse un pañuelo arrugado del bolsillo y sonarse la nariz para dejar que la última parte de la declaración calara en todos los cerebros que importaban y en muchos que no. Finalmente, se guardó el pañuelo y se dirigió de nuevo al testigo.

– A ver, volvamos a hablar, si le parece, de su importante trabajo como miembro de la Patrulla Civil. Cuando ha recorrido las calles de noche los últimos meses y las últimas semanas, ¿es cierto que ha visto concretamente un coche estacionado varias veces en la parte posterior de la casa de Lula Peak?

– Sí, señor.

– ¿Sabe de quién es ese coche?

– Sí, señor. Es de Harley Overmire. Un Ford negro, matrícula número PV628. Lo estaciona detrás de los enebros, en el callejón. Lo he visto muchas veces allí, por lo menos un par de noches a la semana durante el último año. También he visto a Harley ir a veces a casa de Lula Peak a mediodía, cuando ella no está trabajando. Estaciona el coche en la plaza, entra en el café como si fuera a almorzar y sale por la puerta trasera para ir por el callejón hasta su casa, que está a la vuelta de la esquina.

– ¿Y ha visto a Lula Peak con alguien más últimamente?

– Sí, señor, y a decir verdad, detesto decirlo en público porque a nadie le gusta perjudicar a un chico de esa edad. Y lo más probable es que sea demasiado joven para darse cuenta…

– Díganos qué vio, señor MacReady -lo interrumpió Collins.

– A Ned, el hijo menor de Harley.

– ¿Se refiere a Ned Overmire, el hijo de Harley Overmire?

– Sí, señor.

– Díganos cuántos años puede tener Ned Overmire.

– Oh, diría que unos catorce. No más de quince, eso seguro. Está en primero de secundaria. Lo sé porque mi sobrina, Delwyn Jean Potts, es su profesora este año.

– ¿Y vio a Lula Peak con Ned Overmire?

– Sí, señor. Justo delante del Café de Vickery. Estaba barriendo de nuevo, siempre barría cuando quería… bueno… ya sabe… conseguirse un hombre, podríamos decir. Bueno, el caso es que, hace semanas, el joven Ned se acercaba un día por la acera y lo paró como la había visto parar a muchos otros, poniéndole esa larga uña que tenía en la pechera y acariciándole el tórax. Dijo que hacía calor y que, si entraba, le serviría un helado gratis. Pude oírla claramente. ¡Qué caray, creo que quería que la oyera! Siempre se burlaba de mí desde que la encontré con el del ferrocarril. Un helado… Sí, claro. ¡Seguro!

– ¿Y entró con ella el muchacho?

– Sí. Gracias a Dios volvió a salir en un par de minutos con un helado de cucurucho, y Lula lo siguió hasta la puerta para gritarle: «Vuelve, ¿me oyes?»

– ¿Y lo hizo?

– Que yo viera, no.

– Bueno, demos gracias al Señor por ello -murmuró Collins, cuya reacción provocó un mazazo pero le valió la aprobación de los miembros del jurado-. Pero está seguro de que Lula tuvo encuentros sexuales con estos otros hombres que ha mencionado.

– Sí, señor.

– Y, que usted sepa, ¿logró alguna vez Lula Peak captar la atención de Will Parker?

– No, señor. Nunca lo logró. No que yo sepa. No.

– Su testigo.

Slocum intentó desacreditar a Nat MacReady por senil, duro de oído y corto de vista, pero fue en vano. MacReady tenía una memoria envidiable, y adornaba sus recuerdos con anécdotas que eran tan evidentemente reales que su contrainterrogatorio acabó resultando más provechoso para la defensa que para la acusación.