– No importa. Ya hablaré con ella mañana.
– ¿Quiere que le dé algún mensaje? -preguntó él, antes de que la mujer se marchara.
– No, no era nada importante -contestó la mujer, mostrándole una foto-. Solo quería mostrarle la foto que les hemos hecho a nuestras hijas por Navidad. Tienen cuatro y seis años. Sylvie las cuida a veces y ellas creen que es fantástica.
– Le ocurre a la mayoría de la gente.
– Sí, es cierto. Bueno, encantada de haberlo conocido, señor. Como he dicho antes, ya la veré mañana.
– No soy el enemigo -musitó Marcus, cuando la mujer ya había desaparecido.
Entonces, la mano se le quedó inmóvil sobre la página que estaba a punto de pasar. Tal vez no fuera el enemigo, pero todos creían lo contrario. Incluso él mismo lo había pensado y eso que su trabajo no corría peligro aunque aquella empresa cambiara de manos.
Lentamente, comprendió que Sylvie le había presentado a personas de su mundo y sabía que su mundo era Colette. Sus amigos eran Colette.
Will y Maeve. Marcus sabía que Maeve tendría problemas para conseguir un seguro médico si su marido se quedaba sin trabajo. Jim y la pelirroja que acababa de entrar tenían familias que mantener…
Se dio cuenta de que Colette no era su enemigo y sintió como si se le quitara un peso de los hombros. Su madre le había contado la verdadera razón de la ruina de su padre. No había sido culpa de Colette. Los trabajadores que se habían ido a Colette, lo habían hecho porque tenían familias que mantener. Había sido la mala suerte. Ni más ni menos.
Su padre había sido su peor enemigo. ¿Por qué había consentido que el orgullo destrozara su familia? Su esposa lo habría amado de todos modos. Por eso le había esperado tantos años…
La mañana en la que conoció a Sylvie, había estado a punto de cerrar Colette. Efectivamente, habría ofrecido a los trabajadores la posibilidad de seguir en su empresa, pero muchos de ellos se habrían tenido que mudar a otras partes del país. Hubiera desarraigado cientos de familias solo por una venganza.
En aquel momento, se le ocurrió una idea mucho mejor. Las acciones de Colette no habían sido muy fuertes y los miembros del consejo de dirección no habían sido los mejores, pero, con él al frente, Colette mantendría la fama que siempre había tenido.
Decidió atar bien los cabos antes de decírselo a Sylvie. Sabría que ella le haría un millón de preguntas y quería conocer las respuestas antes de enfrentarse a ella. Sin embargo, no creía que una fusión en la que Colette fuera parte de las empresas Grey al tiempo que mantenía un cierto grado de autonomía le pareciera una mala idea.
Su mente no dejaba de dar vueltas a los detalles. En aquel momento, Sylvie regresó. La recibió de un modo tan efusivo que ella se quedó asombrada.
– ¿Por qué estás tan contento?
– Estoy contigo. ¿Por qué no iba a estarlo?
Fueron al apartamento de ella. Marcus la llevó de la mano todo el camino. Sentía que el cuerpo le palpitaba de deseo. En el momento en que cerraron la puerta, la tomó entre sus brazos.
– Bésame -gruñó-. No he podido dejar de pensar en ti en toda la semana.
Sylvie sonrió dulcemente y se puso de puntillas para besarlo. Entonces, le permitió que la llevara a la pasión que los dos habían estado esperando.
Le quitó el abrigo sin dejar de besarla. Le rodeó la cintura y la agarró por el trasero para estrecharla de ese modo contra él. Ella gimió y aquel sonido exaltó aún más los sentimientos de él. Su mundo, en aquellos momentos, se reducía a Sylvie y la dulzura que le prometía su suave cuerpo.
Con un rápido movimiento, le abrió la blusa, sin prestar atención alguna a su pequeña protesta y a los botones que volaron por todas partes. A continuación, liberó uno de los senos de su cárcel de encaje y seda y acarició el pezón durante un momento antes de metérselo en la boca y chuparlo con fuerza.
Sylvie le agarró el cabello con las manos, sujetándolo así contra su cuerpo. Poco a poco, se deslizaron hacia el tórax y le desabrocharon corbata y camisa y se deslizaron gozosas sobre los duros músculos de sus hombros y pecho.
Marcus gimió de placer al sentir aquella sensación tan erótica. Aquello lo excitaba tanto que los pantalones se habían convertido en una dolorosa prisión. Le bajó la mano, para que hiciera con los pantalones lo mismo que había hecho con la camisa. Entonces, Sylvie se quedó inmóvil. Marcus recordó que todo aquello era muy nuevo para ella. Sin embargo, a los pocos segundos, le desabrochó cinturón y bragueta. Fue él quien gimió cuando ella le tocó la excitada carne que ya no pudo ocultar. Sintió que ella le tiraba de la ropa y que, de un osado movimiento, lo liberó de su prisión.
Volvió a gemir y se lanzó entre sus manos, pero, tras un momento de maravillosas sensaciones, se la retiró. A continuación, le quitó la falda y prácticamente le arrancó las medias y las braguitas. En aquel momento, se arrodilló entre sus blancos muslos y admiró el suculento festín que había dejado al descubierto. Cuando la miró, vio que se había sonrojado. No obstante, Sylvie extendió los brazos para acogerlo entre ellos.
Sin palabras, se unieron y Marcus se hundió en el cuerpo de ella con facilidad. Entonces, empezó un dulce y firme movimiento que no iba a durar lo suficiente para satisfacerlo.
Ocho
Marcus le había pedido que se reuniera con él para almorzar el miércoles de la semana siguiente. Por eso, a las doce menos veinte, Sylvie atravesó el largo pasillo que conducía al despacho de Marcus, tarareando una canción. El edificio estaba muy alegre, ya que todo estaba preparado para las celebraciones de Navidad, con adornos por todas partes y villancicos sonando por la megafonía del edificio. Sylvie avanzaba lentamente, admirándolo todo. Sabía que era algo temprano, pero no importaba. Él había visto su lugar de trabajo y tenía curiosidad por ver cómo era el de él.
Tenía el cuerpo algo dolorido, dado que, la noche anterior, habían estado largas horas haciendo el amor. Nunca había soñado que pudiera sentir lo que Marcus le hacía experimentar. Solo con recordar algunos de aquellos deliciosos placeres, se sonrojaba.
A medida que se iba acercando a la puerta del despacho de él, una ridícula timidez fue apoderándose de ella.
– … quiero iniciar el papeleo referente a Colette tan rápido como sea necesario.
Al reconocer la voz de Marcus, se detuvo. ¿Qué papeleo? Una tremenda frialdad se apoderó de ella cuando empezó a comprender el significado de aquellas palabras. Sin poder evitarlo, se echó a temblar.
– De acuerdo. ¿Convoco una reunión del consejo? -preguntó una voz femenina, seguramente su ayudante.
– No. En la actualidad, solo hay un accionista en la empresa. Lo hablaré con ella antes de que se lo presentemos al consejo. De ese modo, lo tendremos todo en orden y nadie podrá presentar ninguna objeción.
Sylvie se llevó una mano a la boca, ahogando el grito de agonía que amenazaba con escapársele. ¡Marcus iba a liquidar Colette! Su corazón, que unos momentos antes rebosaba alegría, parecía estar lleno de plomo. A pesar de que no habían vuelto a hablar de ello desde el accidente del hielo, estaba segura de que Marcus había cambiado de opinión. Su propia madre le había dicho que estaba mal culpar a Colette de la desgracia de su padre.
Aparentemente, no la había escuchado. En su interior, el hombre que amaba era un niño que, a pesar de lo que se le dijera, solo buscaba vengar el pasado, aunque estuviera equivocado.
No la amaba. Aquel pensamiento la cortó por dentro como una cuchilla recién afilada. A pesar de que lo había pensado cuando hicieron el amor por primera vez, su corazón no lo había creído. Había sido tan tierno con ella, tan cariñoso… No le había dicho que la amara, pero a ella le había parecido que así era.
Rápidamente, se dio la vuelta y se marchó por donde había llegado. Había un cuarto de baño cerca del ascensor y se metió dentro. Afortunadamente, estaba vacío. Tras echar el pestillo, se agarró la cabeza entre las manos. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse con él, fingiendo que no ocurría nada cuando sentía que el corazón se le estaba rompiendo en pedazos.
«Es culpa tuya». Recordó que él nunca había comentado nada que indicara que había abandonado los planes que tenía para Colette. Nunca había dicho que comprendiera la devoción que ella sentía por la empresa. De hecho, nunca le había vuelto a hablar de tema. Las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. Rápidamente, se los apretó con las palmas de las manos para contenerlas.
Cuando el teléfono móvil que llevaba en el bolso empezó a sonar, pegó un salto en el aire. Con dedos temblorosos, lo sacó y contestó.
– ¿Sí?
– Hola, cielo. ¿Vienes ya de camino?
Era Marcus. Sin pensárselo, cortó la comunicación. Acababa de salir del edificio de Empresas Grey cuando el teléfono volvió a sonar. No prestó atención. Entonces, hizo una seña a un taxi, se subió y le pidió que la llevara a su casa. De camino, llamó a Wil.
Cuando le explicó que necesitaba tomarse el resto del día libre, él accedió sin problemas.
– Sylvie, ¿te encuentras bien?
– Claro. Es que tengo un montón de cosas que hacer antes de las navidades y me he dado cuenta de que no me va a dar tiempo.
– ¿Qué le digo a Marcus cuando llame?
– Yo…
– Porque ya ha llamado una vez. Le dije que creía que habías salido a almorzar.
– Lo llamaré ahora para que deje de intentar localizarme. No creo que vuelva a llamarte.
Cuando terminó aquella conversación, los dedos le temblaban. A pesar de todo, marcó el número de Marcus.
– Marcus Grey -dijo él, con voz profunda y preocupada.
– Marcus…
– ¡Sylvie! ¿Dónde estás? Traté de llamarte hace unos minutos, pero la comunicación se me cortó. Luego, no pude contactar ya contigo. ¿Vienes ya hacia aquí?
– No. No voy a poder.
– Acabo de llamar a Wil y él me ha dicho que habías salido a comer. ¿Va todo bien?
– Sí, es que… me ha surgido algo y voy a tener que ausentarme de la ciudad durante unos días. Te llamaré cuando regrese.
– ¿Fuera de la ciudad? ¿Por tu trabajo?
– No. Una vieja amiga me necesita -mintió, para evitar la escena que él le montaría.
– Entiendo. Sylvie va de nuevo al rescate, ¿verdad? -afirmó, con dulzura-. De acuerdo, cariño, pero llámame en cuanto puedas.
– De acuerdo. Lo siento, me estoy quedando sin cobertura… Adiós.
Volvió a desconectar el teléfono justo cuando el taxi llegaba frente a Amber Court.
Después de pagar al taxista, subió corriendo las escaleras. La vieja mansión estaba en silencio, ya que casi todos sus inquilinos trabajaban. Rose probablemente estaría trabajando como voluntaria en alguna parte, o tal vez como camarera. Sylvie hizo un gesto de decepción al darse cuenta de que se había olvidado completamente de contarles a los demás lo que había descubierto. Sin embargo, las tumultuosas semanas que había vivido desde que Marcus había entrado en su vida se lo habían borrado de la cabeza.
Entró en su apartamento y dejó el bolso y el abrigo en el suelo. ¿Qué iba a hacer? No podía imaginarse en Youngsville, ni cómo iba a terminar su relación con Marcus. Desde el principio, había sabido que no estaban hechos el uno para el otro, pero había permitido que su corazón le impidiera hacer caso al sentido común. A pesar de que, desde siempre, había sabido que no podía durar, durante la última semana había empezado a creer todo lo contrario.
Las lágrimas que había logrado controlar antes empezaron a derramarse abundantemente. En aquel momento comprendió que el único modo que tenía de sobrevivir era marcharse de allí, pero… ¿Dónde podría ir? Nunca había vivido en ningún otro lugar que no fuera Youngsville.
De repente, recordó algo. ¡San Diego! Cuatro meses atrás, antes de conocer a Marcus, había ido a una exposición de joyas en aquella ciudad para presentar algunos de los diseños de Colette. Un hombre se le había acercado y había empezado a hablar con ella. Hasta que no le dio su tarjeta, Sylvie no supo que se trataba de uno de los diseñadores de joyas más importantes del país y ella le había estado hablando sobre las estrategias de venta agresiva. Se sintió muy avergonzada, pero el hombre, Charles Martin, se había quedado muy impresionado. Un día después, había ido a verla otra vez para ofrecerle un trabajo. Y muy bueno.
A pesar de que le explicó que estaba muy contenta en Colette, el señor Martin había insistido en que lo llamara sin cambiaba de opinión.
Antes de pararse a pensar por qué un cambio tan repentino podría ser contraproducente, sacó su tarjetero y buscó el número. Diez minutos más tarde, tenía una entrevista preparada para el viernes siguiente y estaba haciendo las reservas del billete de avión. Decidió que se marcharía a San Diego aquella misma tarde. A pesar de que sintió que se le rompía el corazón, llamó a su jefe para pedirle los dos días libres.
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