Había crecido en una casa de padres poderosos e influyentes, y aunque no pasaba mucho tiempo en su compañía, ya que estaban muy ocupados ganando dinero, siempre había disfrutado de los frutos de su éxito.

Más tarde, como inversor financiero, se acostumbró a tener el mundo a sus pies. Una casa fabulosa, un buen coche, cuenta corriente bien surtida… pero aun así, siempre se había sentido… solo.

Hasta que llegó Danielle.

Ella lo miraba con adoración. Su mundo era el de ella, y él amaba eso… y a ella.

Cuando la incorporó a su vida, se sintió al fin satisfecho. En paz. Lo tenía todo, incluso una perra que ganaba campeonatos, lo cual aumentaba su gloria.

Y él amaba la gloria.

Oh, sí, todo aquello estaba muy bien. Pero luego cometió algunos errores en la Bolsa. Se vio obligado a recurrir a sus fondos personales y después, desesperado, siguió recurriendo cada vez más. Su cuenta corriente bajó mucho de repente y su casa y su coche corrían peligro.

Y para colmo de desgracias, Danielle, su adorada Danielle, lo había dejado llevándose a su perra campeona, la única inversión que le quedaba que valía algo. Y él quería recuperarlo todo.

Especialmente a Danielle. Y Ted Blackstone siempre conseguía lo que quería.

Capítulo Siete

Danielle siguió a Nick en su coche prestado, dudando de sí misma durante todo el camino. No sabía adonde iban, solo que no iban a salir de Providence. No sabía casi nada del hombre en el que había acabado por confiar. Otra vez.

Nick Cooper. Todavía le costaba creerlo. Había sido el chico más interesante de su instituto, no porque fuera popular ni muy listo ni porque besara de maravilla. Cosa que hacía.

Sino porque no le importaba lo que los demás pensaban de él. Era una persona rara con mucha confianza en sí mismo. Y el hecho de que la tuviera tan joven la había impresionado.

Y seguía teniendo esa confianza.

Y tenía además algo más que nunca dejaba de sorprenderla.

Bondad.

– No dice mucho en mi favor -murmuró- que una palabra tierna y una caricia me impulsen a seguirlo como un perro.

Sadie le lanzó una mirada amenazadora con sus ojos oscuros.

– Perdona -Danielle acarició la cabeza grande del animal-. Y no ha sido solo su bondad -suspiró y entró tras él en una urbanización muy elegante, muy Nueva Inglaterra-. Quizá hayas notado lo guapo que es.

Sadie bostezó.

– Sí, vamos.

Estaban en un calle lateral llena de robles, flores silvestres y céspedes cuidados. No había vallas a la vista, lo que posiblemente indicaba que los perros no eran bienvenidos.

Nick aparcó y ella se detuvo a su lado, pero sin salir del coche.

El hombre se acercó y se apoyó en la puerta del acompañante, con las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos. Señaló con la barbilla la casa encantadora de dos pisos que tenían delante.

– Es la mía.

– Es… bonita.

El hombre movió la cabeza y soltó una carcajada.

– No sé si sabes que tienes aspecto de sentirte atrapada -sonrió-. ¿Por qué no me dices lo que crees que va a pasar ahí dentro?

– Nada en absoluto -la joven se mordió el labio inferior-. ¿De acuerdo?

El hombre se apartó. Seguía sonriendo, aunque la sonrisa no llegaba ya a sus ojos. Dio la vuelta y abrió la puerta de ella.

Danielle esperaba que la sacara del coche. La distrajera tal vez con otra sonrisa y el contacto de sus manos cálidas y fuertes.

No esperaba que se agachara a su lado, a la altura de sus ojos, y se quedara mirándola.

La joven miró el parabrisas y lo ignoró.

Pero a diferencia de Ted, que siempre parecía tener mucho que decir, Nick no dijo nada.

Danielle jugueteó con el cinturón. Tocó su mochila. Se mordió el labio inferior.

– ¿Qué? -dijo al fin, mirándolo a los ojos-. ¿Qué miras?

– Dímelo tú.

– No quiero jugar a las adivinanzas, Nick.

– Es curioso. Yo tampoco -colocó una mano sobre las de ella, encima del volante-. Vamos. Haremos tus fotos y descansarás un rato. Y fin. ¿Crees que puedes hacer eso?

– Sobre todo la última parte.

Ahora la sonrisa de él sí llegó a sus ojos.

– Así me gusta. Cada cosa a su tiempo, ¿eh? Vamos.

Cada cosa a su tiempo. Más fácil de decir que de hacer, pero salió del coche y tomó la correa de Sadie. No quería ser una carga para él, pero ya le había hecho cancelar sus planes para la velada con aquella muñeca Barbie humana.

Y al igual que años atrás, él no había dicho ni una palabra que pudiera hacerla sentir mal. No le había dicho lo estúpida que había sido por estar en aquella situación ridícula.

Por mucho que le costara aceptar ayuda, si después de tantas noches en el coche pequeño, podía disponer al fin aunque solo fuera de un sillón para dormir, le estaría eternamente agradecida.

Nick la precedió por el pequeño jardín delantero. Había jardines impecables a los dos lados. Con hierba tan verde y espesa que podías perderte en ella y flores de todo el espectro de colores del arco iris.

En contraste, el jardín de Nick era básicamente de piedra, con dos árboles en maceta a los lados.

– Bajo mantenimiento -dijo él, sacando las llaves-. Paso mucho tiempo fuera. No tengo por qué matar flores hermosas con mi descuido -le hizo señas para que entrara.

La joven vaciló.

– ¿Qué hay de Sadie?

– ¿Tiene aversión a los interiores?

– No.

– Entonces haz que entre.

– Es… -Danielle miró a la perra, consciente de que, aunque era su tesoro personal, no era un animal fácil-. Puede ser un poco sucia.

– No lo he notado -repuso él con sequedad, esperando con la misma paciencia tranquila de que había hecho gala desde que ella apareciera en el estudio. La misma paciencia que le había mostrado tantos años atrás.

– Sé buena -susurró ella a la perra.

– Estáis en vuestra casa -Nick las llevó hasta una sala de estar que tenía muebles de roble, fotografías de todo el mundo y el sofá más grande que Danielle había visto en su vida.

Estaba cubierto de cojines y era de color verde bosque y tan tentador que estuvo a punto de tumbarse en él en el acto. Su cuerpo se inclinó hacia él en actitud suplicante, pero Nick seguía andando.

Lo siguió con un suspiro de agotamiento, tirando de Sadie, que clavaba las uñas de las patas en los suelos de madera.

La cocina también era clara y despejada. En la encimera, había una cesta de frutas que le hizo la boca agua. Y al lado una hogaza de pan.

¿Cuánto había comido por última vez? Había tomado una hamburguesa a mediodía, pero nada para desayunar ni…

Nick abrió el frigorífico.

– Estás de suerte. El otro día fui a la compra. Normalmente suele estar vacío. ¿Qué te apetece?

– Las fotos.

– Sí, las fotos -repuso él, con el primer asomo de impaciencia que le veía ella-. Pero antes come. ¿Desde cuándo no comes? ¿Y qué comiste la última vez? -inclinó el cuello para mirarla-. Da la impresión de que un viento fuerte pueda derribarte. No importa -dijo con disgusto al ver que ella levantaba la barbilla-. ¿Por qué se molesta alguien en preguntarle a una mujer qué quiere comer? Contestará que nada y luego se comerá todo lo que haya en mi plato. Tomaremos sopa y sándwiches -decidió, hablando consigo mismo-. Es rápido y llena bastante.

Danielle pensó en sopa caliente y sándwiches grandes, y el orgullo empezó a luchar contra el hambre en su interior.

– ¿Siempre das de comer a desconocidos solo porque parezcan tener hambre? -preguntó.

– No somos desconocidos -Nick abrió con calma una lata de sopa, echó su contenido en un cazo y lo puso en el fuego. Después sacó del frigorífico comida para los sándwiches y empezó a trabajar como si fuera un profesional de la cocina.

Danielle trató de no ver lo muy sexy que estaba untando la mostaza en el pan.

– Ya te dije -siguió él, levantando la cabeza y lanzándole una mirada intensa que la hizo estremecerse-, que hace mucho tiempo que dejé de considerarte una desconocida.

Danielle volvió la mirada a la comida.

Los dedos largos y bronceados de él colocaban lechuga en el pan con delicadeza.

– Ha pasado mucho tiempo desde el instituto -replicó ella.

El hombre asintió. Los recuerdos le hicieron apretar los labios.

Danielle no pudo resistir la atracción del pavo que colocaba ahora sobre la lechuga y se acercó a él.

– No has olvidado lo horrible que fue, ¿verdad?

– No he olvidado nada.

– Yo nunca me he perdonado por aquellos días.

– Parece que te gusta pagar por los pecados de los demás, ¿no? -Fijó sus ojos verdes en los de ella al tiempo que levantaba una mano y lamía una gota de mostaza del pulgar-. No era con tu grupo con los que yo soñaba.

– Oh.

– Sí -sonrió él-. Oh.

Danielle miró sus ojos, cargados ahora de picardía, y el corazón le dio un vuelco.

– De verdad soñabas…

– Oh, no tienes ni idea de la cantidad de fantasías que me provocaste en aquellos años.

La joven se volvió para mirar detrás de sí.

– ¿Yo?

– Tú.

– Eso es… -emocionante. Increíble. Maravilloso- asqueroso.

A Nick, que seguía sonriendo, pareció no importarle.

– La mayoría de los chicos del instituto lo son. Y yo era un chico -volvió a los sándwiches, a los que añadió ahora queso.

– ¿De verdad tenías… fantasías sexuales conmigo?

– Hmmmm -se lamió de nuevo el pulgar; cerró los ojos con el gesto de una criatura sensual y apasionada que disfrutara de todas las sensaciones posibles-. Y eran unas fantasías estupendas -susurró, con voz ronca-. ¿Te he dicho que tenía mucha imaginación?

Su mirada, ahora ardiente, recorrió la figura de ella de la cabeza a los pies y volvió a subir.

– Y ni siquiera en mis sueños más atrevidos llegué a acercarme nunca a lo que en realidad eres.

Le sirvió un tazón de sopa, puso un sándwich en un plato y añadió media bolsa de patatas fritas.

– Que lo disfrutes -dijo con ligereza, empujándola con gentileza hacia un taburete situado ante la encimera.

Volvió a la tabla de cortar y cortó pavo y queso. Lo depositó en un tazón y miró a Sadie.

– Cuidado con mis dedos -le advirtió, dejándolo en el suelo.

Sadie cargó contra el tazón y Nick estuvo a punto de caer hacia atrás al intentar apartarse.

En otro momento, Danielle se habría reído, pero… él le había dado de comer a su perra. Sin que le dijera nada. Por propia voluntad.

– ¡Santo cielo! -exclamó él, mirando todavía a la perra.

Sadie movía la cola y tragó todo lo del tazón en menos de dos segundos.

– Le gusta comer -susurró la joven, con un nudo en la garganta.

– ¡Estaba muerta de hambre! -exclamó él, horrorizado.

– No, siempre come así.

Nick siguió mirándola, apartándose con cautela del alcance de la cola oscilante, pensando quizá que era una cola que podía partir a un hombre en dos.

– ¡Vaya!

Danielle se llevó el sándwich a la boca y casi gimió al dar el primer bocado. Tragó saliva con fuerza al ver que la miraba, porque había algo en su modo de contemplarla que la ponía nerviosa y la excitaba sexualmente al mismo tiempo.

– Nick…

– ¿Sí?

– Gracias.

Él apartó la vista para tomar su sándwich y ella aprovechó la ocasión para observarlo a gusto. No porque fuera tan guapo que la dejaba sin aliento, que lo era, y no porque lo deseara tanto que le dolía, cosa que también era cierta, sino porque había algo…

Le resultaba incómodo que le diera las gracias.

Nick devoró su sándwich y le mostró el carrete.

– Voy a empezar con esto.

– Sí, pero…

– Hace mucho que convertí el tercer baño en un laboratorio. Si me necesitas, estoy en el pasillo a la izquierda.

– Nick…

– No digas nada.

No quería que le diera las gracias. Muy bien. Pero entonces tenía que dejar de ponerla en deuda con él. Y eso solo ocurriría cuando se marchara.

Volvería a estar sola. Volvería al cansancio y el miedo. Se iría cuanto antes.

Se iría, sobre todo, porque una parte inexplicable de ella no quería hacerlo.


Cuando Nick salió del laboratorio, todo estaba en silencio. Demasiado silencio para haber un perro tan grande en la casa. Entró con curiosidad en la cocina a través de la sala de estar.

Estaba vacía.

Se fijó en que también estaba limpia. Danielle lo había recogido todo, incluido el tazón que había usado Sadie.

El corazón la latió con fuerza. Volvió a la sala de estar. Si se había marchado…

Se detuvo delante del sofá, que no había mirado al entrar, y suspiró con fuerza. Luego, se agachó a observar el rostro de Danielle.

Tenía los ojos cerrados y sus pestañas largas y oscuras descansaban en una piel tan pálida que casi resultaba translúcida. El pelo le caía en cascadas sobre unos hombros que parecían demasiado delgados y vulnerables para cargar con tantas preocupaciones. Suspiró en sueños y el suspiro fue más bien un quejido.