Qué falta de respeto pensar tales cosas en la entrada del dormitorio, donde su madre yacía enferma, moribunda, y mientras su padre se enfrentaba no sólo a esa triste verdad, sino también a una crisis comercial.

– ¿Emily?

– Oh, mamá, lo siento. ¿Te he despertado?

Se acercó a la cama y tomó la mano frágil de su madre. Josephine sonrió, cerró los ojos y movió débilmente la cabeza. Todos sabían que pocas veces dormía bien, sino que permanecía en un estado de semisueño, tan fatigoso como el trabajo manual para las personas sanas. Abrió los ojos y palmeó la cama, junto a su cadera. Cada vez con mayor frecuencia empleaba gestos para transmitir mensajes, ahorrando lo más posible el aliento.

– No -replicó Emily-. Estoy sucia. He estado ayudando a papá en el establo. Además, tengo cosas que hacer abajo. ¿Quieres que te traiga algo?

Josephine contestó con un vago movimiento de la cabeza.

– En todo caso, toca la campanilla.

Una pequeña campanilla de bronce había rodado por el borde de las mantas, bajo la rodilla de Josephine, y Emily la tomó y la acercó a la mano de su madre.

– Graci…

Un espasmo de tos la interrumpió y Emily huyó de la habitación, sintiéndose culpable por haberlo provocado y por preferir hasta lavar la ropa en lugar de ver sufrir a su madre.

Tardó casi una hora en calentar el agua y en refregar con los nudillos para quitar las manchas de sangre. Todavía estaba haciéndolo cuando llegó Frankie con dos truchas moteadas de negro, ensartadas en un tridente.

– ¡Mira lo que he pescado, Emily!

Era el muchacho más hermoso que jamás había visto y con frecuencia afirmaba que era el que se había quedado con la gallardía de toda la familia, tenía ojos azules de largas pestañas, hoyuelos, una bonita boca y un pelo oscuro que, en unos pocos años, muchas mujeres anhelarían acariciar. Al perder el último diente de leche, se quedó con una notable y perfecta dentadura. Nunca dejaba de maravillar a Emily pues, aunque sólo era una parte de él que había llegado al tamaño de la madurez, llevaba consigo la promesa de una madurez total en un futuro muy próximo. Ya estaban estirándosele los miembros, y si el tamaño de los pies daba algún indicio, Frankie pronto tendría la altura de su madre, que sobrepasaba al padre en más de cinco centímetros.

Emily se sentía mal al pensar en su hermano. No tenía más que doce años pero, al estar enferma la madre, la última parte de su niñez le era arrebatada, quitándole el feliz abandono que merecía. No era justo, como no lo era la situación para ninguno de ellos y menos aún para la madre. Tenían que arremangarse y ocuparse de las tareas domésticas lo mejor que pudieran, les gustara o no. Por lo tanto, Emily se fortaleció contra el ruego que preveía, mientras admiraba el botín de pesca de su hermano.

– Hermoso pescado. ¿Quién lo limpiará?

– Earl y yo. ¿Dónde está papá?

– Todavía en el cobertizo.

– ¡Voy a enseñárselo!

– ¡Espera un minuto!

– ¡Pero Earl está esperando!

Impaciente, Frankie se detuvo e hizo una mueca al comprender el error que había cometido al pasar por la cocina.

– Prometiste volver a casa a las tres para ayudarme.

– No tenía reloj.

– Podías guiarte por el sol, ¿no?

– No pude. -Abrió mucho los ojos para exagerar su inocencia-. ¡En serio, Emily, no pude! Estábamos ahí, junto a los chopos grandes, en el terreno vacío detrás de lo de Stroth, y los árboles me tapaban el sol.

La hermana compadeció a la pobre chica que intentara sujetar a este individuo. Ataviado con un sombrero de paja y un mono, sin camisa ni zapatos, los inmensos ojos brillantes y los labios entreabiertos en fingida inocencia, Frankie resultaba un cuadro encantador, que a ella le costaba resistir. Aun así, lo intentó.

– Toma. -Soltó el agitador de la máquina de lavar-. Te toca a ti. A mi está a punto de caérseme el brazo.

– Pero quiero llevar el pescado al pueblo y enseñárselo a papá. Además, Earl está esperándome y en cuanto se lo enseñe a papá tengo que volver aquí de inmediato y limpiarlo para que puedas freírlo para la cena. Por favor, Emily… ¡pooor faaavoor!

Lo dejó ir, pues cuando ella tuvo doce años, no fue necesario que lavase la ropa a las cuatro de una cálida tarde de verano. Sin la ayuda del niño, el lavado duró más de lo que había pensado y estaba terminando cuando papá llegó a cenar. Fiel a su palabra, Frankie había limpiado la trucha, y esa noche él y el padre se harían cargo de la cena, mientras Emily ordenaba el lavadero y apilaba la ropa mojada para tenderla al día siguiente.

Los platos preparados por el padre dejaban mucho que desear. Las patatas estaban demasiado blandas, las truchas, un poco tostadas, el café, hervido y los bizcochos pegados a la sartén. Pero lo peor de todo era que la madre no se sentaba con ellos a la mesa. Edwin le llevó una bandeja arriba y, cuando volvió a bajar, sorprendió la mirada de Emily al otro lado de la cocina e hizo un triste gesto negativo con la cabeza. Como de costumbre, la silla vacía parecía arrojar un paño mortuorio sobre la cena, pero la muchacha trató de aligerarlo.

– A partir de ahora, yo cocinaré y vosotros limpiaréis el lavadero -bromeó.

– Haremos como hemos venido haciendo -repuso Edwin-. Nos arreglaremos bien.

Pero cuando su mirada se encontró con la de la hija, esta percibió un atisbo de desesperación, similar al que había presenciado aquella noche, en secreto, en el porche. Edwin lo ocultó tan rápido como apareció y se levantó para llevar los platos al fregadero.

– Será mejor que limpiemos. Charles dijo que pasaría esta noche, más tarde.

Charles iba casi todas las noches. Aunque tenía su propia casa, sin duda se sentía solo. Era natural que quisiera estar con los Walcott, a los que conocía de toda la vida y con los que había llegado a Wyoming en la misma época. Desde que se trasladaron a Sheridan, se convirtió en íntimo amigo de Edwin, pese a la diferencia de edad. Y la madre siempre le manifestaba un indudable afecto, pues lo conocía desde pequeño. A menudo repetía que Charles provenía de una crianza religiosa sólida, conocía el valor del trabajo duro y, algún día, sería un buen marido para Emily. En cuanto a Frankie… bueno, idolatraba a Charles.

Charles llegó a tiempo para ayudar a secar los platos. Cada vez que llegaba, últimamente, siempre había algo en qué ayudar y lo hacía con gusto. Emily se había hartado de oír decir al padre:

– Sin duda, este Charles sabe lo que es el trabajo.

Por supuesto que sabía lo que era el trabajo… ¿acaso no lo sabían todos?

Después de secar, Frankie lo convenció para jugar una partida de dominó. Se instalaron todos en el recibidor, y los dos colocaron las piezas mientras Emily miraba y Edwin fumaba una última pipa antes de subir a leerle a la esposa.

– Supongo que habéis conocido al forastero que llegó al pueblo -dijo Charles, para nadie en particular.

– Tenemos sus caballos en el establo -respondió Edwin.

– ¿Qué forastero? -preguntó Frankie.

– Se llama Jeffcoat. Tom Jeffcoat -contestó Charles, colocando un cinco junto a otro cinco.

– ¿Así que tú también lo has conocido? -preguntó Edwin.

– Sí. Loucks me lo mandó, le informó que yo era carpintero.

– Por supuesto, querrá contratarte -comentó Edwin.

Charles alzó la vista, sus ojos se encontraron con los de Edwin y Emily percibió la ambivalencia de su expresión.

– Sí, en efecto.

– Bueno, si su dinero es genuino, más vale que lo aceptes.

– Edwin, ¿sabes lo que está construyendo?

– Un establo para alojar caballos, él me lo dijo.

– ¿Te lo dijo?

– Como dice Emily, sería difícil ocultar un establo cuando empieza a construirse.

– ¿Emily también lo ha conocido?

Charles miró a la aludida, que se inclinaba sobre el hombro del hermano para verle el juego.

– Lamento confirmarlo -repuso con frialdad, sin levantar la vista hacia Charles ni una vez.

– Ah.

La joven levantó una de las piezas de Frankie y la jugó, mientras comentaba:

– Primero me dijo "muchacho", y después, intentó aconsejarme cómo cuidar el casco cuarteado de Sergeant. No me gustó ninguna de las dos cosas.

Con la boquilla de la pipa a un lado de la boca, Edwin rió.

– Lo puedo corroborar. Cuando entré y salvé el valor de una semana de transacciones, estaba afilando en él su lengua y acababa de mandarlo al infierno.

– ¡Papá! -exclamó Emily, irritada-. ¡No tienes por qué difundirlo!

– ¿Eso hizo Emily? -preguntó Frankie, perdiendo interés en el juego y riendo maravillado de la actitud de su hermana.

– Caramba, Emily, no tenemos secretos para Charles.

Lo que, a su juicio, era uno de los motivos por los que no podía entablar un vínculo romántico con el joven. Sentía como si ya hubiese vivido con él los últimos dos años, por lo mucho que lo frecuentaba. Abandonó las fichas de Frankie y se dejó caer en el diván.

– ¡Espero que le hayas escupido un ojo, Charles! -dijo, en tono provocador.

– Sé sensata, Emily. ¿Cómo crees que Charles puede hacer algo así? -se burló el padre.

– Yo lo hice, ¿no?

Para sorpresa de Emily, Charles dijo:

– A decir verdad, a mí me agradó.

– ¡Te agradó! -exclamó-. ¡Charles, cómo es posible!

– ¡Emily, al parecer, olvidas que Charles tiene que preocuparse por su negocio! -la reconvino el padre en tono áspero y se suavizó al dirigirse al joven-: Diga Emily lo que diga, yo no te echaría en cara que trabajases para Jeffcoat.

– También quiere ver mi colección de planos. Después del cobertizo para caballos, quiere construir una casa.

– Me lo dijo. Y eso podría representar buenos beneficios para ti, Charles.

– Es posible, pero no me gusta trabajar para tu competidor.

Edwin dio una chupada a la pipa, la encontró apagada, sacó un clavo de herradura del bolsillo de la camisa y comenzó a escarbar la cazoleta, vaciando el contenido en un cenicero.

– Charles, yo no soy tu padre -empezó, tras un silencio pensativo-, pero creo saber qué consejo te daría él en esta circunstancia. Diría que es una de esas ocasiones en que primero tienes que ser comerciante y, en segundo lugar, amigo. En lo que a mí se refiere, te respetaré tanto por adoptar una sabia decisión comercial como por ser leal, de modo que puedes decirle que sí a Jeffcoat. Por eso viniste aquí, ¿no es cierto? Porque creías que el pueblo prosperaría y tú con él, ¿verdad? Bueno, no podrías prosperar si rechazaras clientes.

Charles posó sus ojos grises en Frankie.

– Frankie, ¿qué opinas?

– Si a papá no le molesta, a mi tampoco.

– ¿Emily?

La miró. La muchacha no podía separar el disgusto hacia Jeffcoat de la certeza de que su padre tenía razón. ¿Sería ella la única en ese lugar en sentirse indignada por la situación? Bueno, no era tan magnánima como ellos ¡y no fingiría serlo! Con expresión enfadada, se levantó de la silla y fue hacia la puerta principal:

– ¡Oh, no me importa! -gritó-. ¡Haz lo que quieras!

Un instante después, se escuchó golpear la puerta mosquitero.

El malhumor de Emily acabó con los juegos. Charles se levantó diciendo:

– Iré a hablar con ella.

Edwin dijo:

– Frankie, cerciórate de enterrar las entrañas del pescado antes de acostarte.

Subió para pasar el resto de la velada con su esposa.

El porche rodeaba tres lados de la casa. Charles encontró a Emily en el lado oeste, sentada en un sillón de mimbre, de cara a las Big Horns y el cielo color melocotón, que iba palideciendo.

Si bien oyó los pasos de Charles que se aproximaban, siguió con la cabeza apoyada en la pared cuando él se acomodó en el borde del sillón, junto a ella, haciendo crujir el mimbre. Juntó las manos sobre las rodillas y fijó la vista en ellas.

– Estás molesta conmigo.

– Estoy molesta con la vida, Charles, no contigo.

– Me doy cuenta de que conmigo también.

Emily cedió y volvió la cabeza hacia él, observándolo. Había crecido en una época en la que la mayoría de los hombres usaban barba y, sin embargo, nunca se acostumbró a verla en Charles. El bigote y la barba rubio oscuro eran espesos y estaban pulcramente recortados, pero echaba de menos las líneas nítidas y fuertes que ocultaban. Tenía una mandíbula y un mentón demasiado atractivos para esconderlos bajo esa mata y, además, le daban aspecto de más viejo de lo que era en realidad. ¿Por qué motivo un hombre de veintiuno querría parecer de treinta? Desechó las ideas críticas y lo miró a los ojos, esos inteligentes ojos grises que la contemplaban y disimulaban con cuidado los sentimientos heridos.

– No -le aseguró en tono más suave-, contigo no. Con todo el trabajo, la preocupación por mamá y ahora, este extraño que viene al pueblo a competir con papá. Es muy inquietante. -Volvió la mirada a las Big Horns, suspiró y continuó-: Hay ocasiones en que echo tanto de menos Philadelphia que creo que voy a morir.