– Lo siento, señor Harrington, no me dio tiempo a… no pude…

– Ya que entró -le dijo a su secretaria-, la atenderé.

Cerrando la puerta de golpe al salir Wanda, regresó frente a ella y de nuevo Devon se encontró frente a la sonrisa burlona en sus labios, mientras sus ojos recorrían el traje sueco.

Él no la invitó a sentarse… aunque tampoco lo había esperado.

– Sea breve -le dijo con tono cortante-, estoy ocupado.

– Yo… -comenzó a decirle con violencia y de repente comprendió que no estaba en situación de mostrarse orgullosa ni enfadada. Había venido a pedirle, a suplicarle si era necesario, que no enviara a la cárcel a su padre.

– Hable de una vez -insistió con tono seco-, ¡y termine rápido!

– Vine a pedirle que no lleve a mi padre a los tribunales.

Durante un rato se quedó inmóvil, mientras él se volvía de espaldas hacia ella y se quedaba pensativo. De pronto se volvió para mirarla con fijeza, con los ojos fríos y duros, durante varios segundos, antes de contestarle con un tono burlón:

– Déme un buen motivo por el cual no deba hacerlo.

– Porque… -ése era el momento de decirle que su padre había tomado el dinero sólo para su operación, pero al mirarlo, al observar al hombre alto y viril, lleno de salud y fuerza, un hombre que con toda seguridad nunca había tenido un problema en su vida, Devon comprendió que no la entendería, que nunca podría comprender lo desesperado que se había sentido su padre para cometer una acción como esa.

– ¿Y bien? -le preguntó él con brusquedad.

– Porque yo… porque no quiero que lo haga -eso no era lo que había pensado decirle, pero sus ojos de mirada fiera, fijos en ella, la pusieron nerviosa.

No le sorprendió que la mirara con un desdén que no intentó ocultar, pero no le hizo esperar mucho, antes de contestarle con violencia:

– Desde mi punto de vista, señorita Johnston, ya usted ha tenido más de lo que desea.

Estaba bien claro que había decidido llevarlo a los tribunales.

– Oh, por favor -le suplicó, a pesar de que por la expresión de su rostro, comprendió que estaba rogando en vano.

– Oh, por favor -repitió él con tono de burla y después se endureció su voz-. Ya me parece un poco tarde para preocuparse por lo que dirán sus amigos cuando sepan que su padre ha ido a la cárcel por robar a la empresa en donde trabajaba.

Devon sintió que palidecía, pero eso no hizo que el hombre que la observaba tuviera compasión de ella.

– Por favor -le suplicó, reuniendo todas las fuerzas que pudo; tenía que intentarlo de nuevo y conmover a ese hombre de hierro-. Por favor, no lo envíe a la prisión, él no tomó el dinero para él.

– ¡Lo sé muy bien, pequeña bruja avariciosa! ¡Debería ser usted quien fuera a la cárcel no él! -le gritó perdiendo el control durante un instante-. ¡Usted le exigió una y otra vez… obligando a robar a un hombre de cuya integridad habría respondido con mi vida, para que usted pudiera seguir manteniendo el tren de vida que le gustaba!

Devon comprendió que, en gran parte, esas palabras eran para liberarse de la tremenda decepción que le había ocasionado el ver destruida la fe que tenía en la integridad de su padre.

Pero de nuevo él recuperó el control y, mientras se dirigía a la puerta, le habló con un tono que le indicaba que la entrevista había terminado.

– Ya desperdicié en demasía mi tiempo; adiós, señorita Johnston.

– ¡Espere!

Se detuvo en el mismo momento en que iba a abrir la puerta y regresó a su lado, mirándola con dureza.

– Usted no está en situación de dar órdenes a nadie.

Pareció estar listo para cargarla y echarla afuera si no le hacía por su propia voluntad.

– Usted -le dijo rápidamente antes de que pudiera tocarla-, usted no sabe en qué gastó el dinero él.

De nuevo sus ojos recorrieron el vestido sueco.

– Aunque le parezca extraño no necesito una cuenta muy detallada -le dijo apretando los dientes-, con sólo mirarla, me doy cuenta de por qué mis libros no cuadran -con insolencia en sus ojos, evaluaron de nuevo el vestido-. A pesar de que le parezca extraño, no me cuesta mucho trabajo adivinar que su guardarropa debe estar lleno de modelos extranjeros similares al que tiene puesto -muy tarde comprendió que debió haber venido con otro vestido en vez de ese-. Además, me imagino que no habrá viajado en clase turista, señorita Johnston, ¿no es cierto? Usted no puede mezclarse con la gente común; necesita que siempre sea primera clase, ¿no es así?

De repente, la forma en que la estaba tratando la enfadó de nuevo.

– El dinero no se gastó en lo que dice -le replicó con violencia, pero bajó la voz de nuevo cuando él volvió a mirar el vestido-. Bueno, sí, yo… compré este vestido en Suecia, pero no estaba allá divirtiéndome.

– Qué lástima -el tono sarcástico de su voz hizo que aumentara su furia-. ¿No era la temporada de los hombres ricos y mundanos?

– ¡Maldita sea! -le replicó, deseando golpearle el rostro cínico-. ¡Fui a Suecia porque necesitaba operarme!

– Ah. ¿Un aborto? -mientras ella lo miraba aturdida, él continuó-: ¿Era necesario ir a Suecia para eso?

El haber contado a un desconocido la necesidad que tuvo de operarse… lo que no había hecho con nadie… para que le contestara con tanto cinismo y con esos comentarios insultantes ya fue el colmo.

– ¡Canalla! -dijo entre dientes y, sin pensarlo, su mano se alzó para golpearle el rostro.

– ¡Tranquila! -le replicó con violencia, mientras la sujetaba por la muñeca, justo en el momento en que la mano iba a golpearlo.

Durante un instante vio una luz en sus ojos mientras la miraba con fijeza. Aunque no podía creer que fuera de admiración mientras le soltaba la mano, como si le molestara su contacto.

Pronto se calmó, preguntándose cómo era posible que hubiera reaccionado así. Sin embargo no tuvo mucho tiempo para pensar en ello pues con tono aún sarcástico él añadió:

– Discúlpeme -en realidad ni con el tono de la voz ni con la mirada se estaba disculpando-. ¿No fue aborto?

– No, no lo fue.

– ¿Pero sí fue una operación?

Devon no podía creer el cambio en el tono de su voz. Vaciló antes de contestarle.

– Este… sí… esa fue la razón por la que fui a Suecia.

Por su mirada comprendió que pensaba que estaba mintiendo.

– Eso nos indica el motivo por el cual está usted aquí -comentó, mientras que su mirada la recorría de cabeza a pies-. Lo que en realidad me está diciendo es que yo no debo acusar a su padre por robarme -se detuvo de forma deliberada, según le pareció a ella-, debido a las trágicas circunstancias de que usted necesitaba el dinero para una operación de vida o muerte.

Hasta este momento había pensado que al fin él estaba comprendiéndola, pero ahora se dio cuenta de que sólo le tendía una trampa.

De nuevo deseó golpearlo. Deseó insultarlo, pero tuvo que contenerse. No se encontraba en posición de devolverle sus insultos, pues su querido padre, que se había sacrificado por ella, iría a prisión si no lograba convencerlo.

– No fue una operación de vida o muerte.

– ¿Cirugía plástica? -la miró frunciendo el ceño-. Ya era hermosa antes de partir -le comentó sin que sus palabras se oyeran como un halago. Aunque la sorprendió, pues si había pensado que era hermosa había callado muy bien esa opinión hasta esos momentos-. ¿Le molestaba la forma de su pecho? -le preguntó con tono burlón, mientras sus ojos le observaban los senos-. Hicieron un buen trabajo.

Devon bajó la vista, cohibida ante los ojos sombríos que la estaban desnudando, pero al mirarlo de nuevo un momento más tarde, vio que ya no había burla en sus ojos, de nuevo era el hombre duro, dispuesto á echarla fuera del despacho.

– Oh, por favor -le suplicó, aprovechando esos momentos antes de que la tomara por las solapas del traje y la echara fuera-. Lo que mi padre hizo fue por mí. ¡Por favor… no lo envíe a la cárcel! Si alguien… si alguien debiera ser castigado sería yo.

– Al fin estamos de acuerdo en algo -contestó, añadiendo después con tono duro-. Si no hubiera estado recorriendo todo el mundo y divirtiéndose, si su padre le hubiera dado unas buenas nalgadas en vez de darle desde la infancia todo lo que deseó, no creo que hubiera defraudado la confianza que yo, y mi padre antes, pusimos en él -de nuevo lo dominó la ira-. La culpa es suya, pequeño parásito malcriado y mercenario. Si no le gustara tanto divertirse…

– Yo no me estaba divirtiendo -lo interrumpió con violencia al escuchar la forma desagradable en que la describía-. Yo estaba… -con la misma rapidez con la cual se había excitado, se calmó-. Yo acabo… de salir del hospital.

Él interpretó su vacilación como la confirmación de que estaba tratando de engañarlo con una serie de mentiras.

– ¿Cuándo salió del hospital? -le preguntó, aunque ella se dio cuenta de que ni siquiera pensaba que hubiera estado en él.

– Este… -Devon vaciló de nuevo-. Hace dos días… este… no, no fue así -le dijo recordando las dos noches que había pasado en un hotel sueco-. Fue el martes.

– Si va a inventar cuentos, señorita Johnston -le dijo con frialdad-, le sugeriría que antes los escribiera para asegurarse de que concuerden entre sí -mientras ella sentía que el enfado la dominaba de nuevo, añadió con frialdad-: Aunque tengo que reconocer que su facilidad para inventar es mayor que la de su padre.

– ¿Qué es lo que quiere decir?

– ¿No le parece extraordinario que las dos o tres veces que he hablado con su padre desde que se supo este asunto, nunca me presentó alguna circunstancia atenuante? -antes de que pudiera interrumpirlo añadió-: ¿No le parece que es extraordinario que nunca me haya mencionado esa operación tan importante?

– Él nunca la habría mencionado -le replicó irritada por el tono desdeñoso de su voz-. Él nunca lo habría dicho porque… -sintió como se comenzaba a sonrojar-, porque él sabe que… este… él sabe que yo tenía… un complejo sobre esta operación.

– ¿Es cierto eso? -le preguntó mirando con toda intención hacia la puerta, como indicándole que ya había perdido demasiado tiempo escuchando sus mentiras.

– No estoy mintiendo -le dijo con desesperación, buscando en su mente alguna forma de convencerlo de que le decía la verdad-. El doctor McAllen… él es mi médico en Inglaterra -le declaró, pensando que no podría dudar de la palabra del doctor McAllen-. Él sabe todo sobre mí. Él puede… -de repente se detuvo anonadada.

– ¿Él puede qué?

– Bueno, si estuviera aquí -le dijo desanimada-, él podría contarle todo sobre… sólo que…

– ¿Sólo qué? -repitió él con ese tono cínico que odiaba.

– Sólo que en estos momentos está de vacaciones.

– ¡Qué lamentable! ¿Qué le parece si le escribo a su médico en Suecia? -le sugirió-. Estoy seguro de que no estará lo bastante ocupado para no poder hacerme una pequeña nota confirmándomelo. Aunque, por supuesto, para eso primero tendría que escribirle a usted para pedirle permiso y describirme los detalles. Claro que eso no tomaría más que dos o tres semanas para intercambiar cartas, y mientras tanto quizá ya yo me hubiera olvidado de todo lo relacionado respecto a tomar medidas legales contra su padre.

Aturdida por la forma de pensar que él tenía, Devon lo miró y comprendió que había perdido su tiempo. Grant Harrington sólo tenía otra palabra que decirle y lo hizo, sin tomarse la molestia de ser cortés, señalándole hacia la puerta.

– ¡Fuera!

– Por favor -le suplicó sin saber qué hacer; su padre se había sacrificado tanto por ella que no podía fallarle-. Por favor, no lo denuncie; la prisión lo mataría y… mi padre no tomó el dinero para él… la deuda es mía.

Él la miró con arrogancia y el tono de su voz fue tan frío como la mirada en sus ojos.

– ¿Así que usted me va a pagar?

– ¿Pagarle?…

– Usted dijo que la deuda era suya.

– Trabajaré -le dijo de inmediato, pensando que había encontrado una grieta en la pared que se encontraba frente a ella-. Trabajaré duro… trabajaré para usted si…

– No si yo puedo evitarlo -fue su respuesta sarcástica y mientras la miraba de forma insultante, le dijo con lentitud-: ¿Qué tipo de trabajo tiene en mente? ¿Su médico le dijo que ya puede hacer ese tipo de… este… gimnasia?

Durante un momento, Devon no lo comprendió.

– Él me dijo que debería tener cuidado de no ejercitar demasiado mi… -se detuvo, cuando el significado de sus palabras le cayó como una ducha fría. Aspiró con fuerza y apretó los puños para controlarse-. Me refería a trabajo de oficina -le replicó con frialdad.

– ¿Sabe algo de trabajo de oficina? -¡cómo odiaba todo en ese hombre!-. En realidad, ¿ha trabajado alguna vez?

El único trabajo que conocía era el de la casa y lo odió aún más cuando se vio obligada a confesar.