Ella le deslizó las manos por la espalda hasta acariciar las nalgas más sensuales y masculinas que había visto nunca. Él soltó una carcajada, la tomó de la cara y apretó las caderas contra las suyas.

– Veo que aún no estás preparada para dormir.

– No me digas que tú sí.

Sam gimió al sentir la erección de Jack.

– Y esta vez cuando hayamos terminado, si sigues sin poder dormir, dímelo.

– No quiero mantenerte despierto toda la noche.

– Tú dímelo -insistió él, besándole los labios-. Y te haré compañía hasta que te duermas.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Lo que quieras.

– Jack…

Una vez más, él se acercó para besarla, y ella lo encontró a mitad de camino. Era lo que ella quería: el desenfreno, la pasión. Sexo frenético y ardiente, justo lo que el médico debería haberle recetado.

Sólo que era como si él la conociera demasiado bien, porque cambió de estrategia, dándole lo único a lo que no se podía resistir: ternura. Una conexión inconmensurable, en cuerpo, mente y alma.

Jack la transportó a un territorio en el que no había estado nunca, algo que la habría aterrado de no haber sentido que él estaba con ella, igual de perdido y asustado. Y después de alcanzar el éxtasis, mientras trataban de recuperar el aliento, abrazados, Sam se sintió plena, otra sensación que no había experimentado nunca.


Se despertó entre los cálidos y enormes brazos de un hombre. Era una excelente forma de empezar el día, salvo porque la noche anterior se le había incendiado la casa y lugar de trabajo. Pronto, la euforia se transformó en desaliento.

Jack abrió los ojos y la miró apenado mientras le apartaba un mechón de pelo de la cara. El gesto la conmovió profundamente.

Aquel hombre tenía una habilidad especial para hacerla derretir. Era tan maravilloso, tan apasionado, tan sensual y tan ajeno a su futuro…

Era algo que habían acordado desde el primer momento. El único problema era que Sam ya no sabía qué había en su futuro. Sólo sabía que tenía que ir a ver el Wild Cherries de día. Tenía que hacer planes y tomar decisiones.

Aunque le dolía el corazón, se apartó del abrazo de Jack y se levantó lentamente de la cama.

– Tengo que irme.

Él se puso de lado para mirarla. Recostado en aquella cama enorme, era una tentación irresistible.

– ¿Por qué no dejas que te prepare antes el desayuno?

Ella fue hacia el cuarto de baño, recogió su ropa interior y se la puso.

– ¿De verdad sabes usar esa cocina tan elegante?

– ¿Por qué no te quedas y lo averiguas?

– No puedo. Quiero ir al café.

Con un suspiro, Jack se puso en pie.

– Te llevo.

– Puedo tomar un taxi…

– Te llevo -insistió él, acercándose y sujetándola de la cara-. ¿Crees que te dejaría hacer esto sola? ¿Que vayas tú sola a ver cómo ha quedado?

A Sam se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y trató de volverse, pero él la retuvo.

– Vamos a hacer esto juntos -añadió.

– He quedado allí con Lorissa, y Red también viene. No te preocupes.

– Sam…

– No necesito una niñera, Jack.

– Ya me doy cuenta.

Se quedó mirándola en silencio antes de soltarla.

Ella se dio la vuelta, porque no podía controlar la emoción que le causaba. Como no podía ir en albornoz, le pidió prestados una camiseta y unos pantalones. Después de vestirse se volvió y afrontó el doloroso silencio de Jack.

– No tenemos ningún futuro juntos -dijo-. Hablamos de eso el primer día. No lo tenemos y los dos lo sabemos.

Él volvió a mirarla con detenimiento antes de ir al armario para buscar ropa.

– A veces, las cosas cambian, Sam, incluso cuando no quieres que lo hagan.

Ella se quedó estupefacta. Se preguntaba si lo decía en serio o si hablaba llevado por el deseo. Por su experiencia, los planes para el futuro no servían de nada. Las cosas nunca salían como se planeaban. La palabra futuro y todo lo que implicaba, no era más que una utopía absurda.

– Mi futuro es un infierno carbonizado y necesito verlo.

Él se abrochó los vaqueros, se puso una camisa limpia y se volvió a mirarla. Y el mensaje que había en sus ojos la desarmó. No cabía duda de que sentía algo por ella. Y ella también sentía algo por él; algo tan fuerte que, de no tener que lidiar con el incendio, probablemente la dominaría.

– No tiene por qué ser nada tan preconcebido -dijo él.

Tenía que serlo. De otra manera, Sam podía acostumbrarse a aquella cara arrebatadora y a aquellos ojos que la miraban tan a fondo que alcanzaban a ver a la verdadera Samantha. Sabía que no podía bajar la guardia, porque si se dejaba llevar por sus emociones, saldría dañada.

Porque él no se iba a arriesgar; no por ella. Jack era maravilloso, pero por muy ligado que se sintiera a ella en aquel momento, la relación no podía durar. Lo que había entre ellos sólo podía ser un romance pasajero; tórrido y hermoso, sí, pero pasajero.

Era mejor no arriesgarse demasiado, para no acabar con la cara hundida en el fango.

Lorissa se lo había enseñado con sus múltiples fracasos amorosos, y Sam lo había convertido en su mantra. Se obligó a sonreír, aunque sabía que era una sonrisa triste.

– Sam…

– Por favor. Vamos.

Él asintió, notablemente abatido.

– De acuerdo. Pero después hablamos.

No. Después, ella se iría a lamerse las heridas a solas. Así lo había hecho siempre, y así había sobrevivido.

Capítulo 14

En la carretera había un atasco. Aunque no era nada desacostumbrado, Sam estaba tan inquieta que no dejaba de morderse las uñas. Jack había tratado de hablar con ella dos veces, pero se había dado por vencido, porque era incapaz de mantener una conversación, e incluso de pensar, hasta ver qué había quedado del Wild Cherries.

Tal vez no estuviera tan mal como recordaba. Tal vez se hubiera salvado de milagro.

No. Mientras se acercaban vio el edificio, o lo que quedaba de él. Un esqueleto negro y achicharrado. El aparcamiento estaba acordonado, y la furgoneta del inspector de incendios estaba aparcada bloqueando el acceso. Jack frenó en un semáforo y esperó a que se pusiera en verde para girar y aparcar en la calle.

Incapaz de seguir sentada, Sam se bajó del coche. Oyó que Jack maldecía y la llamaba, pero no aminoró el paso. No podía. Había cosas que tenía que hacer sola, y aquélla era una.

Pasó por debajo de la cinta policial y corrió hacia el edificio quemado, pasando por delante del cartel que había pintado años atrás y en el que aún se leía Wild Cherries. Irónicamente, no había sido alcanzado por las llamas.

Respiró profundamente y caminó hacia el que había sido su hogar desde los catorce años. Detrás de la estructura carbonizada, el mar se agitaba y golpeaba la playa como siempre. Un par de surfistas madrugadores caminaban por la orilla, como siempre.

Pero aquel día ella no abriría las puertas de su café. No podría divertirse creando emparedados extravagantes. No subiría a su piso para tumbarse a descansar en el sofá.

En aquel momento tomó conciencia de lo que había perdido. La tabla de surf, el cepillo de dientes, sus pijamas favoritos, el álbum de fotos de sus padres…

Lo había perdido todo. Se le estremeció el corazón.

Se dijo que aquella pérdida no era nada en comparación con las anteriores. Podía empezar de nuevo, encontrar otro lugar, comprarse otro cepillo de dientes.

Lo que no podía comprar era una nueva vida. Había tenido suerte. Aunque se le partía el corazón, se repitió una y otra vez que tenía suerte de estar viva a medida que se iba acercando al edificio en ruinas.

Intentó entrar, pero un hombre le cerró el paso. Tenía un uniforme en el que se leía que era inspector de incendios; llevaba una carpeta en la mano y tenía una expresión tan amable que, por algún estúpido motivo, le hizo contener la respiración.

– ¿Es usted la propietaria? -preguntó.

Cuando Sam asintió, él suspiró y se presentó:

– Soy Timothy Adams. Inspector de incendios.

– Samantha O’Ryan.

– Lo siento, señorita O’Ryan, pero el edificio ha quedado irrecuperable.

Ella tragó saliva y contempló el lugar devastado.

– Seguro que ha quedado algo.

– Posiblemente. Pero no puede entrar, hasta que esté apuntalado.

– Pero…

– Sé lo difícil que es.

– ¿Lo sabe? -replicó ella, con un repentino enfado-. ¿De verdad lo sabe?

– Sí. Perdí mi casa en los incendios de San Diego. Y todo lo que estaba dentro, incluidos mis dos perros.

Ella se quedó mirándolo un momento; después cerró los ojos y se dio la vuelta.

– Lo siento -se disculpó, llevándose las manos a la cabeza-. Dios, lo siento tanto… Odio esto.

Sam oyó pasos y abrió los ojos para ver a Jack, que corría hacia ella.

– Sam -dijo, mirándola con desesperación-. Creía que ibas a tratar de entrar…

– No puedo. No es seguro.

Acto seguido, Sam le presentó al inspector de incendios y los dejó hablando mientras se volvía a mirar el desastre.

Recordó que tenía un seguro y se dijo que no había nada que no se pudiera reemplazar. Excepto los recuerdos.

– Jesús, María y José -exclamó Red al llegar al lugar.

Llevaba el pelo suelto y la camisa desabrochada, y como siempre, estaba descalzo, pero para Sam era lo más cercano a un padre.

– Fueron los brownies -murmuró, mientras su tío la abrazaba-. Oh, Red. Es todo culpa mía…

Él le acarició la cabeza.

– Olvídalo. Lo único que importa es que tú estás bien.

Ella se apartó, evitando mirar hacia las ruinas.

– ¿Y qué hay del café?

– Sin duda, tenemos mucho trabajo para limpiar este lío y volver a montarlo.

– ¿Volver a montarlo? No puedo.

– ¿Por qué?

– Porque hace falta dinero.

– Tendrás el dinero del seguro.

– Pero no será suficiente. Era un seguro barato que sólo cubría las instalaciones; el coste de remplazar todo me va a matar…

– Maldita sea, que te ahogas en un vaso de agua.

Red se sacó un papel del bolsillo y se lo dio. Sam lo miró y vio que era un cheque por una ingente suma de dinero.

– ¿Qué es esto?

– Es el dinero que has estado dándome durante los últimos cinco años. Hasta el último centavo.

– ¿Qué? ¿Estás loco? -dijo, tratando de devolvérselo-. No puedo aceptarlo.

– Mira, vuelve a montar el local. Y cuando te recuperes, empezarás a pagarme de nuevo poco a poco, y no creo que te añada intereses.

Ella se quedó mirando sin poder hablar, y él le acarició la nariz y se alejó. Sam contempló el cheque que tenía en la mano, llena de gratitud, desolación y amor.

No estaba sola. Levantó la vista y vio a Jack, de pie junto al edificio, mirándola.

Nunca había estado sola. La idea era tan abrumadora que pidió disculpas a todos, incluida Lorissa, que acababa de llegar y quería abrazarla, y bajó hacia la playa. Aquella franja de arena, mar y rocas había formado parte de su vida desde siempre y seguía allí. Lorissa seguía allí, en lo alto de las dunas. Red seguía allí, sin juzgarla, sin pedirle nada salvo que trabajara duro y se limpiara la nariz.

Y también estaba Jack.

Tardó un momento en darse cuenta de que estaba allí. No sólo en espíritu, sino justo detrás de ella, respetando su necesidad de intimidad, pero ofreciéndole en silencio su fortaleza y su esperanza.

– Sam…

La angustia de su voz le hizo cerrar los ojos.

– Estoy bien. Soy pobre, no tengo casa y me siento algo patética, pero estoy bien.

– Haría lo que fuera para remediar todo esto.

Ella volvió la cabeza y sonrió entre lágrimas.

– Lo sé.

Al verle los ojos húmedos, Jack se acercó y le dio el abrazo que tanto necesitaba.

– Lo he perdido todo -murmuró ella-. Las recetas, la vajilla de mi madre, el traje de baño favorito de mi padre…

A Sam se le escapó un sollozo y no trató de ocultarlo. No tenía que hacerlo; sabía que Jack la iba a abrazar hasta que le pidiera que la soltara.

– Sam, lo siento tanto…

– No te preocupes. Todo se arreglará. Ya me sobrepondré.

Él se echó hacia atrás para mirarla y sonrió.

– Sí, te sobrepondrás.

– Va a ser complicado. Y carísimo.

– Tengo mucho dinero. Considéralo tuyo.

Él ofrecimiento la hizo reír.

– Ni hablar.

– Lo digo en serio.

– Jack… No me refería a eso al decir que sería carísimo.

A Sam le había encantado pasar la noche con él. Y la forma en que la miraba la dejaba siempre sin aliento. Ya no pensaba en él como una aventura pasajera, y estaba dispuesta a decírselo, aunque la idea la aterrara más que perder el café.

– No estás sola, Sam. Quiero que lo sepas.

– Lo sé.

– Quiero decir que tienes a Lorissa y a Red, que te quieren y harían lo que fuera por ti. Y me tienes a mí. Aunque sé que sólo me consideras tu esclavo sexual.