Maxine no había tenido ninguna relación seria después de él. La mayoría de los médicos y psiquiatras que conocía estaban casados, y la vida social de Maxine se limitaba a sus hijos. Durante los últimos cinco años había tenido suficiente con su familia y su trabajo. De vez en cuando quedaba con hombres que conocía, pero no había saltado la chispa con nadie desde Blake. Resultaba difícil superarle. Era irresponsable, informal, desorganizado, un padre inepto a pesar de sus buenas intenciones, y un marido desastroso al final, pero en su opinión no había hombre en el planeta más bueno, más honesto, que tuviera más buen corazón o fuera más divertido. A menudo deseaba tener el valor para ser tan despreocupada y libre como él. Pero ella necesitaba una estructura, unos cimientos firmes, una vida ordenada y no tenía el mismo anhelo que Blake, o sus agallas, para perseguir sus sueños más disparatados. A veces le envidiaba.

No había nada ni en los negocios ni en la vida que fuera demasiado arriesgado para Blake, por ello siempre había tenido tanto éxito. Para eso había que tenerlos bien puestos, y Blake Williams los tenía. Maxine se sentía como un pequeño ratón en comparación con él. A pesar de ser una mujer realizada, lo era a una escala más humana. Era una lástima que su matrimonio no hubiera funcionado, aunque Maxine estaba inmensamente contenta de haber tenido a sus hijos. Eran la alegría y el centro de su vida, y todo lo que necesitaba por ahora. A los cuarenta y dos años, no estaba desesperada por encontrar a otro hombre. Tenía un trabajo gratificante, pacientes por los que se preocupaba mucho y unos hijos preciosos. Por ahora era suficiente, y a veces más que suficiente.

El portero se tocó la gorra cuando Maxine entró en la finca de Park Avenue, a cinco manzanas de su consulta. Era un edificio antiguo, con habitaciones amplias, construido antes de la Segunda Guerra Mundial y de aspecto solemne. Maxine estaba empapada. El viento había vuelto su paraguas del revés y lo había desgarrado poco después de salir de la consulta, así que lo había tirado. La gabardina chorreaba y sus largos cabellos rubios, recogidos en una pulcra coleta, para trabajar, estaban pegados a su cabeza. Ese día no llevaba maquillaje y su cara tenía un aspecto fresco, joven y limpio. Era alta y delgada y parecía más joven de lo que era; Blake a menudo comentaba que tenía unas piernas espectaculares, aunque ella raramente las enseñaba. No solía llevar faldas cortas; su atuendo habitual consistía en pantalones clásicos para trabajar y vaqueros los fines de semanas. No era de la clase de mujeres que se aprovechan de su aspecto para venderse a sí mismas. Era discreta y recatada, y Blake le había dicho a menudo en broma que le recordaba a Lois Lañe. Le quitaba las gafas que se ponía para el ordenador y le soltaba los largos y abundantes cabellos color trigo, e inmediatamente estaba sexy, lo quisiera o no. Maxine era una mujer hermosa, y ella y Blake tenían tres hijos muy guapos. Los cabellos de Blake eran tan oscuros como claros los de ella, y sus ojos tenían el mismo color azul que los de ella. Maxine medía metro ochenta y seis, pero él le sacaba una cabeza. Habían formado una pareja espectacular. Daphne y Jack habían heredado los cabellos azabache de Blake y los ojos azules de sus padres; en cambio, los cabellos de Sam eran rubios como los de su madre y tenía los ojos verdes de su abuelo. Era un niño guapo y todavía lo bastante pequeño para ser cariñoso con su madre.

Maxine subió en el ascensor dejando charcos tras de sí. Entró en el piso, uno de los dos del rellano. Los otros inquilinos se habían jubilado y hacía años que vivían en Florida. No estaban nunca, así que Maxine y los niños no tenían que preocuparse demasiado por el ruido, lo cual era una suerte, con tres niños bajo el mismo techo, dos de ellos varones.

Mientras se quitaba la gabardina en el recibidor y la doblaba sobre el paragüero, Maxine oyó música a todo volumen. También se descalzó, porque tenía los pies empapados, y se rió al ver su reflejo en el espejo. Parecía una rata ahogada, con las mejillas sonrosadas por el frío.

– ¿Qué ha hecho? ¿Volver nadando? -preguntó Zelda, la niñera, al verla en el pasillo. Llevaba una pila de ropa limpia en las manos. Estaba con ellos desde el nacimiento de Jack y era un regalo de Dios para todos ellos-. ¿Por qué no ha cogido un taxi?

– Necesitaba tomar el aire -dijo Maxine sonriendo.

Zelda era regordeta, tenía la cara redonda, los cabellos recogidos en una gruesa trenza y tenía la misma edad que Maxine. No se había casado nunca y ejercía de niñera desde los dieciocho años. Maxine la siguió a la cocina, donde Sam estaba dibujando en la mesa, ya bañado y en pijama. Zelda preparó enseguida una taza de té para su jefa. Siempre era un consuelo encontrarla al volver a casa, sabiendo que lo tenía todo bien organizado. Como Max, era obsesivamente pulcra, y se pasaba el día limpiando detrás de los niños, cocinando para ellos y acompañándolos en coche a donde fuera mientras su madre trabajaba. Maxine la sustituía los fines de semana. En teoría era cuando Zelda tenía el día libre y, aunque le gustaba ir al teatro siempre que podía, normalmente se quedaba en su habitación detrás de la cocina, descansando y leyendo. Toda su lealtad era para los niños y su madre. Hacía doce años que cuidaba de ellos y formaba parte de la familia. No tenía una gran opinión de Blake, al que consideraba guapo y consentido, pero un padre pésimo para sus hijos. Siempre había pensado que los niños se merecían más de lo que él les daba y Maxine no podía decirle que estaba equivocada. Ella quería a Blake. Zelda no.

La cocina estaba decorada con maderas decapadas, superficies de granito beis y un suelo de madera clara. Era una habitación acogedora en la que se reunían todos, y había un sofá y un televisor, donde Zelda veía los culebrones y los programas de entrevistas. Siempre que se presentaba la oportunidad, comentaba lo que había oído en ellos con entusiasmo.

– Hola, mamá -dijo Sam al oír entrar a su madre, mientras dibujaba enfrascado con un lápiz pastel morado.

– Hola, corazón. ¿Cómo te ha ido el día? -Le besó en la cabeza y le alborotó el pelo.

– Bien. Stevie ha vomitado en la escuela -dijo tan fresco, cambiando el lápiz morado por otro verde.

Estaba dibujando una casa, un vaquero y un arco iris. Maxine no vio nada especial en ello, parecía un niño feliz y normal. Añoraba a su padre menos que los otros, ya que nunca había vivido con él. Sus dos hermanos mayores eran ligeramente más conscientes de su pérdida.

– Pobre -comentó Maxine del infortunado Stevie. Esperaba que fuera algo que el niño había comido y no una gripe que circulara por la escuela-. ¿Tú estás bien?

– Sí. -Sam asintió.

Zelda miró dentro del horno y siguió con la cena. Daphne entró en la cocina. Acababa de empezar octavo y a los trece años su cuerpo estaba desarrollando nuevas curvas. Los tres niños iban a la escuela Dalton y Maxine estaba muy contenta con ella.

– ¿Me prestas tu jersey negro? -preguntó Daphne, cogiendo un poco de manzana del plato del que Sam había estado comiendo.

– ¿Cuál? -Maxine la miró con cautela.

– El que tiene piel blanca. Emma da una fiesta esta noche -dijo Daphne despreocupada, intentando fingir que no le importaba, aunque era obvio que sí. Era viernes, y últimamente había fiestas casi todos los fines de semana.

– Es un jersey muy llamativo para una fiesta en casa de Emma. ¿Qué tipo de fiesta? ¿Con chicos?

– Bueno… sí… puede… -dijo Daphne, y Maxine sonrió.

Ya te daré «puede». Su madre sabía perfectamente que Daphne conocía todos los detalles de la fiesta. Y con el jersey nuevo de Valentino de Maxine pretendía impresionar a alguien, seguro que a un chico de octavo.

– ¿No te parece que ese jersey te hará demasiado mayor? ¿Por qué no otra cosa?

Aún no lo había estrenado. Estaba haciendo sugerencias cuando entró Jack, todavía con zapatillas de deporte. En cuanto las vio, Zelda gritó y señaló los pies del chico.

– ¡Quita eso de mi suelo! ¡Sácatelas ahora mismo! -ordenó, y él se sentó en el suelo y se descalzó, sonriendo.

Zelda se hacía obedecer, no había que preocuparse por eso.

– Hoy no has jugado, ¿verdad? -preguntó Maxine, mientras se agachaba para besar a su hijo. Siempre estaba practicando algún deporte o pegado al ordenador. Era el experto en informática de la familia, y siempre ayudaba a Maxine y a su hermana con sus ordenadores. No había problema que lo asustara y los resolvía todos con facilidad.

– Lo han suspendido por la lluvia.

– Me lo imaginaba. -Ya que los tenía a todos juntos, les habló de los planes de Blake para Acción de Gracias-. Vuestro padre quiere que vayáis todos a cenar la noche de Acción de Gracias. Creo que estará aquí el fin de semana. Os podéis quedar en su casa si os apetece -dijo sin darle importancia.

Blake había preparado unas habitaciones fabulosas para ellos en su ático del piso quince, llenas de obras de arte contemporáneo impresionantes, y un equipo de vídeo y estéreo de última generación. Los niños tenían una vista increíble de la ciudad desde sus habitaciones, un cine donde podían ver películas, una sala de juegos con mesa de billar y todos los juegos electrónicos habidos y por haber. Les encantaba quedarse en casa de su padre.

– ¿Tú también vendrás? -preguntó Sam, levantando la cabeza del dibujo. Prefería que estuviera su madre. En cierto modo, su padre era un desconocido para él y estaba más contento si tenía a su madre cerca. Pocas veces pasaba la noche allí, aunque Jack y Daphne sí lo hicieran.

– Puede que vaya a cenar, si queréis. Iremos a almorzar a casa de los abuelos, así que estaré saturada de pavo. Lo pasaréis bien con vuestro padre.

– ¿Llevará a una amiga? -preguntó Sam, y Maxine se dio cuenta de que no tenía ni idea.

A menudo, cuando invitaba a sus hijos, Blake estaba saliendo con alguna mujer. Siempre eran jóvenes, y a veces los niños lo pasaban bien con ellas, aunque, en general, Maxine sabía que consideraban una intrusión su carrusel de mujeres, sobre todo Daphne, que prefería ser la mujer protagonista en la vida de su padre. Para ella, era un hombre fantástico. Y últimamente su madre lo era cada día menos, algo normal a su edad. Maxine veía constantemente a niñas adolescentes que odiaban a sus madres. Se les pasaba con el tiempo, y todavía no le preocupaba.

– No sé si va a llevar a alguien o no -dijo Maxine, mientras Zelda hacía un ruidito burlón de desaprobación desde la cocina.

– La última era una tonta del bote -comentó Daphne, y salió de la cocina para registrar el armario de su madre.

Los dormitorios estaban uno al lado del otro a lo largo del pasillo y a Maxine le gustaba así. Prefería estar cerca de ellos, y Sam a menudo se metía en su cama por la noche con la excusa de que tenía pesadillas. La mayoría de las veces simplemente deseaba acurrucarse contra ella.

Aparte de esto, tenían un salón espacioso, un comedor lo bastante grande para ellos y un pequeño estudio donde Maxine solía quedarse a trabajar, escribiendo artículos, preparando conferencias o investigando. Su piso no se podía comparar con el lujo opulento del de Blake, que parecía una nave espacial posada en la cima del mundo, pero era acogedor y cálido, y desprendía el ambiente de un verdadero hogar.

Cuando Maxine entró en su habitación para secarse el pelo, encontró a Daphne repasando metódicamente su armario. Había encontrado un jersey blanco de cachemira y unos zapatos de tacón, unos Manolo Blahnik negros de piel, en punta y con tacón de aguja, que su madre no se ponía casi nunca. Maxine ya era bastante alta, y solo había podido ponerse tacones así cuando estaba casada con Blake.

– Son demasiado altos para ti -advirtió Maxine-. Casi me maté la última vez que me los puse. Busca otros.

– Mammmmá… -gimió Daphne-. Estos me quedarán fantásticos.

En opinión de Maxine, eran demasiado sofisticados para una niña de trece años, pero Daphne aparentaba quince o dieciséis, así que podía permitírselo. Era una chica preciosa, con los rasgos de su madre, la piel clara y los cabellos color azabache de su padre.

– Debe de ser una fiesta por todo lo alto la de esta noche en casa de Emma. -Maxine sonrió-. Chicos guapos, ¿eh?

Daphne puso cara de exasperación y salió de la habitación, con lo que no hizo más que confirmar lo que había dicho su madre. A Maxine le daba un poco de miedo pensar en cómo sería su vida cuando los chicos entraran en escena. Hasta ese momento los niños habían sido fáciles, pero ella sabía mejor que nadie que eso no duraría eternamente. Y si la cosa se ponía fea, tendría que solucionarlo sola. Como siempre.

Maxine se duchó y se puso una bata de franela. Media hora después, ella y sus hijos estaban sentados a la mesa de la cocina, mientras Zelda les servía una cena de pollo asado, patatas al horno y ensalada. Cocinaba comidas sabrosas y nutritivas, y todos estaban de acuerdo en que sus brownies, sus galletas de canela y sus panqueques eran los mejores del mundo. Maxine pensaba a veces con tristeza que Zelda habría sido una gran madre, pero no había ningún hombre en su vida ni lo había habido en mucho tiempo. A los cuarenta y dos años lo más probable era que esa oportunidad hubiera pasado de largo. Al menos podía querer a los hijos de Maxine.