Tanya no sabía qué la inquietaba más, la despedida de Jason o su posterior viaje. Por supuesto, ella se llevaba muchas menos cosas que su hijo mayor. Y es que Tanya únicamente iba a trabajar. Solo preparó una bolsa de viaje y una pequeña maleta donde metió algunos zapatos deportivos, varias sudaderas y unos cuantos vaqueros. Después de pensárselo un buen rato, decidió coger también un par de pantalones algo más elegantes, dos jerséis de cachemir y un vestido de fiesta de color negro. Cabía la posibilidad de que tuviera que asistir a algún acto formal con el equipo de rodaje. En la maleta, metió también un montón de fotos de los niños con sus respectivos marcos para llenar el bungalow del hotel Beverly Hills. La habían informado de que se alojaría en el bungalow número 2, así que ese iba a ser su hogar durante los siguientes meses. El bungalow constaba de dos habitaciones -la segunda la utilizaría en caso de que sus hijos quisieran visitarla-, un pequeño despacho, una salita de estar y un comedor que incluía una cocina y una despensa. Tanya llevaba veinte años sin vivir sola y no podía imaginarse cocinando solo para ella. Peter restaba importancia a la separación y le decía que era como si volviesen a la universidad.
Peter no flaqueó en ningún momento y seguía insistiendo en que era una de las cosas más increíbles que le habían ocurrido en la vida. A Tanya le habría gustado estar de acuerdo, pero en aquel momento solo podía pensar en lo mucho que iba a echar de menos a sus hijos y a su marido. De no haber firmado ya el contrato y haber cobrado el cheque, se habría echado atrás.
Walt había llegado a temer que Tanya rechazara la oferta, así que al conocer su decisión se mostró encantado de que por fin hubiera entrado en razón. Rápidamente telefoneó a Peter para asegurarle que era un héroe por haber conseguido convencerla y por dejar que se marchara. Lo definió como todo un hombre, por su fuerza, integridad y dignidad. En eso, Tanya sí estaba de acuerdo. Peter había antepuesto el interés de su esposa al suyo e incluso al de la familia. No había dudado en ningún momento de que pasara lo que pasase, tanto las mellizas como él se las arreglarían. Y así se lo había repetido una y otra vez a sus hijas. Molly había prometido que haría todo lo que estuviera en su mano para ayudar. Sin embargo, aquellos últimos días estaba más llorosa y se pasaba el día pegada a su madre, ofreciéndose para ayudarla con la maleta o para hacer recados. Quería estar con Tanya en todo momento, lo que recordó a su madre lo inseparables que habían sido cuando Molly era una niña. Megan siempre había sido más independiente.
De camino a Santa Bárbara, Megan mantuvo su mutismo; no dirigió la palabra a su madre y se quedó mirando por la ventanilla. Molly, por el contrario, no le soltó la mano.
Minutos antes, cuando Tanya había visto la furgoneta que habían alquilado cargada con todos los trastos de Jason y sus dos pequeñas maletas -ella no necesitaba mucho equipaje porque tenía la intención de regresar cada fin de semana-, se le había caído el alma a los pies.
Alice Weinberg, una mujer alta, delgada y morena, con un físico parecido al de Molly, era vecina de los Harris desde siempre y amiga de Tanya desde hacía dieciséis años. Se acercó para despedirse de Tanya y de Jason. Cogiéndola por los hombros, le dijo abiertamente que sentía una enorme envidia por su futura vida como guionista de Hollywood. El marido de Alice -que había sido socio de Peter en el bufete- había muerto de un ataque al corazón mientras jugaba a tenis dos años atrás con solo cuarenta y siete años. Pero Alice había salido adelante. Sus dos hijos ya estaban en la universidad y había abierto una galería de arte en Mill Valley. Según ella era una forma de tener un objetivo en la vida, pero no tenía nada que ver con la aventura en la que Tanya iba a embarcarse. Las dos mujeres se abrazaron.
– ¡Llámame y cuéntame a quién conoces por allí! -gritó Alice a través de la ventanilla bajada de la cargada camioneta, al tiempo que Peter arrancaba.
Mientras se alejaban, Tanya movió la mano en señal de despedida. Desde julio habían compartido innumerables tazas de té en la cocina comentando los planes de Tanya. Aunque Alice ya no solía estar tanto en casa -siempre estaba en reuniones con artistas, en exposiciones o buscando en ferias de arte pintores emergentes o nuevas obras-, le había asegurado que echaría un vistazo a las mellizas. Lo cierto era que Alice, a sus cuarenta y ocho años -casi dos años más que Peter y seis más que Tanya- parecía diez años más joven que cuando vivía su marido. Había perdido mucho peso, se había operado las patas de gallo y se había teñido el cabello. Le hacía ilusión volver a salir y Tanya sabía que había estado viéndose con un par de jóvenes artistas. Sin embargo, insistía en que echaba muchísimo de menos a Jim y que nunca habría nadie como él.
Con su aspecto juvenil y cálido, Alice les dijo adiós con la mano.
– ¡Cuídate, Jason! -gritó Alice, quien al ver que se marchaban, se acordó del día en el que sus hijos se fueron a la universidad-. ¡No olvides llamar a James!
El hijo de Alice también estaba estudiando en la Universidad de Santa Bárbara, mientras que su hija había ido a Pepperdine en Malibú. Melissa estaba ya en los cursos superiores y James empezaba el segundo curso aquel año, así que Jason podría contar con alguien para que le enseñase cómo funcionaba todo. El hijo mayor de Tanya le había escrito ya un correo y había hecho lo mismo con su compañero de habitación, un chico de Dallas llamado George Michael Hughes que había jugado a lacrosse en el instituto y quería intentar meterse en el equipo de la universidad.
Fue un viaje caluroso e incómodo. El aire acondicionado no funcionaba y llevaban las cosas de Jason apiladas entre ellos, pero a Tanya no le importaba en absoluto. Estaba feliz de encontrarse con sus hijos.
Tardaron ocho horas en llegar y pararon dos veces por el camino porque Jason siempre tenía hambre. Las chicas no tenían tanto apetito como su hermano y Tanya no pudo probar bocado, demasiado preocupada por dejar a Jason primero y a Peter y a las chicas después. Se sentía como si estuviera perdiéndoles a todos de golpe, aunque, tal como puntualizó Megan cuando se bajaron frente al Biltmore, exhaustos, eran ellos los que la estaban perdiendo a ella.
– Iré a casa los fines de semana, Meg -le recordó de nuevo Tanya.
– Sí, mamá, lo que tú digas -contestó Megan con expresión hosca, y se marchó inmediatamente.
Todavía no la había perdonado. Quizá nunca lo haría. Tanya empezaba a temer que los siguientes meses la marcaran de por vida, pero su sentimiento de culpa hacía que tolerase las acusaciones de Megan hasta un punto que no habría aceptado en otras circunstancias. Fue un fin de semana difícil. Aunque no para Jason, que estaba entusiasmado por empezar la universidad.
Se instalaron en el hotel, cenaron en un restaurante de la ciudad y, al día siguiente, almorzaron temprano en el Coral Casino frente al hotel, ya que Jason tenía que estar en la residencia a partir de las dos de la tarde. En cuanto llegaron a la universidad, Jason desapareció en busca de sus amigos. Sus padres se quedaron en su dormitorio. Peter instaló el ordenador y el equipo de música y Tanya le hizo la cama mientras retenía las lágrimas. Su pequeño se iba de casa… y lo peor de todo, ella también. Era una sensación extraña para todos. Vaciaron la bolsa de lona del chico y para cuando este regresó acompañado de James Weinberg, ya se lo habían ordenado todo. Resultó que James vivía en la residencia de al lado y ya le había presentado a media docena de chicas.
Jason y su ex novia se habían despedido entre lágrimas antes de su marcha. Después de cuatro años saliendo juntos en el instituto, iban a ser libres por primera vez. Ella estudiaría en la American University en la ciudad de Washingon, y habían prometido mantenerse en contacto por e-mail. Aunque Jason la había echado de menos durante el verano, estaba deseoso de ser libre después de una relación tan larga; para él todo era nuevo y excitante. Tanya opinaba que la ruptura había sido increíblemente madura para la edad que tenían y le parecía admirable lo bien que lo llevaban los dos y lo amables que habían sido el uno con el otro después de dejarlo.
– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó Peter a su hijo paseando la mirada por el dormitorio antes de marcharse.
Tanya y sus hijas querían quedarse un rato con Jason, pero era evidente que el chico estaba deseando que se marcharan. En veinte minutos debía asistir a una reunión informativa y por la noche tenía una barbacoa para los recién llegados. Se moría de ganas de embarcarse en su nueva vida, por ello no pareció precisamente destrozado cuando los miembros de su familia salieron de su nueva residencia.
Se quedaron todos de pie sobre el césped que se extendía frente a la residencia y Jason se despidió dando un beso a las mujeres y un fuerte abrazo a su padre. Sus hermanas contuvieron las lágrimas, pero Tanya rompió a llorar. Le abrazó con fuerza un instante e insistió en que la llamase para cualquier cosa que necesitara. Le recordó que durante toda la semana solo estarían a hora y media de distancia y que podía acercarse en cualquier momento si tenía algún apuro. Jason se echó a reír.
– No te preocupes, mamá, estaré bien. Seré yo quien vaya a verte muy pronto.
– Puedes quedarte a dormir si quieres -dijo esperanzada.
Le iba a echar tantísimo de menos… Era el primero de sus hijos en abandonar el hogar.
Todavía estuvieron charlando un rato, pero después Jason se marchó siguiendo a James. Era un hombre independiente.
Tanya acompañó lentamente a Peter y a las chicas hasta la camioneta. La limusina les había seguido desde el hotel y la esperaba en el aparcamiento. Tanya no sabía qué decir. Lo único que quería era tenerles cerca, abrazarles, tocarles. Si apenas había podido soportar despedirse de Jason, ¿cómo iba a resistir aquella despedida? Le resultaba casi insufrible tener que decir adiós a las mellizas. Cuando Peter abrió la puerta de la camioneta, se echó a llorar de nuevo.
– Vamos, cariño -dijo él amablemente-. Jason estará bien y nosotros también.
La rodeó con el brazo y la atrajo hacia él, mientras las dos chicas apartaban la vista. No estaban acostumbradas a ver llorar a su madre, aunque no hacía otra cosa desde hacía unas semanas, y particularmente ese día. Las chicas también habían llorado lo suyo.
– Odio todo esto. No sé por qué dejé que me convencieras. No quiero escribir ese estúpido guión -dijo llorando como una cría mientras Molly le tendía un paquete de pañuelos de papel para que pudiera sonarse la nariz.
Sonrió a sus hijas, tan altas, tan morenas. Los alumnos se habían fijado en las mellizas desde que llegaron al campus y parecieron muy desilusionados al descubrir que no eran de las nuevas. A Megan le pareció una universidad genial. Y la primera opción de Molly era ahora la Universidad del Sur de California.
– Estarás bien -le aseguró Peter de nuevo.
Eran ya más de las cuatro y no iban a llegar a Marin hasta pasada la medianoche. La distancia que tenía que recorrer Tanya hasta Los Ángeles era mucho más corta pero lo único que quería en aquel momento era volver con ellos a casa. Incluso se le pasó por la cabeza hacerlo y volar hasta Los Ángeles a primera hora de la mañana. Sin embargo, solo era una forma de prolongar la agonía. Además, había quedado con Douglas Wayne para desayunar a las ocho de la mañana, lo que la obligaría a coger un vuelo a las seis. Era una tontería. No tenía más remedio que despedirse de su marido y de sus hijas en aquel momento. Decir adiós a Jason habría sido más que suficiente. Aquello era mucho peor.
– Está bien, chicas -dijo Peter volviéndose hacia sus hijas-. Despedíos de vuestra madre. Será mejor que nos vayamos.
La acompañaron hasta la limusina donde la aguardaba el chófer con aire aburrido. El coche parecía medir veinte metros de largo y dentro había luces de colores y un sofá.
– ¡Qué horror! -comentó Megan con cara de asco mirando el coche y después a su madre.
En aquellos dos meses, no había cedido ni un milímetro en su postura y cuando Tanya se acercó a ella para abrazarla, Megan le lanzó una dura mirada y dio un paso atrás. Casi le rompió el corazón.
– Meg, di adiós a tu madre como es debido -la regañó Peter con firmeza, después de mirarla y hacer un gesto negativo con la cabeza.
No iban a moverse hasta que lo hiciera. A regañadientes, abrazó a su madre, que lloraba desconsoladamente mientras besaba y abrazaba primero a Megan y después a Molly. Esta última la abrazó con fuerza y se echó a llorar ella también.
– Te voy a echar tanto de menos, mamá -dijo mientras las dos se fundían en un abrazo y Peter les daba palmaditas en la espalda.
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