Sin embargo durante esas horas de espera las recriminaciones brotaban de los labios de todos.

– Debí haber puesto mayor empeño para hacer las paces con él -se reprochó Michael.

– No debí haberlo alentado a que se presentara a una prueba -admitió Bess.

– No debí haberlo puesto en contacto con esa maldita banda -dijo Gil.

– No debí haberle dado el dinero para que se comprara la camioneta -se arrepintió Stella.

Hacia las diez de la noche todos estaban exhaustos. Randy permanecía estable y su ritmo cardíaco era regular. Sin embargo lo mantuvieron en la unidad de cuidados intensivos, donde sólo le permitían recibir una visita de cinco minutos cada hora.

– ¿Por qué no os vais todos a casa y descansáis un poco? -sugirió Michael.

– ¿Y tú? -preguntó Bess.

– Echaré una cabezada en la sala de espera.

– Michael…

– Haz lo que te digo. Procura dormir. Nos veremos por la mañana. Stella, Gil, marchaos también, por favor. Os llamaré si hay alguna novedad.

Todos se fueron de mala gana.

Una enfermera entregó una almohada y una manta a Michael, que se acostó en el sofá con la certeza de que le avisarían si Randy experimentaba algún cambio. Despertó con la sensación de que había dormido muy poco y se incorporó de golpe al ver que su reloj marcaba las cinco y media de la madrugada. Tras frotarse la cara y atusarse el cabello, se puso en pie y dobló la manta.

En el puesto de enfermeras preguntó por Randy.

– Ha dormido toda la noche de un tirón y parece que evoluciona bien.

Debían transcurrir algo menos de doce horas antes de que estuviera completamente a salvo. Michael se estiró y se dirigió al baño, donde se lavó la cara con agua fría, se enjuagó la boca, se peinó y metió los faldones de la camisa en el pantalón. Llevaba la misma ropa que el día anterior. Parecían haber pasado siglos desde que se la había puesto para ir al hospital y reunirse con Bess, Lisa y la recién nacida. Se preguntó cómo estarían. La pobre Lisa había sufrido una conmoción al enterarse de la noticia, pero había actuado con firmeza y determinación hasta que le concedieron permiso para enseñar la niña a Randy. Aunque en ningún momento dijo que temía que su hermano muriera, quería verlo por esa razón.

Michael se detuvo ante la puerta de vidrio de la habitación de Randy y lo miró dormir.

Diez horas más. Sólo diez horas.

Caminó hasta la ventana y miró hacia afuera con las manos entrelazadas a la espalda. Qué ironía que sus dos hijos estuvieran en el mismo hospital, una para alumbrar una nueva vida, el otro con la vida pendida de un hilo.

Reflexionaba sobre ello mientras el amanecer despuntaba sobre el valle del St. Croix e iluminaba el río, los barcos anclados, los arces tupidos que lo bordeaban y la docena de campanarios de iglesia de Stillwater. Mañana de domingo a finales de agosto. Los lugareños pronto se levantarían y vestirían para asistir a misa, los turistas inundarían tiendas de antigüedades, comprarían helados y caminarían por los muelles. Los más acomodados despertarían en sus yates de placer y subirían a cubierta para esperar que se levantara la niebla del St. Croix mientras decidían en qué restaurante comerían. Al mediodía Mark acudiría al hospital para llevar a casa a Lisa y Natalie.

Y cuatro horas después -¡Por favor, Dios!-, Bess y él harían lo mismo con Randy.

Como si el pensamiento hubiera penetrado en su sueño, Randy abrió los ojos y vio a su padre junto a la ventana.

– Papá.

Michael se dio la vuelta, se acercó a su cama y le cogió la mano.

– Lo he logrado.

– Sí -repuso su padre con la voz quebrada por la emoción.

Si Randy ignoraba que le faltaban diez horas más para quedar fuera de peligro, Michael no pensaba desilusionarlo.

– ¿Has estado aquí toda la noche?

– He dormido un poco.

– Has estado a mi lado toda la noche.

Michael le pasó el pulgar por el dorso de la mano y esbozó una sonrisa.

– Todos pensabais que me iba a morir, ¿eh? -añadió Randy-. Por eso Lisa trajo a la niña para que la viera, y por eso vinieron la abuela y Maryann.

– Era una posibilidad…

– Lamento haberte hecho pasar este mal rato.

– A veces hacemos sufrir a los que amamos, aunque no sea ésa nuestra intención.

Se miraron fijamente con la convicción de que estaban dispuestos a entablar una buena relación.

– ¿Dónde está mamá?

– La persuadí de que fuera a casa para dormir un poco.

– Conque vais a volver a casaros.

– ¿Te parece bien?

– ¿Estáis enamorados?

– Locamente.

– Entonces me parece estupendo.

– Tendremos que resolver algunas cosas.

– ¿Cuáles?

– Primero debes ponerte bien y, luego decidiremos dónde vamos a vivir los tres.

– Yo puedo vivir en cualquier lugar.

Tú vivirás con nosotros, se prometió Michael al comprender que la resolución que Bess y él habían adoptado respecto a la necesidad de que Randy se independizara debería esperar un tiempo. La idea le infundió una gran esperanza y una sensación de paz interior.

– Quiero que sepas que nunca te abandonaremos.

– Tú jamás me has abandonado -repuso Randy-. No eran más que imaginaciones mías. De todos modos lo que ha sucedido hará que asiente por fin la cabeza.

Michael se inclinó sobre su hijo y lo miró a los ojos.

– Estaremos siempre contigo, para lo que necesites y durante el tiempo que haga falta. Ahora debo irme. Ya han pasado los cinco minutos. Necesito una ducha, afeitarme y cambiarme de ropa. Llamaré a tu madre y después pasaré por casa.

Randy observó la expresión de cansancio en la cara de su padre. El traje arrugado y la barba incipiente daban testimonio de su noche de vigilia. De pronto se estremeció al comprender que debía de ser muy difícil ser padre, algo que jamás se había planteado. Tengo que crecer, pensó. Tras los acontecimientos de las últimas doce horas se sentía un poco asustado. ¿Y si tengo un hijo algún día y me hace pasar por todo esto?, se preguntó.

– Papá…

Michael se volvió hacia él.

– No me has mandado al infierno por haber tomado cocaína -añadió Randy.

– Oh, sí, lo he hecho…, una docena de veces mientras luchabas por tu vida, pero no en voz alta.

– No volveré a probarla, lo prometo. Quiero ponerme bien y ser feliz.

Michael le acarició la cabeza.

– Es lo que todos queremos, hijo. -Se inclinó para besarlo en la mejilla-. Volveré pronto. Te quiero.

– Yo también te quiero -afirmó Randy.

Con estas palabras se disolvió otra partícula de dolor; se abrió otra ventana de esperanza. Otro rayo de sol iluminó el futuro de todos ellos cuando Michael se inclinó para abrazar a su hijo antes de salir.


Dieron de alta a Randy a última hora de la tarde. Su padre y su madre salieron con él del hospital a la luz crepuscular bajo un cielo azul cobalto. Abajo, en la playa pública del lago Lily, algunas familias asaban carne y advertían a sus hijos a voz en grito que tuvieran cuidado en el agua. Al otro lado de la calle, un grupo de niños jugaba con pelotas de trapo. Un par de manzanas al norte, en Greeley Street, una hilera de golosos de todas las edades aguardaba su turno ante una heladería. Los turistas cargaban sus botes en los coches atestados para regresar a la ciudad; y los residentes de Stillwater anhelaban que llegara el invierno para recuperar las calles.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Michael, sentado al volante de su Cadillac Seville.

– Estoy muerta de hambre -admitió Bess-. ¿Qué os parece si compramos unos bocadillos y los comemos a la orilla del río?

Michael se dio la vuelta para mirar a Randy, que estaba en el asiento trasero.

– Estupendo -afirmó el muchacho.

Así, sortearon el último obstáculo en su camino de regreso a la vida familiar.


Seis semanas después, en un día del veranillo de San Martín, a mediados de octubre, Bess y Michael se casaron ante el juez y renovaron sus votos matrimoniales en la rectoría de la iglesia católica de St. Mary, en una sencilla ceremonia simbólica oficiada por el mismo sacerdote que los había unido en matrimonio veintidós años atrás.

Después de besar la estola y colgársela alrededor del cuello, el padre Moore abrió el devocionario y sonrió a los esposos.

– Bueno… aquí estamos otra vez.

Su comentario provocó sonrisas en los presentes: Bess, que resplandecía de felicidad; Michael, que irradiaba esperanza; Lisa, cuyo rostro reflejaba satisfacción; Stella, que se mostraba complacida, y Randy, que permanecía expectante. También habían acudido Natalie, que estaba en los brazos de su padre, y Gil Harwood.

– ¿Quién acompaña a esta mujer en la reafirmación de sus votos? -preguntó el cura.

– Nosotros -contestaron Lisa y Randy a la vez.

Cuando los esposos repitieron las palabras «hasta que la muerte nos separe», sus ojos brillaban con la misma sinceridad con que las habían pronunciado por primera vez muchos años atrás.

– Por el pasado y el futuro, confirmo vuestras promesas matrimoniales -afirmó el padre Moore.

Lisa y Randy intercambiaron una mirada sin dejar de sonreír.

Después de la ceremonia, la pequeña comitiva cenó en un restaurante con vistas a un precioso huerto cercado. En la mesa reservada unas tarjetas indicaban el lugar donde debía sentarse cada uno. La de los recién casados rezaba: «Señor y Señora Curran.»

Cuando tomaron asiento, Michael la cogió y se la tendió a Bess.

– ¡Exacto, y esta vez será para siempre! -exclamó antes de besarla en los labios.

Como en toda relación que se desea conservar, ese otoño agridulce todos debían esforzarse por limar asperezas. Randy aceptó renunciar a su estilo de vida, sus amigos y las drogas en su búsqueda de la fortaleza interior. Durante ese período fue preciso reconocer culpas, miedos y errores pasados para poder erradicarlos. Michael y Bess se sentían en ocasiones frustrados por vivir con un hijo adulto cuando estaban impacientes por gozar de una privacidad absoluta. Como pareja, se veían obligados a adaptarse de nuevo a la vida matrimonial y hacer concesiones mutuas.

Sin embargo también había alegrías, como cuando Randy les presentó a su nuevo amigo, Steve, a quien había conocido en la terapia y que quería formar una banda que tocara en los colegios y difundiera el mensaje: «¡Decid no a la droga!»

Era una delicia cenar los tres juntos, compartir las tareas domésticas. Se sentían alborozados cuando Lisa y Mark los visitaban con Natalie. Randy pronto aprendió a cambiar los pañales de su sobrina.

Un día Randy anunció:

– He conseguido un empleo en una tienda. Venderé instrumentos y daré lecciones de percusión a los chicos. Pagan una miseria, pero estar sentado y tocar jazz cuando me apetezca no puede considerarse un trabajo.

Otro día Bess se compró un par de tejanos. Los llevaba puestos cuando Michael llegó a casa del trabajo y la encontró en la cocina. Le tocaba a ella cocinar y preparaba una salsa de queso parmesano para los tortellini. Bess picaba ajo cuando Michael se detuvo en el umbral y arrojó las llaves del coche sobre la mesa.

– ¡Vaya! -exclamó con admiración-. ¡Mira qué se ha puesto mi novia!

Ella le sonrió por encima del hombro y se pellizcó las caderas.

– ¿Qué te parece?

Sin quitarse el abrigo, Michael se acercó a ella y le observó las piernas.

– Te quedan muy bien.

– En realidad eso es lo de menos. Lo que importa es que me siento a gusto con ellos.

– Veamos… -Michael deslizó las manos por los ajustados tejanos mientras la besaba en el cuello-. Creo que tienes razón… -murmuró.

Bess soltó una risita.

– Michael, estoy picando ajo…

– Sí, ya lo huelo. Apesta.

La obligó a volverse, la atrajo hacia sí y colocó las manos sobre sus nalgas. Bess aún sostenía el cuchillo cuando se dieron un beso prolongado.

– ¿Cómo te ha ido el día? -preguntó Bess después.

– Bastante bien. ¿Y a ti?

– Aburrido. Esta es la mejor parte.

– Bien, puedo mejorarla aún más si apagas los fogones y sueltas el cuchillo.

– Hummm…

Bess dejó caer el cuchillo al suelo y tendió la mano en busca de los botones de la cocina.

Y en ese instante se abrió la puerta del apartamento.

Michael echó la cabeza hacia atrás con fastidio.

– ¡Oh, mierda! -masculló.

– Bueno, bueno… -dijo Bess con dulzura-. Tú querías que viviera aquí, ¿no?

– Pero no me gusta que aparezca cuando estamos a punto de hacer el amor en la cocina.

Bess se echó a reír.

– Mamá, papá… hola -saludó Randy desde el umbral-. Espero no interrumpir. Traigo un invitado para cenar.

Tomó de la mano a su acompañante y lo hizo avanzar. Una muchacha muy hermosa de cabellos oscuros era la causa de la alegría de Randy.