La hermana Mary Magdalen era una leona en las calles, defendiendo a las personas que le importaban, pero un gatito en sociedad. No recordaba haberla visto nunca en una gala. Una de las monjas, vestida con un traje azul, de buen corte, con una cruz de oro en la solapa y el pelo pulcramente corto, era la directora de la escuela de enfermería de la Universidad de San Francisco. Las otras monjas parecían casi modernas y con mucho mundo, sentadas a la mesa, disfrutando de la selecta comida. La hermana Mary Magdalen, o Maggie, como la llamaban sus amigos, se había sentido incómoda la mayor parte de la noche, violenta por estar allí, con la toca algo ladeada porque resbalaba sobre su pelo corto y pelirrojo. Parecía un elfo disfrazado de monja.

– Poco faltó para que no viniera -confesó en voz baja al padre O'Casey-. No me pregunte por qué, pero alguien me dio una entrada. Una trabajadora social con quien trabajo. Ella tenía un compromiso esta noche. Le dije que se la diera a otra persona, pero no quise parecer desagradecida. -Se disculpaba por estar allí; pensaba que debería estar en la calle. Estaba claro que un acontecimiento como aquel no era de su estilo.

– Tómate un descanso, Maggie. Trabajas más que nadie que conozca -dijo el padre O'Casey, magnánimo. El y la hermana Mary Magdalen se conocían desde hacía años, y la admiraba por sus ideas radicalmente caritativas y por su intenso trabajo a pie de calle-. Sin embargo, me sorprende verte con el hábito -añadió, riendo para sus adentros y sir-viéndole una copa de vino, que ella no tocó. Incluso antes de entrar en el convento, a los veintiún años, nunca había bebido ni fumado.

Ella se echó a reír, en respuesta al comentario sobre su ropa.

– Es el único vestido que tengo. Cada día, para trabajar, llevo vaqueros y una sudadera. No necesito ropa elegante para lo que hago. -Miró a las otras tres monjas de la mesa, que parecían amas de casa o profesoras universitarias más que monjas, excepto por la pequeña cruz de oro de la solapa.

– Es bueno que salgas.

Luego se pusieron a hablar acerca de la política de la Iglesia, de la polémica postura que el arzobispo había adoptado recientemente sobre la ordenación de sacerdotes y sobre los últimos pronunciamientos de Roma. A Maggie le interesaba en particular una propuesta ciudadana que estaba evaluando la junta de supervisores y que afectaría a las personas con las que trabajaba en la calle. Opinaba que la ley era limitada e injusta y que perjudicaría a su gente. Maggie era brillante, así que, a los pocos minutos, otros dos sacerdotes y una de las monjas habían entrado en la discusión. Les interesaba lo que ella tenía que decir, ya que sabía más que ellos sobre aquella cuestión.

– Maggie, eres demasiado dura -le recriminó la hermana Dominica, que dirigía la escuela de enfermería-. No podemos resolver de golpe los problemas de todo el mundo.

– Yo trato de resolverlos uno por uno -dijo la hermana Mary Magdalen, humildemente.

Las dos mujeres tenían algo en común, ya que la hermana Maggie se había graduado en enfermería justo antes de entrar en el convento. Descubrió que sus conocimientos eran útiles para aquellos a los que trataba de ayudar. Mientras continuaba la acalorada discusión, se apagaron las luces. La subasta había terminado, se habían servido los postres y Melanie estaba a punto de aparecer en escena. El maestro de ceremonias acababa de anunciarla y la sala fue quedándose en silencio, expectante.

– ¿Quién es? -preguntó, en un susurro, la hermana Mary Magdalen, y el resto de la mesa sonrió.

– La cantante joven más en boga en el mundo. Acaba de ganar un Grammy -murmuró el padre Joe, y la hermana Maggie asintió.

Estaba claro que aquella velada no formaba parte de su mundo. Cuando empezó la música, estaba cansada y con ganas de que se acabara. La orquesta estaba tocando la canción emblemática de la artista; entonces, en medio de una explosión de sonido, luz y color, entró Melanie. Caminó hasta el escenario, como una modelo exquisita, cantando su primera canción.

La hermana Mary Magdalen la observaba, fascinada, como todos los que se encontraban en la sala. Estaban hipnotizados por su belleza y por la asombrosa potencia de su voz. No se oía nada, salvo a ella.

– ¡Uau! -exclamó Seth, mirándola desde un asiento de la primera fila, y dio unas palmaditas en la mano a su esposa. Había hecho un trabajo fantástico. Hasta entonces, estaba distraído y preocupado, pero ahora se mostraba cariñoso y atento con ella-. ¡Joder! ¡Es fantástica! -añadió Seth.

Sarah acababa de ver a Everett, acuclillado justo debajo del escenario, tomando fotos de Melanie mientras actuaba. Estaba tan guapa que quitaba el aliento, con su traje casi invisible. El vestido era casi todo cendal y parecía destellar sobre su piel. Sarah había ido entre bastidores a verla antes de que empezara su actuación. Su madre se estaba ocupando de todo y Jake estaba medio borracho, bebiendo ginebra sola.

Las canciones que Melanie cantaba tenían al público fascinado. Se sentó al borde del escenario para la última, acercándose a ellos, cantando para ellos, llegándoles al corazón. Para entonces, todos los hombres de la sala estaban enamorados de ella y todas las mujeres querían ser ella. Melanie era mil veces más guapa de lo que le había parecido a Sarah cuando estuvo en su suite. En escena tenía una presencia electrizante y una voz que nadie podía olvidar. Había logrado que todos se sintieran muy felices, y Sarah se recostó en la silla con una sonrisa de absoluta satisfacción. Había sido una noche perfecta. La comida había sido excelente, la sala tenía un aspecto magnífico, la prensa en pleno estaba allí, la subasta había recogido una fortuna y Melanie era el gran éxito de la noche. El triunfo era absoluto y, gracias a ello, la gala se vendería todavía más rápido al año siguiente, quizá incluso a precios más altos. Sarah sabía que había hecho su trabajo y lo había hecho bien. Seth le había dicho que estaba orgulloso de ella, y hasta ella estaba orgullosa de sí misma.

Vio que Everett Carson se acercaba todavía más a Melanie, disparando la cámara. A Sarah le daba vueltas la cabeza, por la emocionante velada pero, de repente, notó que la sala se movía ligeramente. Por un instante pensó que estaba mareada. Luego, instintivamente, miró hacia arriba y vio que las arañas oscilaban. No tenía sentido; justo cuando levantaba la vista, oyó un rumor sordo, como un rugido aterrador, rodeándolos. Durante un minuto todo pareció detenerse, mientras las luces parpadeaban y la habitación oscilaba. Alguien cerca de ella se levantó y gritó:

– ¡Terremoto!

La música se interrumpió, las mesas caían y la vajilla se hacía añicos estrepitosamente; justo en aquel momento, las luces se apagaron y la gente empezó a gritar. La habitación estaba totalmente a oscuras; el rugido se hizo más fuerte, la gente gritaba y chillaba, y el balanceo de la sala se convirtió en un aterrador estremecimiento que la recorría de lado a lado. Sarah y Seth estaban ya en el suelo; él la había metido debajo de la mesa antes de que se volcara.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó ella, aferrándose a él, que la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza.

Lo único en lo que Sarah podía pensar era en sus hijos encasa, con Parmani. Lloraba, llena de temor por ellos, desesperada por volver a casa, si sobrevivían a lo que les estaba pasando. Le pareció que el temblor de la sala y el retumbar seguirían para siempre. Pasaron varios minutos antes de que pararan. Hubo más ruido de objetos rompiéndose y de gente que gritaba y se abría paso a empellones, en cuanto la luz de las salidas se encendió de nuevo. Se habían apagado, pero un generador, en algún lugar del hotel, había vuelto a ponerlas en marcha. Estaban en medio del caos.

– Espera unos minutos antes de moverte -le dijo Seth desde donde estaba. Ella podía sentirlo, pero ya no lo veía en la absoluta oscuridad-. Te aplastarían.

– ¿Y si el edificio se nos cae encima? -Temblaba y no dejaba de llorar.

– Entonces estaremos bien jodidos -contestó, sin miramientos.

Al igual que todos los que estaban en la sala, eran muy conscientes de que se encontraban tres pisos por debajo de la superficie. No tenían ni idea de cómo salir ni por qué camino. El ruido era ensordecedor, porque todos se gritaban los unos a los otros; luego, debajo de las señales de salida de emergencia, aparecieron empleados del hotel, con potentes linternas. Alguien con un megáfono les pedía que conservaran la calma, se dirigieran con cuidado hacia las salidas y no se dejaran dominar por el pánico. Había luces débiles en el vestíbulo, aunque el salón de baile permanecía totalmente a oscuras. Era la experiencia más aterradora que Sarah había tenido en toda su vida. Seth la cogió por el brazo y tiró de ella para que se levantara, mientras quinientas sesenta personas se abrían camino hacia las salidas. Se oía llorar a algunas, otras gemían de dolor, otras gritaban pidiendo ayuda, diciendo que alguien estaba herido.

La hermana Maggie ya estaba de pie, metiéndose entre la multitud, en lugar de tratar de salir de la estancia.

– ¿Qué haces? -lo gritó el padre Joe; se veía un poco gracias a la luz que entraba desde el vestíbulo. Los enormes jarrones de rosas se habían caído y la escena en el salón de baile era de un caos y un desorden absolutos. Cuando vio que iba hacia el interior del salón, el padre Joe creyó que Maggie estaba confusa.

– ¡Nos encontraremos fuera! -respondió Maggie, también gritando, y desapareció entre la multitud.

Al poco, estaba de rodillas junto a un hombre que decía que creía que tenía un ataque al corazón, pero que llevaba nitroglicerina en el bolsillo. Ella alargó la mano, sin ceremonias, y lo ayudó a encontrarla; sacó una tableta, se la metió en la boca y le dijo que no se moviera. Estaba segura de que pronto llegaría ayuda para atender a los heridos.

Lo dejó con su aterrorizada esposa y avanzó entre los escombros, pensando que ojalá llevara sus botas de trabajo y no los zapatos planos que se había puesto esa noche. El suelo del salón era una carrera de obstáculos, con mesas volcadas o incluso patas arriba, con comida, platos y cristales rotos por todas partes, y algunas personas caídas entre los escombros. La hermana Maggie se dirigió decididamente hacia ellas, igual que otras personas que dijeron que eran médicos. Había habido muchos en la sala, pero solo unos pocos se habían quedado para ayudar a los heridos. Una mujer con un brazo lesionado lloraba porque le parecía que se estaba poniendo de parto. La hermana Maggie le dijo que ni se le ocurriera hacerlo allí, antes de salir del hotel; la mujer embarazada sonrió, mientras Maggie la ayudaba a ponerse de pie y a encaminarse hacia la salida, cogida con fuerza del brazo de su esposo. Todos pensaban aterrorizados en la réplica, que podría ser incluso peor que el primer temblor. A nadie le cabía duda de que había estado por encima de siete en la escala de Richter, quizá incluso ocho, y los crujidos que se oían por todas partes, mientras la tierra se asentaba de nuevo, eran cualquier cosa menos tranquilizadores.

En la parte frontal de la sala, Everett Carson estaba junto a Melanie en el momento en el que se produjo el terremoto. Cuando la habitación se inclinó abruptamente, la joven había resbalado fuera del escenario y caído directamente en sus brazos; los dos habían acabado en el suelo. Everett la ayudó a levantarse cuando cesaron los temblores.

– ¿Estás bien? Por cierto, ha sido una actuación fenomenal -dijo como sin darle importancia.

Una vez que abrieron las puertas del salón de baile y entró algo de luz del vestíbulo, vio que se le había desgarrado el vestido y que uno de los pechos quedaba al descubierto. Se quitó la chaqueta del esmoquin y se la puso encima para cubrirla.

– Gracias -dijo ella con aire aturdido-. ¿Qué ha pasado?

– Me parece que un terremoto de escala siete, o quizá ocho -respondió Everett.

– Mierda, ¿y qué hacemos ahora? -Melanie parecía asustada pero no presa del pánico.

– Haremos lo que nos dicen; sacaremos el culo de aquí y procuraremos que no nos aplasten.

A lo largo de los años había vivido terremotos, tsunamis y desastres parecidos en el sudeste de Asia. Pero no había duda de que este había sido uno de los grandes. Hacía exactamente cien años desde el último gran terremoto de San Francisco, en 1906.

– Tengo que buscar a mi madre -dijo Melanie mirando alrededor.

No había señales de ella ni de Jake, y no era fácil reconocer a la gente que había en la sala. Estaba muy oscuro. Además, había demasiadas personas gritando y era tal la confusión a su alrededor que era imposible oír a nadie, salvo a la persona que estuviera justo a tu lado.

– Será mejor que la busques fuera -le aconsejó Everett cuando ella empezaba a dirigirse hacia el lugar donde había estado el escenario. Se había hundido y todo el equipo de la orquesta había resbalado hacia un extremo. El piano de cola se sostenía en un ángulo demencial pero, por fortuna, no le había caído a nadie encima-. ¿Estás bien?