Ambos sabían que las travesuras de Victoria eran inofensivas; era tan independiente como su difunta madre y, aunque Edward Henderson temía que fuera algo excéntrica, estaba dispuesto a tolerarlo siempre y cuando no se pasara de la raya. Lo peor que podía sucederle era que cayera de un árbol, pillara una insolación después de caminar kilómetros para visitar a sus amigos o se adentrara demasiado en el río cuando iba a nadar. Sus diabluras eran inocentes. Victoria no mantenía ningún romance en la vecindad ni tenía pretendientes, aunque varios jóvenes Rockefeller e incluso Van Cortland habían mostrado considerable interés por ella. No obstante, Henderson sabía que era mucho más intelectual que romántica.
– Iré a buscarla -dijo Olivia cuando subieron la bandeja de la cocina.
– Necesitamos otro vaso -observó su padre mientras encendía de nuevo el cigarro.
A continuación dio las gracias al criado, de cuyo nombre no se acordaba.
Henderson no era como Olivia, que conocía a todos los empleados, sus nombres y sus vidas, a sus padres, herma- nos e hijos. Conocía sus virtudes y defectos e incluso sus travesuras; sin duda era la señora de la casa, quizá más de lo que jamás lo hubiera sido su madre. A veces Olivia presentía que era su hermana quien más se parecía a Elizabeth.
– ¿John trae compañía? -preguntó sorprendida.
El abogado solía acudir solo, excepto cuando había problemas, pero Olivia no había oído nada al respecto, y su padre solía compartir esa clase de información con sus hijas. Sus negocios acabarían pasando a sus manos algún día, aunque seguramente vendería la acería, a menos que una se casara con un hombre capaz de dirigirla, algo en lo que Edward no confiaba demasiado.
El hombre suspiró antes de responder:
– Por desgracia sí, hija mía. Me temo que ya he vivido demasiado tiempo. He sobrevivido a dos esposas y un hijo. Mi médico falleció el año pasado, he perdido a la mayoría de mis amigos en la última década y ahora John Watson ha decidido retirarse. Por eso viene con un nuevo abogado de su bufete que al parecer le agrada mucho.
– John no es tan viejo -repuso Olivia-, y tú tampoco; no quiero que hables así.
No obstante sabía que se sentía mayor desde que comenzó a padecer problemas de salud y todavía más desde que se jubiló.
– Sí lo soy, no tienes ni idea de lo que se siente cuando te abandonan las personas que te rodean -masculló al tiempo que pensaba en el nuevo abogado, al que no le apetecía conocer.
– Por ahora no te va a abandonar nadie; John tampoco, están segura -le tranquilizó mientras le ofrecía una copa de jerez y unas galletas.
Edward la miró complacido.
– Quizá decida seguir trabajando cuando pruebe estas galletas; haces verdaderas maravillas en la cocina.
– Gracias. -Olivia le agradeció el cumplido con un beso. Edward la contempló con la misma satisfacción que sentía cada vez que la miraba. A pesar del calor, su aspecto era fresco y juvenil.
– ¿ y quién es ese abogado nuevo? -preguntó curiosa transcurridos unos minutos. Watson era un par de años menor que su padre y a Olivia le parecía todavía joven para retirarse, pero quizás era mejor traer a una persona nueva antes de que fuera demasiado tarde-. ¿ Le conoces?
– Todavía no. John dice que es muy bueno. Ha llevado varios asuntos para los Astor, antes de entrar en su bufete trabajaba en una empresa muy importante y sus referencias son excelentes.
– ¿Por qué cambió de empleo? -preguntó Olivia.
Le gustaba estar al día de los asuntos de su padre. A Victoria también le interesaban, pero sus ideas eran más radicales. A menudo los tres charlaban de política o negocios pues, al no tener hijos varones, a Edward Henderson le complacía mantener esta clase de conversaciones con ellas.
– Por lo que me ha explicado John, este abogado, Dawson, sufrió un duro revés el año pasado. Lo cierto es que me dio tanta pena que supongo que por eso he permitido que John lo traiga. Por desgracia comprendo muy bien su situación. El año pasado perdió a su mujer en el Titanic. Era hija de lord Arnsborough, creo que iban a visitar a su hermana. Casi perdió a su hijo también pero, al parecer, logró subir a uno de los últimos botes salvavidas. Como estaba muy lleno, la esposa de Dawson cedió su lugar a otro niño y dijo que saldría en el próximo, pero ya no hubo más. Después de esta desgracia Dawson viajó con su hijo a Europa y permanecieron allí un año entero; sólo hace dieciséis meses de la tragedia, y trabaja con Watson desde mayo o junio. Según John es muy bueno, pero de carácter algo sombrío. Lo superará, todos lo logramos, y él tiene que hacerlo por su hijo.
Henderson pensó en Elizabeth. Aunque no perdió a su mujer en una tragedia como la del Titanic, fue un duro golpe y sabía cómo debía de sentirse Dawson.
Edward estaba absorto en sus pensamientos, al igual que Olivia, cuando de pronto John Watson apareció en el umbral de la puerta.
– ¿Cómo has conseguido entrar sin que te anunciaran? ¿ Es que ahora te dedicas a escalar ventanas?
Edward se echó a reír mientras se levantaba para saludar a su amigo.
– Nadie se fija en mí -respondió el abogado con tono jocoso.
John Watson era alto, de cabello blanco y abundante, y porte aristocrático, al igual que Henderson. De joven, el pelo de éste era de color azabache, como el de sus hijas, quienes habían heredado también sus ojos azules.
Los dos hombres se habían conocido en el colegio, donde Henderson había sido el mejor amigo del hermano mayor de John, que había fallecido unos años antes. Desde entonces les unía una buena amistad y cooperación en todos los asuntos legales.
Mientras conversaban, Olivia echó un último vistazo a la bandeja antes de abandonar la estancia para comprobar que todo estaba en orden. Al dar media vuelta casi tropezó con Charles Dawson. Era extraño verle allí después de haber hablado sobre él, y también le resultaba embarazoso estar al corriente de su tragedia sin ni siquiera conocerse. Pensó que era un hombre atractivo pero de carácter serio y jamás había visto unos ojos tan tristes; eran verdes, como el mar. El joven abogado esbozó una leve sonrisa al estrechar la mano de su padre. Cuando habló, Olivia detectó algo más que tristeza en su mirada, descubrió una gran bondad y ternura, y sintió un impulso incontrolable de consolarle.
– Encantado -dijo Dawson mientras le tendía la mano y la estudiaba con curiosidad.
– ¿Le apetece una limonada? -preguntó Olivia, que de pronto se sintió tímida y buscó refugio en sus obligaciones domésticas-. ¿O prefiere una copita de jerez? He de admitir que a mi padre le gusta más el jerez, incluso en días tan calurosos como éste.
– Limonada, por favor -contestó sonriente.
Olivia ofreció otro vaso de refresco a John Watson y los tres hombres pasaron a degustar las galletas. Una vez cumplidas todas las formalidades, la joven se retiró y cerró la puerta tras de sí, pero la mirada de Charles Dawson seguía fija en su mente. Se preguntó cuántos años tendría su hijo y cómo se las apañaría sin su esposa; probablemente ya había encontrado a otra mujer. Intentó apartarlo de sus pensamientos, era ridículo preocuparse así por uno de los abogados de su padre, además de inadecuado. Se reprendió mientras se dirigía hacia la cocina. De camino hacia allí, se topó con Petrie, el ayudante del chófer, un muchacho de dieciséis años. Había trabajado en los establos hasta que Henderson, que era un apasionado de las máquinas modernas, compró un coche, y como el chiquillo entendía más de automóviles que de caballos ascendió a un puesto que le satisfacía más.
– ¿Qué sucede, Petrie? -preguntó Olivia al notar que el chico estaba muy alterado.
– Tengo que hablar con su padre de inmediato, señorita -comunicó. Parecía a punto de romper a llorar.
Olivia le alejó de la puerta de la biblioteca para impedir que interrumpiera la reunión de los tres hombres.
– Ahora no es posible, está ocupado. ¿ Puedo ayudarte yo?
El muchacho vaciló y miró con inquietud alrededor, como si temiera que alguien le oyera.
– Se trata del Ford…lo han robado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Cuando todos se enteraran, perdería el mejor trabajo que jamás había tenido. No entendía cómo podía haber sucedido algo así.
– ¿ Robado? -exclamó Olivia, tan sorprendida como él-. ¿ Cómo es posible? ¿ Cómo puede haber entrado alguien y habérselo llevado sin más?
– No lo sé, señorita. Esta mañana lo lavé hasta que quedó tan reluciente como el primer día. Después dejé la puerta del garaje entreabierta para que se aireara un poco, hace tanto calor ahí dentro…y media hora más tarde había desaparecido.
El chico se mostraba compungido y Olivia posó una mano sobre su hombro. Algo le había llamado la atención del relato.
– ¿ A qué hora fue eso, Petrie? ¿ Lo recuerdas? -preguntó con calma.
Estaba acostumbrada a resolver pequeños problemas casi a diario, y éste en particular no parecía demasiado grave.
– Eran las once y media, estoy seguro.
Olivia recordó que había visto a su hermana por última vez a las once. Habían comprado el Ford un año atrás para hacer recados en la ciudad; en ocasiones más formales utilizaban el Cadillac Tourer.
– ¿ Sabes qué? Creo que es mejor no decir nada por ahora. Tal vez lo ha cogido alguien del servicio para hacer un encargo. Quizás haya sido el jardinero; le pedí que fuera a casa de los Shepard a buscar unos rosales y se habrá olvidado de avisarte.
Olivia, que estaba convencida de que el coche no había sido robado, necesitaba ganar tiempo. Si su padre se enteraba, llamaría a la policía y sería muy embarazoso. Tenía que impedirlo.
– Kittering no sabe conducir, señorita. Nunca cogería el Ford, sino uno de los caballos, o la bicicleta.
– Bueno, quizás haya sido otra persona. De todos modos no debemos decir nada a mi padre por el momento. Esperemos a ver si lo devuelven; estoy segura de que así será. ¿ Por qué no tomas una limonada y unas galletas?
Condujo hacia la cocina a Petrie, que seguía muy nervioso, pues le aterraba la idea de que Edward Henderson le despidiera. Olivia le tranquilizó mientras le ofrecía un refresco y un irresistible plato de galletas. Le aseguró que pasaría a verle más tarde, no sin antes hacerle prometer que no diría ni media palabra a su padre, y guiñó un ojo a la cocinera antes de apresurarse a salir con la esperanza de evitar a Bertie, que avanzaba en su dirección. Logró esquivarla y se dirigió al jardín, donde percibió el calor bochornoso propio del norte del estado de Nueva York. Por eso todos sus vecinos emigraban a Newport y Maine durante los meses estivales. En otoño el lugar volvería a ser delicioso, y en primavera era idílico, pero los inviernos resultaban muy duros y los veranos todavía más. La mayoría de residentes se trasladaba a la ciudad en invierno ya la costa en verano, pero su padre no se movía de Croton-on Hudson en todo el año.
Olivia deseó tener tiempo para ir a nadar mientras recorría su sendero favorito, que conducía a un hermoso jardín oculto en la parte posterior de la finca, por donde le agra- daba cabalgar. En esa parte, una valla estrecha separaba Henderson Manor de las tierras del vecino, pero a menudo la saltaba para disfrutar de un largo paseo a caballo. A nadie le importaba, todos compartían estas colinas como una gran familia.
A pesar del calor, anduvo. durante largo rato. Ya no pensaba en el coche desaparecido, sino en Charles Dawson y en la manera tan trágica en que había perdido a su mujer. Imaginó su creciente desesperación cuando llega- ron las primeras noticias del hundimiento. Estaba sentada en un tronco, pensativa, cuando de pronto distinguió a lo lejos el ruido del motor de un coche. Aguzó el oído y cuando levantó la vista divisó el Ford robado, que cruzaba la estrecha verja de madera que conducía a la parte posterior de la casa. A pesar de rozar uno de los lados del auto- móvil, el conductor no disminuyó la velocidad. Atónita, Olivia descubrió en el interior del vehículo a su hermana, que sonreía y la saludaba con una mano en la que sostenía un cigarrillo. Observó cómo detenía el coche sin dejar de sonreír y lanzaba una bocanada de humo en su dirección.
– ¿ Sabes que Petrie iba a decir a nuestro padre que alguien había robado el coche y que, si le hubiera dejado, habría llamado a la policía?
No estaba sorprendida de verla en el coche, pero tampoco contenta, si bien se había acostumbrado a las travesuras de su hermana menor. Las dos jóvenes se miraron fijamente: la primera, con semblante tranquilo, pero a todas luces disgustada; la segunda, satisfecha de su hazaña. Con excepción de la diferente expresión de sus rostros y el cabello más alborotado de Olivia, eran totalmente idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos pómulos y el mismo pelo, incluso los mismos gestos. Aunque existían innumerables diferencias entre ambas, resultaba muy difícil distinguirlas. Incluso su padre se confundía a menudo cuando se encontraba a solas con una de ellas, y los sirvientes rara vez acertaban. En el colegio sus compañeros jamás habían logrado diferenciarlas, y su padre decidió que recibieran instrucción en casa porque causaban estragos en las aulas y llamaban demasiado la atención. Siempre cambiaban de identidad y martirizaban a los profesores o, según Olivia, al menos eso hacía Victoria. El hecho de recibir clases particulares las había aislado y ahora sólo contaban con su mutua compañía. Aunque añoraron la escuela, su padre no estaba dispuesto a que se convirtieran en una atracción de circo. Si en el colegio no podían controlarlas, la señora Peabody y sus tutores se encargarían de ello. De hecho, la señora Peabody era la única persona capaz de distinguirlas en cualquier parte, de frente, de espaldas, e incluso antes de que pronunciaran media palabra. Además conocía su secreto, el único rasgo que permitía diferenciarlas: Olivia tenía una pequeña peca en la parte superior de la mano derecha, mientras que Victoria la tenía en la izquierda. Su padre también lo sabía, pero era más fácil preguntar y confiar en que no mintieran, lo que hacían bastante a menudo.
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