Pero nadie podría nunca sustituir a Tracey, su querida mamá, y una vez de vuelta, la casa podría volver a la normalidad y todo el mundo podría ser feliz de nuevo.

Todo esto dijo Solange, cuyas intenciones eran tan loables como patentes. Nadie había puesto nunca en duda su lealtad hacia Henri y Celeste, pero, sin duda, era por Julien por quien más debilidad tenía. Por supuesto, le resultaría inconcebible que no durmieran en la misma habitación, razón por la cual Tracey decidió no comentarle nada de su propio cambio de dormitorio. Claro que se enteraría, pero, para entonces, la mudanza ya se habría realizado y Solange no podría hacer nada por cambiar las cosas.

Mandaron a una criada a que se enterara de qué estaba haciendo Julien y, cuando regresó, les dijo que, después de acostar a los bebés, se había ido a su muelle privado para calcular los daños de la motora.

Tracey y Solange se pusieron manos a la obra con un espíritu de colaboración forjado a lo largo de muchos años de admiración compartida hacia Julien.

Tracey intentaba imaginarse la impresión que le produciría a Solange enterarse, si algún día lo hacía, de la verdad. De algún modo, no creía que fuera a ser capaz de verlos como a hermanos y acabaría dejando la residencia.

Solange era una buena católica y descubrir que Henri había tenido una aventura con la madre de Tracey constituiría una traición imperdonable.

La verdad sería demasiado dolorosa para todo el mundo. Tracey no quería ser quien se encargara de destapar el frasco de las tristezas.


– Buenas noches, pequeños -se despidió Tracey horas más tarde-. Dormid bien. Mamá os quiere mucho -concluyó. Les había estado dando el biberón y ya estaban preparados para dormir.

Los bebés la observaban mientras Tracey los cubría con una manta ligera. Cada sonrisa, cada balbuceo de sus hijitos le llegaba a lo más hondo del corazón. Todavía le parecía increíble que hubiera dado a luz a los tres al mismo tiempo.

¡Eran perfectos! Claro, al fin y al cabo, tenían un maravilloso padre al que parecerse.

– Hicimos un buen trabajo, ¿verdad que sí? -preguntó de súbito Julien, que se había acercado a ella sin que ésta se percatara. No sabía cuanto tiempo llevaría allí, pero, a juzgar por su comentario, estaba pensando lo mismo que ella.

Siempre había sido así entre ellos. Siempre habían sido capaces de comunicarse sin decir una sola palabra. Y la magia no había desaparecido.

– ¿Te importa que los pongamos en una misma habitación? -preguntó Tracey después de armarse de valor-. Sólo para probar. Si no nos convence, mañana les digo a las criadas que me ayuden a dejarlo todo como estaba y…

– Puede que si mis padres me hubieran puesto junto a Jacques y a Angelique -la interrumpió con calma-, los tres hubiéramos estado más unidos. La residencia es muy grande y los niños están muy solos cada uno en una habitación.

– Eso pensaba -reforzó. Animada por aquellas palabras, le explicó lo que había pensado en relación con las dos habitaciones que quedaban libres tras la mudanza.

La miraba con los ojos bien abiertos, concentrándose sobre todo en el movimiento de sus labios. Tracey tenía la impresión de que había dejado de escucharla y empezó a sentir el azote de sus latidos contra el pecho.

– El caso es que ahora que las niñeras ya no están -prosiguió Tracey con el corazón en un puño-, tengo que estar más cerca de los niños; así que…

– Tienes razón: es mejor que los dos nos cambiemos a la segunda planta. Elige cual de las dos habitaciones quieres y yo me quedaré con la otra.

– Pero, Julien -protestó nerviosa. Eso no era lo que había pensado. Se suponía que, con el cambio, iban a estar más separados y, en cambio, de esa forma, acabarían más unidos si cabe.

– Nuestros hijos son responsabilidad de los dos, preciosa. Pretendo ayudarte tanto como pueda, así que nos turnaremos por la noche cuando los niños se despierten -fue hacia el interruptor y apagó la luz-. Y ahora que los niños están durmiendo, ¿por qué no empezamos a hacer nuestra mudanza particular? Podemos ayudarnos.

– En realidad, yo ya he puesto mis cosas en una de las habitaciones -dijo avergonzada.

Los ojos de Julien se velaron de dolor. Había vuelto a atravesarle el corazón; una nueva herida que no cicatrizaría nunca.

– Entonces, recogeré unas pocas cosas y me instalaré en la de al lado. Acompáñame para ver adonde vamos mañana de excursión. He pensado que te podría apetecer dar una vuelta por unos campos de narcisos que hay cerca de aquí -hizo una pausa-. Isabelle llegará dentro de dos días. Como ella no es tan amante de la naturaleza como tú, tenemos que aprovechar estos días lo máximo posible. Seguro que a los niños les gusta comer sentados entre las flores.

«Para, Julien. No sigas hablando. No seas tan tierno, tan considerado. Sé lo que intentas hacer, pero es inútil», pensó Tracey apenada.

Se metió las manos en los bolsillos, para que Julien no notara que le temblaban, y dio unos pasos para no estar tan cerca de su marido.

– ¿Por qué no esperamos a mañana antes de decidir nada definitivamente? Si no te importa, me encuentro bastante cansada y me gustaría irme a la cama.

– No es de extrañar -comentó-. Anoche no pegaste ojo mientras yo dormía a pierna suelta. Hoy seré yo el que se levante para atender a los niños. Duerme bien, amor mío -le dijo mientras le abría la puerta de su nueva habitación.

Al entrar, el brazo derecho de Tracey rozó con el pecho de su marido; roce que bastó para encender la pasión con la que se habían devorado durante la luna de miel. Aterrada ante la idea de que Julien notara lo mucho que la alteraba el más leve contacto, fue hacia el teléfono de la mesilla y descolgó el auricular.

Fingió no ver a Julien mientras llamaba a su hermana. Si eran las diez en Suiza, en San Francisco debían ser las siete de la mañana.

Cuando Isabelle contestó, Tracey la saludó con exagerado entusiasmo y empezó a hablar sin parar sobre los niños y sobre los cambios que había hecho en las habitaciones.

Pasó mucho tiempo hasta que Tracey escuchó cerrarse la puerta de la habitación. Julien se había ido. Ella lo había echado. Se preguntaba cuanto más aguantaría su marido antes de intentar vengarse de ella. No podría soportar algo así. Definitivamente, no debía acompañarlo al día siguiente a aquella excursión al campo. Estaba demasiado asustada.

Con o sin niños, cualquier cosa podría sucederles mientras tomaban el sol entre las flores. Estar con él a solas, dondequiera que fuese, era tentar a la suerte.

Capítulo 8

Tracey se metió en la cama y se cubrió con la manta. No podía dormir después de haber notado el deseo con que la había mirado Julien; así que pasó casi toda la noche pensando qué podría hacer para enfriar aquel ardor. Cuanto antes llegara Isabelle, menos oportunidades habría de que se quedaran a solas.

Nada más despertar, se puso una falda y una blusa y fue a ver a los niños. Para su sorpresa, se encontró a Julien en bata, sensualmente despeinado; llevaba a Raoul en brazos, quien, al parecer, tenía un poco de fiebre. Había estado muy llorón durante la excursión en la motora y ahora sabían a qué se debía.

– Déjame que te releve -le dijo Tracey quitándole al bebé de los brazos. El hecho de que Julien no se resistiera, demostraba lo rendido que estaba. Con todo, a pesar de las bolsas de fatiga en los ojos y del vello de la barba sin afeitar, mantenía su increíble atractivo. Miró hacia otra parte para que no descubriera que lo había estado mirando.

– Hace una media hora le di una aspirina para bajarle la fiebre; pero no estoy seguro de que le esté haciendo efecto -dijo Julien-. Si le sigue subiendo la temperatura, llamaré a la consulta del doctor Chappuis.

– ¿Por qué no te vas a la cama? Te prometo que te llamaré si no mejora.

– Valentine y Jules se despertarán dentro de nada -dijo negando con la cabeza.

– Julien, hay millones de mujeres con familias más numerosas que la nuestra y saben como arreglárselas. Yo también sabré.

– Acabas de salir del hospital y necesitas reposar -replicó.

– Estoy más fuerte de lo que parezco y, según el peso del cuarto de baño, ya he engordado tres kilos. De verdad -añadió al ver su mirada escéptica-. Estar en el hospital me producía una sensación de claustrofobia que me quitaba el apetito, pero ahora que estoy fuera, he recuperado el gusto por la comida.

No podía oponerse a ella, sobre todo, porque era cierto que no dejaba nada que le sirvieran en el plato.

Mientras le daba unas palmaditas a Raoul en la espalda, notó que Julien no sabía como actuar: sin duda le alegraba el que hubiera ganado algo de peso, pero no acababa de seducirle la idea de que se ocupara sola de los tres bebés.

– Si no te cuidas -prosiguió Tracey-, Raoul te contagiará su resfriado; así que…

– Si está resfriado, ya tendré los virus -la interrumpió con brusquedad-. Así que eso no importa -concluyó. Luego fue a darle un beso a Raoul y, al inclinarse, sus labios rozaron ligeramente la comisura de los de Tracey.

Tracey se quedó paralizada. ¿Cómo había sido tan poco precavida? No debía permitir que tales roces casuales se produjeran. El único objetivo de Julien era encontrarle algún punto débil y atacar. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Pero al mirar la carita fíebrosa de Raoul, comprendió que estaba preocupada por su hijito y que eso la había hecho descuidarse.

A partir de entonces se aseguraría de que no existiera posibilidad alguna de nuevos roces «casuales».

Aunque no le agradaba que Raoul se hubiera puesto enfermo, su resfriado había arruinado los planes de su padre, esto es, no irían de excursión. Si no se equivocaba, Valentine y Jules no tardarían en mostrar los mismos síntomas de su hermano, de modo que no habría salidas durante uno o dos días, después de los cuales llegaría Isabelle con Alex, lo que contribuiría asimismo a resistir al acoso de Julien.

Nunca se enteraría del verdadero motivo por el que quería el divorcio. ¿Acaso sería capaz de cambiar su modo de sentir hacia ella?, ¿de verla como una hermana? ¿Pasaría a tratarla con amabilidad en vez de con pasión?

En realidad, Tracey ya sabía la respuesta, pues ella misma seguía amándolo como antes y hacía meses que conocía la terrible verdad.

Nada había cambiado. Incluso se sentía más atraída hacia él. Tracey no podría nunca pensar en Julien sin desearlo. A Julien le sucedería lo mismo. Por eso no tenía sentido revelarle la aventura de sus padres.

Había regresado a la residencia para demostrarle que no quería seguir siendo su mujer. Y haría cualquier cosa por lograrlo, aunque tuviera que ser cruel.


– ¿Estás cansada, Isa? -preguntó Tracey a su hermana-. Ahí cerca hay un banco, si te apetece sentarte.

– Sólo será un minuto… y eso que no sé cuando se cansará Alex de jugar.

Tracey miró a su sobrino, quien, por alguna razón, había hecho muy buenas migas con Valentine y quería jugar con ella. Tenía dos años y era un niño muy activo. En cuanto su madre se paraba un segundo a cualquier cosa, él empezaba a correr y a saltar por los alrededores. No parecía comprender que Valentine era demasiado pequeña para correr detrás de él.

– Si dentro de un rato no se ha cansado todavía, le diré que me acompañe al coche y volveremos a buscarte. Tú mientras tanto te quedas cuidando a los bebés. ¿Te parece bien? -propuso Tracey.

– Muy bien -respondió Isabelle agotada. Sólo estaba de cuatro meses, pero parecía que ya llevaba seis embarazada-. ¿Quién nos iba a decir, cuando veníamos a pasear por aquí hace unos años, que algún día vendríamos con nuestros hijos?

– Cierto -respondió Tracey-. ¿Te acuerdas del arbolito que había ahí?, ¿el que tronchó Joe porque no sabía frenar con el patinete?

– Es verdad -dijo Isabelle riéndose-. A Jacques le dio mucha pena cuando se enteró. Era su árbol favorito. Por cierto, ¿dónde está? Vine hace dos semanas y todavía no le he visto el pelo.

– Yo tampoco lo he visto. Creo que está fuera del país, en un viaje de negocios.

– Y supongo que fue Julien el que le ordenó realizar el viaje, ¿verdad? Desde que Jacques se interesó por ti, están muy distantes. Angelique dice que cada vez se llevan peor.

– Eso pasó hace muchos años, Isa -comentó Tracey, que no podía evitar sentirse culpable por ser la causante de tales desavenencias. ¿Sería cierto que Julien lo había mandado de viaje para mantenerlo alejado de ella?, ¿pensaría que su deseo de divorciarse tenía algo que ver con su hermano?

– Tracey, ya que hablamos de Julien, ¿por qué no me explicas qué te pasa con él? Ya sé que pretendes divorciarte cuando termine el mes, pero, de veras, por más que lo intento, no comprendo por qué.

– Ya te lo he dicho. No quiero estar casada.