Nada más marcharse Julien, Tracey abrazó el cuerpecito de Valentine para descargar la tensión acumulada. Luego le dio una aspirina disuelta en un poco de agua y se llevó a la niña a su propia habitación.

La cama era suficientemente grande para las dos y, de ese modo, Valentine no molestaría a sus hermanos y Tracey podría cuidarla sin tener que cambiar de habitación cada dos por tres.

Tracey necesitaba sentir el reconfortante calor del cuerpecito de Valentine, una dulce criatura a la que podía amar sin que nada ni nadie se lo prohibiera.

La niña, que debía de sentirse segura, protegida entre los brazos de su madre, se tomó medio biberón de zumo de manzana y, luego, se durmió al mismo tiempo que Tracey.

Cuando despertó al día siguiente, Tracey descubrió que estaba sola. Dado que ninguna de las criadas se habría atrevido a entrar, estaba claro que, en algún momento de la noche, Julien se habría colado en su dormitorio.

Tracey sabía de sobra a qué había ido: durante las tres anteriores semanas, había cumplido con su palabra y no había intentado nunca hacerle el amor. Pero la cena de la noche anterior había precipitado sus emociones, las cuales apenas podía controlar. Julien estaba a punto de estallar.

A pesar de que se habían sentado en extremos opuestos de la mesa, la fogosidad de las miradas que le había lanzado le habían derretido el corazón. Ella también había sentido la llama de la pasión, lo cual no había pasado inadvertido para Julien.

Tracey escondió la cara entre las manos. Estaba convencida de que Julien había ido a visitarla a media noche, porque ya no podía seguir reprimiendo sus deseos.

Gracias a Dios, la había encontrado dormida con Valentine entre los brazos; pero, ¿qué pasaría la siguiente vez, cuando los tres niños estuvieran durmiendo tranquilamente en su habitación?, ¿cuándo Julien supiera con certeza que estaba sola?

Se levantó de la cama como un resorte. No podía haber una próxima vez.

Como Isabelle se marchaba en el avión de la tarde, Tracey usaría a Valentine como excusa para despedirse de su hermana en la residencia. Y mientras Julien la llevara al aeropuerto, Tracey se escaparía a un hotel del centro.

Ya daba igual no poder cumplir con su promesa de permanecer todo un mes junto a Julien. Tenía que marcharse ese mismo día.

Capítulo 9

Los tres niños se durmieron por fin. Valentine había dado más guerra que sus hermanos debido al resfriado, pero también acabó rindiéndose.

Tracey miró la hora: la cuatro y diez. Julien y Rose estarían a punto de llegar a Ginebra, adonde habían ido para despedir a Isabelle y a Alex. Era el momento perfecto para escaparse.

En cuanto Solange se despistara, Tracey agarraría un monedero que había escondido en un cajón y desaparecería para siempre. Cuando alguien descubriera su nueva fuga, ya estaría alojada en algún hotel, desde el que telefonearía a la residencia para pedirle a Solange que se ocupara de los niños hasta que Julien volviese.

Después de mirar una vez más a sus hijos, Tracey se dispuso a salir de la habitación con gran sigilo. Pero no lo logró, pues se topó de frente contra algo rocoso que le impedía seguir avanzando.

– ¡Julien! -exclamó aturdida. Éste la estrechó contra su viril cuerpo-. ¿Qué… qué haces aquí?

– Decidí que Rose fuera sola a despedir a tu hermana al aeropuerto. Así podremos pasar el resto de la tarde juntos sin que nadie nos interrumpa -explicó Julien sonriente.

– Pero Valentine…

– Está dormida y las criadas estarán atentas si llora.

– No creo que debamos dejarla sola, Julien -logró decir. Tenía la garganta seca.

– ¿Ah sí? Y, entonces, ¿cómo explicas esto? -preguntó enfadado señalando el monedero-. Te vi esconderlo esta mañana, cuando pensabas que estaba en el despacho. Sé muy bien lo que estabas planeando, pequeña… Y ahora que has roto la promesa que me hiciste en el hospital, ya no hay ningún pacto entre nosotros. Después de un año de abstinencia, tengo intención de hacer el amor con mi mujer y no vas a poder hacer nada por evitarlo.

– ¡No! -gritó desesperada.

Pero Julien no la escuchó: la levantó en brazos y la besó con fiereza hasta desarmarla. Luego se dirigió hacia las escaleras y empezó a subirlas, aún sin soltarla.

Julien era un hombre muy fuerte y siempre sabía mantener sus emociones bajo control. La única vez que le había visto perder su sangre fría fue la noche en que discutió con Jacques y le prohibió que volviera a mirar a Tracey. Desde entonces, Jacques nunca había vuelto a acercarse a ella.

Pero Julien había sufrido mucho durante el último año y, al final, había acabado saliendo a la superficie el salvaje que llevaba dentro.

Cuando llegaron al dormitorio de Julien, Tracey ya no tenía fuerzas para resistirse. No fue capaz de oponerse a Julien cuando éste la colocó sobre la cama. Luego, terminada la lucha, se tumbó encima de ella y empezó a hacerle el amor con una pasión desbordante que había estado reprimiendo demasiado tiempo.

– ¡Para, Julien! -gritó Tracey cuando éste dejó de besarle los labios para descender hacia el cuello. Ya no había marcha atrás-. ¡Lo que estamos haciendo es pecado!

– Estamos casados, amor mío -desdramatizó Julien mientras aspiraba la fragancia de su piel-. Me siento tan feliz que me parece estar pecando. Pero no. ¿Por eso te escapaste? Dime la verdad, preciosa. No más mentiras. Tu padre era bastante puritano; ¿fue él quien te dijo que el amor físico entre un hombre y una mujer era pecado? ¿Es eso?

– No… -denegó con la cabeza al tiempo que rompía a llorar-. Él no era mi padre, Julien.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó atónito.

– Mi verdadero padre era Henri Chapelle -respondió sacando fuerzas de flaqueza-. Tu padre.

Julien estaba tan enamorado que no comprendía lo que oía. Estaba tan ofuscado que no se daba cuenta de la fuerza con la que la estaba sujetando.

– Eres mi hermano, cariño -dijo torturada-. Tu padre me lo confesó antes de que monseñor Louvel le diera los últimos sacramentos.

Julien la miró de tal forma que parecía un salvaje depredador de la selva. La expresión de su cara resultaba mucho más temible que todas las pesadillas que había tenido en el hospital.

– ¡Mientes! -exclamó indignado.

– No -denegó Tracey mientras acariciaba el mentón de Julien, tratando de que se tranquilizara-. Él y mi madre tuvieron una aventura después de que Jacques e Isabelle nacieran. Siempre me había preguntado de donde venía mi pelo rubio.

Julien estaba de piedra. Había estado escuchándola con la esperanza de que todo fuera una invención; pero sabía que Tracey no era tan cruel como para engañarlo de esa forma.

– ¿Me juras por Dios que me estás diciendo la verdad? -preguntó con muestras de inmensa agonía.

– Sí, cariño. Sabes que te amo más que a mi propia vida. Nunca te mentiría. ¿Por qué crees que me escapé? No podía soportarlo -dijo entre sollozos.

– ¿Lo jurarías ante un sacerdote? -preguntó con incredulidad.

– Sí.

– ¡Dios! -exclamó. Parecía la última palabra de un hombre al que acababan de dar muerte.

La miró durante varios minutos intentando descubrir en los ojos de Tracey una explicación a aquella tragedia.

– Quería ahorrarte este dolor -se justificó a lágrima viva-. Al principio, intenté esconderme en algún sitio donde nadie pudiera encontrarme nunca. Así acabarías odiándome y, al menos, podrías amar a otra mujer. Pero cuando me enteré de que estaba embarazada, tuve que acudir a Rose a pedirle ayuda. El resto ya lo sabes… Louise me dijo que tardé tanto en recuperar la memoria porque era una forma de olvidar mi dolor.

Julien la estrechó contra su cuerpo con fuerza y así estuvieron, abrazados y desesperados, durante varios minutos. No tenía sentido seguir hablando.

Tracey trató de calmar a Julien, que no dejaba de temblar. Todavía no era capaz de asimilar aquel brutal revés del destino.

– Sé que no mientes, preciosa; pero me niego a aceptar lo que dices hasta que no hablemos con monseñor Louvel. Él fue el sacerdote con el que se confesó en el lecho de muerte.

– Eso fue lo primero que pensé; pero luego me acordé del voto de confidencialidad de los sacerdotes. Él nunca traicionaría a tu pa… a Henri.

– ¡Por supuesto que hablará con nosotros! -exclamó colérico-. Cuando sepa como nos afecta la confesión que te hizo, se verá obligado a contar todo lo que sabe. Le recordaré que su deber es velar por los vivos y no por los muertos.

Deslizó las manos inconscientemente hasta los hombros de Tracey y la apretó con tanta fuerza que ésta puso una mueca de dolor.

– No quiero esperar a mañana para hablar con él -prosiguió Julien impaciente-. Iremos a la iglesia ahora mismo.

Cuando estaba de ese humor, de nada servía llevarle la contraria o intentar persuadirlo para que llamara primero, no fuera a estar el sacerdote ocupado.

– Puede que los niños…

– A los niños no les pasará nada -la interrumpió Julien con incuestionable autoridad-. Solange vela por ellos como si fueran sus propios hijos. Nunca permitiría que les pasara nada.

Tracey asintió con la cabeza. Se habría levantado de la cama de no ser porque Julien seguía sujetándola con las manos. Sus caras estaban a muy pocos centímetros; sus labios, a un suspiro de distancia. Sabía que él deseaba hacerle el amor hasta el fin de sus días y por Dios que ella lo amaba con la misma fogosidad. Nada había cambiado en ese sentido. Ni cambiaría jamás.

Pero estaban obligados a compartir el fardo de su desgracia. Sus valores morales y religiosos les impedían pasar por alto la confesión de Henri.

Julien sintió un nuevo escalofrío al separarse de su querida mujer. Se mesó el pelo con las manos por no agarrar a Tracey y regresar con ella a la cama.

Tracey prefirió esquivar su mirada y salió escapada de la habitación. Sin embargo, Julien la rodeó por la cintura mientras bajaban las escaleras. Estuvo a punto de perder el sentido al sentir el amparo del potente brazo de su marido.

– Dime que nada de esto es verdad, amor mío -imploró Julien con lágrimas en los ojos-. Dime que esta noche volveremos a casa y podremos hacer el amor como en Tahití.

– Julien -dijo Tracey atormentada por el dolor de su marido-, nunca amaré a ningún otro hombre en toda mi vida. Si no fuera por los niños, no estoy segura de si podría seguir viviendo.

– No digas eso nunca, amor mío -tronó la voz de Julien-. Tengo que creer que se trata de una equivocación. Es posible que no entendieras lo que mi padre te dijo. Apenas estaba en sus cabales los últimos días de su vida. El cura lo aclarará todo y terminará con esta tortura. Vamos -la animó mientras la guiaba escalera abajo.

«No te dejes cegar por tus esperanzas, cariño», pensó Tracey, que, sin embargo, sabía que Julien no se rendiría hasta el último segundo. Julien era un luchador. Si, por alguna remota circunstancia, no había interpretado bien las palabras de Henri, Julien no pararía hasta averiguar la verdad.

Se despidieron brevemente de Solange y fueron hacia el Ferrari por la puerta trasera de la residencia.

Se había hecho de noche. Puso las luces largas y se encaminó a la carretera principal. Estaba demasiado nervioso como para conducir; tanto que a punto estuvo de estrellarse contra el Mercedes de Rose, que regresaba en esos momentos del aeropuerto.

Bajó la ventanilla para disculparse y siguió adelante sin esperar respuesta por parte de la tía de Tracey.

Tracey sintió lástima por Rose, que se habría quedado alarmada al ver la velocidad a la que se había marchado Julien. Además, seguro que se estaría preguntando qué hacía ella en el coche, cuando se suponía que estaba cuidando a Valentine.

Julien estaba tan aturullado que fue incapaz de articular una palabra durante el viaje. Cuando llegaron a la catedral, Tracey ya no podía soportar aquel estado de ansiedad. El convencimiento que su marido tenía de que se trataba de un error había empezado a hacerla dudar.

Empezó a rezar porque Julien estuviera en lo cierto, porque la verdad del cura los liberara de su prisión y les permitiera seguir viviendo como marido y mujer.

– Lo lamento, señor Chapelle -dijo un encargado de la iglesia-. Monseñor Louvel se encuentra en Neuchátel. Si al final decide pasar allí la noche, llamará por teléfono. Lo más que puedo hacer es decirle que ha venido a verlo y que se encuentra ansioso por hablar con él.

La frustración de Julien era inmensa. Apretó la mano de Tracey hasta estrujarla, pero ésta no gritó. De hecho, agradeció aquel dolor físico, mucho más llevadero que el que mortificaba su alma.

Las llantas del coche chirriaron sobre la acera cuando Julien arrancó como llevado por el diablo.

– Julien -se atrevió a decir Tracey-, creo que, después de asegurarme de que los niños están bien, lo mejor que puedo hacer es registrarme en un hotel para pasar la noche.