– Lo siento, no quería interrumpir-dijo Gwen, apresurándose a cruzar la sala.

Robert la siguió al cabo de un momento y se detuvo para hacerle una pregunta a Eric.

– ¿Quieres venir a navegar con nosotros? -le preguntó, sin darse cuenta del tormento que expresaban sus caras.

Pensó que era la usual discusión marital sobre quién iba a nadar y quién iba de compras. Los Donnally no le habían contado nada sobre el problema que tenían los Morrison y él era no era consciente de la situación.

– Claro -dijo Eric rápidamente, aliviado por escapar de la discusión que estaba teniendo con Diana-. Voy a ponerme el bañador.

– Diana, ¿quieres venir tú también? -dijo Robert invitándola también, pero ella rehusó con la misma rapidez con que Eric había aceptado.

– Pascale y yo vamos a ir al mercado -dijo y salió de la habitación.

Cuando se lo preguntó a John, que salía de su dormitorio, con la desmembrada manija del váter en la mano, este le dijo que iba a quedarse en la casa y hacer algunas llamadas telefónicas al despacho.

Con gran sorpresa y desilusión para Robert, Gwen también decidió quedarse en la casa. Dijo que tenía dolor de cabeza, pero la verdad era que, después de ver la expresión de Eric, pensaba que a los dos hombres les iría bien pasar un tiempo juntos y solos. De cualquier modo, había unas cartas que quería escribir.

Robert la besó antes de marcharse con Eric a navegar.


La casa estaba en silencio. Se instaló en la sala y se puso a escribir notas y postales. Oía cómo John hablaba por teléfono y le llegaba, a ráfagas, el olor del humo de su cigarro desde la cocina, pero no le molestaba. Le encantaba el sonido de los pájaros en el jardín. Era un lugar lleno de paz, pese a sus fallos y evidente deterioro, y se alegraba de estar allí.

Hacía bastante rato que John había dejado de hablar cuando Gwen fue a la cocina para prepararse otra taza de café y se encontró con su cuerpo inánime, desplomado sobre la mesa. Seguía con el teléfono en la mano, aunque la comunicación había acabado por cortarse. Estaba caído, con la cara enterrada en sus papeles. Le costó menos de un segundo darse cuenta de lo que pasaba. Corrió hasta él, lo sacudió, lo llamó y luego lo tendió en el suelo, tan suavemente como pudo, para comprobar si respiraba. Apenas lo hacía y tenía el pulso muy débil. Sabía que no había nadie en la casa para ayudarla; no tenía ni idea de dónde estaba la pareja francesa y todos los demás se habían ido, a navegar o al mercado. Estaba sola.

– ¡John! ¡John! -repitió de nuevo y, mientras lo sacudía suavemente, vio que dejaba de respirar y que la cara se le ponía gris.

No tenía ni idea de qué le había pasado. Miró hacia la mesa, como buscando una pista. Había un plato de pequeñas salchichas, pulcramente cortadas, y se preguntó si se habría atragantado con una o si habría tenido un ataque cardíaco. Lo único que se le ocurría hacer era la maniobra Heimlich. La había aprendido años atrás, junto con la reanimación cardiopulmonar, pero ni siquiera estaba segura de acordarse de todos los detalles. Además, no era algo fácil de hacer con él tendido de espaldas en el suelo, inconsciente. John era un hombre muy corpulento y demasiado pesado para ella. Cuando tiró de él para sacarlo de la silla y acostarlo en el suelo, había necesitado de todas sus fuerzas.

Le metió los dedos en la boca y la recorrió en todas direcciones, pero no encontró nada. Luego, mediante tres respiraciones cortas, le introdujo aire en la boca, pero era evidente que tenía las vías respiratorias bloqueadas; era como respirar contra una pared. Entonces se colocó a horcajadas encima de él y, con las dos manos entrelazadas, presionó en el abdomen y rezó.

Los labios habían empezado a volverse azules y no había ningún 911 al que llamar; así que continuó haciendo lo mismo y rezando por que no muriera sin que ella pudiera ayudarlo. Su propia desesperación solo la impulsaba a repetir la presión una y otra vez. De repente, se oyó un «pop», John emitió un horrible sonido, como si se ahogara, y un trozo de salchicha, como un tapón de champán, salió disparado de su boca y aterrizó en el suelo de la cocina, a dos metros de donde ella estaba, todavía arrodillada por encima de él. Colocó a John de lado y, al instante, este vomitó y permaneció inmóvil en el suelo, respirando entrecortadamente, pero respirando, por lo menos. El trozo de salchicha atascado en la garganta había estado a punto de matarlo. Pasaron varios minutos hasta que él mismo giró para ponerse de espaldas y quedarse mirándola.

– Me atraganté -dijo débilmente.

– Lo sé. ¿Cómo te sientes? -le preguntó Gwen con un aspecto muy preocupado.

– Un poco mareado -dijo en voz baja-. Estaba fumando y hablando y me comí uno de esos trozos de salchicha. Se quedó atascado y no podía hacer sonido alguno -dijo, recordando lo desesperado que se había sentido y con un aspecto todavía asustado. Temblaba y estaba pálido.

– ¿Por qué no vamos al hospital? -ofreció ella, limpiando los restos de su desayuno.

Luego le pasó un trapo húmedo y frío por la frente, mientras él la miraba agradecido.

– Gracias, Gwen. Me has salvado la vida.

Era verdad y los dos lo sabían. Habría muerto en pocos minutos o habría sufrido daños cerebrales si ella hubiera tardado más en sacar la salchicha.

– Ya estoy bien. Solo necesito recuperar la respiración -añadió John.

– ¿Estás seguro? Será mejor que Eric te eche una mirada cuando vuelva del barco.

Recogió el trozo de salchicha, del tamaño de un tapón de vino, y lo envolvió en un trapo de cocina para enseñárselo a Eric o, si John dejaba que lo llevara, en el hospital, pero este se negó.

Lo ayudó a volver a sentarse en la silla y le dio un vaso de agua, pero él solo tomó un sorbo. Vio con alivio que le había vuelto el color a la cara. Por espantosa que hubiera sido, la situación crítica ya había pasado.

– Gracias a Dios que estabas aquí -dijo agradecido-. ¿Por qué no te fuiste con los demás?

Su aspecto era ya casi normal, aunque todavía estaba afectado por la experiencia. Fue aterrador sentir cómo se ahogaba y luego perder el conocimiento. Estaba seguro, igual que ella cuando lo encontró, de que se estaba muriendo.

– Me pareció que Eric quería hablar con Robert y las señoras no parecían demasiado entusiasmadas de que fuera con ellas.

– Se les pasará -dijo John, dándole unas palmaditas en la mano-. Anne era su mejor amiga. Es difícil ver a Robert con otra persona, pero tiene suerte de tenerte a ti -dijo con ecuanimidad-. Todos la tenemos. Danos una oportunidad, Gwen, necesitamos un poco de tiempo.

John había sido amable con ella desde el principio y Eric había seguido su ejemplo, pero a las mujeres les estaba costando mucho más aceptarla. El día pasado en el Talitha G había ayudado, pero todavía estaban tratando de decidirse respecto a ella. Todo lo contrario que Robert, que ya sabía lo buena persona que era y lo mucho que le gustaba.


John y ella seguían sentados en la cocina, hablando, cuando Robert y Eric volvieron, dos horas más tarde. John se había duchado, se había cambiado la camisa y había vuelto para reunirse con Gwen. Habían hablado de la vida, de los amigos, de las pérdidas y de Robert. John sentía una enorme admiración por él y solo quería lo mejor para él, igual que todos.

– Bueno, os lo habéis perdido -dijo John jovialmente cuando entraron, pero Gwen observó que no había vuelto a encender un cigarro desde el accidente y que seguía un tanto tembloroso; por ello, se sintió aliviada al ver a Eric-. He intentado suicidarme con un trozo de cerdo. Así es como lo hacen aquí, pero no ha funcionado, como pasa con todo en este país. En realidad, Gwen me ha salvado la vida.

– ¿Qué te estás inventando? -dijo Robert, riendo al oírlo.

No tenía ni idea de qué estaba hablando John. Eric se puso serio inmediatamente. Le había estado contando a Robert lo que pasaba entre Diana y él. Esa era la razón de que Gwen no hubiera ido a navegar con ellos, para que pudieran hablar, y fue evidentemente cosa del destino que no se marchara con ellos. Si lo hubiera hecho, al volver habrían encontrado a John muerto en la cocina.

– Lo digo en serio -insistió John, mirando agradecido a Gwen y, a continuación, lo explicó todo.

Los dos hombres se quedaron impresionados por lo que había estado a punto de suceder.

– He guardado la salchicha para enseñártela -dijo Gwen y le dio el trapo de cocina a Eric para que la viera.

Eric se horrorizó al verla y, luego, volvió a mirar a John.

– Tiene el tamaño justo para bloquearte la tráquea y matarte. -Luego se dirigió a Gwen y le agradeció su presencia de ánimo y su persistencia-. ¿Qué tal si la próxima vez comes bocados más pequeños? -le dijo a John y fue a buscar el estetoscopio que había traído para comprobar cómo estaba.

La presión sanguínea y el corazón de John parecían estar bien y, para demostrarlo, este encendió un cigarro, justo en el momento en que Pascale y Diana llegaban de vuelta del mercado. John todavía llevaba puesto el brazal del aparato para tomar la presión cuando encendió el puro. Pascale se quedó contemplando, confusa, la escena de la cocina, mirando alternativamente a Eric y a John.

– ¿A qué clase de juegos habéis estado jugando? -dijo regañándolos.

– Gwen se ofreció a quitarse la parte de arriba del biquini y Eric estaba comprobando de qué manera me afectaba -dijo John, con una amplia sonrisa.

Gwen protestó y Pascale cabeceó con desaprobación.

– Muy bonito -dijo, dejando los cestos-. ¿Ha pasado algo? -preguntó a continuación, al ver las caras serias de los demás.

– Se atragantó con un trozo de salchicha -dijo Eric, con sencillez-, y por muy poco no lo cuenta. Gwen le hizo el Heimlich y lo salvó. En pocas palabras, eso es todo. -Para recalcarle la gravedad de lo sucedido y el acto de heroísmo de Gwen, añadió-: Estaba inconsciente cuando lo encontró.

– Mon Dieu, pero ¿cómo sucedió? -Parecía aterrada; miraba a John y, agradecida, a Gwen. Luego abrazó a su marido-. ¿Estás bien? ¿Qué estabas haciendo?

– Hablando, fumando y comiendo. Gwen es una buena chica. De no ser por ella, habría estado bien jodido, de forma permanente.

Pascale pudo ver en sus ojos, más allá de la exageración, que se había asustado de verdad. Se acercó a Gwen y la abrazó.

– Gracias… No se qué decir… gracias.

Pascale no pudo decir nada más debido a la emoción. Gwen la abrazó a su vez, pensando que se alegraba de haber estado allí. Habían tenido suerte.

– ¿Cuándo almorzamos? -dijo John con una sonrisa de oreja a oreja.

Pascale puso los ojos en blanco y gimió.

– He comprado boudin noir en el mercado, pero nada de embutido para ti. Voy a darte preparados para bebé hasta que aprendas a comer.

John no le replicó; le rodeó los hombros con un brazo y la besó. Era como si se le hubiera concedido el don de la vida, de forma inesperada y, quizá, inmerecida, pero estaba agradecido por ello.


El grupo se mostró animado durante el almuerzo y todos estaban de buen humor, incluso Eric y Diana. Era como si la mano del destino los hubiera salvado a todos de otro desastre. John parecía particularmente feliz. Más tarde, él y Pascale se fueron a su habitación a dormir la siesta y Eric le pidió a Diana que fuera a dar un paseo con él, con lo cual Robert y Gwen se quedaron solos. Salieron afuera y se tumbaron en el pequeño muelle, empapándose de sol.

Gwen le contó todo lo que había pasado con John y él, meneando la cabeza, escuchaba; recordaba la noche en que había encontrado a Anne y volvía a vivir aquella pesadilla, sin decir nada.

– John ha tenido una suerte de todos los diablos de que lo encontraras.

– Me alegro de haberlo hecho -dijo ella suavemente, todavía un poco asustada por todo lo que había pasado.

Robert la miró con una ternura sorprendente.

– Me alegro de haberte conocido, Gwen. No estoy seguro de estar preparado para ti ni de merecerte. Pero lo que siento por ti es muy fuerte. -Era una manera tímida de decirle que se estaba enamorando de ella, pero ella también se estaba enamorando de él y estar allí, juntos, en el sur de Francia, con sus amigos, los estaba acercando todavía más-. La vida es extraña, ¿no? Nunca se me había ocurrido que pudiera perder a Anne. Siempre había pensado que ella me sobreviviría. Nunca me pasó siquiera por la cabeza que habría alguien más en mi vida. Eric me ha estado contando que entre él y Diana están pasando cosas muy tristes. Justo cuando piensas que tienes algo seguro entre las manos, todo se rompe en pedazos y tienes que volver a empezar desde cero. Luego, cuando piensas que tu vida se ha acabado, empieza de nuevo y tienes otra oportunidad. Quizá sea eso lo que hace que la vida valga la pena.