– Yo tampoco pensé nunca que volvería a encontrar a alguien tan importante para mí -coincidió Gwen-. Pensaba que había cometido demasiados errores y que había jugado ya todas mis cartas. Pero quizá no es así -dijo con dulzura, mirándolo.

Permanecieron sentados, juntos, durante mucho rato, mirando el mar y contemplando tanto su pasado como su futuro.

– Te quiero, Gwen -dijo él, volviéndose a mirarla-. No puedo creer que yo sea lo adecuado para ti. Soy demasiado viejo y nuestras vidas son muy diferentes. Pero, ¿quién sabe?, puede que esto sea lo mejor que nos haya pasado nunca a los dos. -Sonrió sosegadamente y la rodeó con el brazo-. Vamos a esperar y ver qué pasa.

– Yo también te quiero -susurró ella, mirándolo.

Entonces él la besó. El sol brillaba intensamente sobre Saint-Tropez.

Capítulo11

Desde el momento en que Gwen salvó a John de ahogarse, las actitudes de todos hacia ella parecieron cambiar sutilmente. No fue algo inmediato ni manifiesto, sino más gradual, pero palpable; todos hacían pequeños gestos dirigidos a ella. La siguiente vez que Diana y Pascale fueron al mercado, le pidieron que las acompañara. Al principio, se mostraban reservadas, pero luego empezaron a abrirse y charlar con más naturalidad. Gwen llevaba las bolsas de la compra con ellas, preparaba el desayuno para todos y, por la noche, recogía la cocina en lugar de Pascale. Una noche, cuando Pascale se puso enferma, Gwen preparó la cena para todos y una sopa de pollo para Pascale. Había comido almejas en mal estado en el puerto y había vomitado violentamente. Varios días después, seguía sintiéndose enferma.

Se sentía tan mal que Eric temió que hubiera contraído salmonella o hepatitis y quería que fuera a ver a un médico y que le hicieran un análisis de sangre, pero Pascale insistió en que estaba bien y se quedó en cama unos días.

Cuando la primera semana de la estancia de Gwen allí tocaba a su fin, Diana ya hablaba abiertamente delante de ella e incluso había reconocido la reciente relación amorosa de Eric. Al principio, Gwen no dijo nada, pero luego no pudo contenerse más.

– Mira, Diana, sé que no tengo ningún derecho a decirte esto y tampoco sé qué deberías hacer, pero mi marido tuvo una relación cuando estábamos casados y yo lo dejé el mismo día en que me enteré. Lo eché a la calle, cerré la puerta y nunca volví a hablar con él. Pedí el divorcio. Llevábamos nueve años casados y creo que, en cierto modo, lo obligué a casarse con la otra mujer. No estoy segura de que lo hubiera hecho si yo no lo hubiera abandonado. No sé qué pasó después de eso ni por qué hizo lo que hizo. Nunca contesté a sus llamadas ni volví a verlo. Se suicidó seis meses después de volver a casarse y, más tarde, ella dijo que él nunca había dejado de quererme. Lo más estúpido, lo verdaderamente pecaminoso y terrible es que yo seguía enamorada de él. No estoy diciendo que Eric fuera a hacer nunca algo así, lo que estoy diciendo es que arruiné mi matrimonio, lo tiré a la basura. En aquel momento, pensé que nunca podría perdonarlo. Además, ella era mi mejor amiga. Pero ahora sé que cometí un terrible error y desearía no haberlo hecho. Espero que seas más inteligente que yo -dijo Gwen con lágrimas en los ojos, mientras Diana la escuchaba atentamente, conmovida por lo que estaba oyendo-. Es justo sentirse herida y furiosa, pero no lo tires todo por la borda.

Diana asintió, mientras seguían secando los platos y, cuando Eric entró en la cocina, miró hacia otro lado. Era una historia terrible, pero de ella se podía aprender una lección, no sobre el suicidio, sino sobre amar a alguien, perdonar y no tirar piedras contra el propio tejado.

Aquella noche Gwen le contó a Robert su conversación con Diana.

– Me alegro. Yo también he estado tratando de hacer que Eric no tire la toalla. Está muy desanimado y supongo que ella está muy enfadada con él, pero eso es comprensible. Si pueden pasar por esto y seguir queriéndose a pesar de todo, al final, quizá acaben teniendo algo incluso mejor. Eric no está seguro de que Diana vaya a ceder.

Tampoco lo estaba Gwen, teniendo en cuenta lo que Diana le había dicho.

Al día siguiente, Gwen preparó el desayuno para todos en lugar de Pascale, que se sentía demasiado débil de resultas de su intoxicación para levantarse. Cuando John se reunió con ellos en la cocina, parecía preocupado.

– No me gusta el aspecto que tiene -dijo, en voz queda, a Eric-. No quiere reconocerlo, pero sé que se encuentra bastante mal. Creo que tendría que ver a un médico, aquí en Saint-Tropez, y que le hicieran unos análisis.

– Le echaré una ojeada después de almorzar -ofreció Eric y John se lo agradeció.

Cuando hubieron comido las tostadas a la francesa de Gwen, Eric subió al piso de arriba. Pascale le dijo que creía que era una combinación de problemas y le explicó las molestias que tenía. Todo lo que dijo sonaba razonable y Eric pudo tranquilizar a John cuando volvió a bajar.

– Creo que se siente fatal. Se tarda bastante en superar un caso de intoxicación tan malo como este.

Pero John no estaba convencido y, cuando subió para ver cómo estaba, la riñó de nuevo, insistiendo en que fuera a ver a un médico. Ella le respondió que no le gustaban los médicos en Francia.

– Y a ti tampoco -le recordó.

Sin embargo, cuando la miró, le pareció que tenía la cara verdosa.

Cuando todo el grupo, incluyendo a Pascale, que dijo que se encontraba mejor, se reunió para almorzar, Robert y Gwen dijeron que estaban hablando de prolongar su estancia otra semana.

– ¡Hurra! -exclamó Diana y, al instante, pareció avergonzada, pero una mirada de naciente amistad pasó entre ella y Gwen.

Todos iban descubriendo lentamente que no solo era una buena persona, sino que, además, era encantadora y ya se sentían menos preocupados por Robert. Gwen estaba empezando a restaurar la fe que siempre habían tenido en su buen criterio y John estaba entusiasmado por él. Se lo dijo a Pascale por la tarde.

– Fíjate en la vida que podría llevar con ella, Pascale. Es apasionante. ¡Una estrella de cine! A su edad, le daría chispa a su vida.

– No es eso lo que necesita -dijo Pascale, con reservas. Aunque estaba agradecida por lo que Gwen había hecho por John cuando se estaba ahogando, seguía queriendo estar segura de que Robert no cometía un error, si la relación llegaba tan lejos. Pero solo el tiempo lo diría-. Necesita una persona real, una compañera, una buena amiga.

– Ella es una persona real. Mírala, ha cocinado y limpiado más que Diana o tú. Es amable con todos nosotros. Al principio, aguantó todas vuestras estupideces y fue muy comprensiva. Y lo más importante es que creo que lo quiere y que él la quiere a ella.

– No crees que vayan a casarse, ¿verdad? -dijo Pascale, todavía con aire preocupado.

– A nuestra edad, ¿quién necesita casarse? Él no va a tener hijos. Lo que necesitan es pasarlo bien juntos. Creo que eso es lo que los dos quieren.

– Bien -dijo ella, con aspecto aliviado.

– ¿Y tú, qué? ¿Vas a ser razonable y vas a ir al médico? No me importa si te sientes mejor. Puede que hayas cogido un virus malo de verdad. Puede que necesites antibióticos.

– Lo único que necesito es dormir.

Estaba tan exhausta que apenas podía levantarse de la cama y pasó toda la mañana siguiente esperando que llegara la tarde para echarse la siesta.


Todavía seguía durmiendo a las cinco, cuando Eric, Robert y Gwen volvieron de navegar. Diana estaba echada en una tumbona en el jardín, leyendo, y John había ido al hotel más cercano a enviar un fax a Nueva York.

– ¿Qué tal el paseo? -preguntó Diana, con una sonrisa, mirando de soslayo a Eric.

Había estado pensando en él y en lo que Gwen le había dicho. Seguía enfadada con él, pero podía concebir la posibilidad de que, un día, su dolor y su decepción disminuyeran. Había estado pensando en todo lo que habían hecho a lo largo de los años, en lo que amaba en él y, aunque todavía lo odiaba por lo que había hecho, casi podía comprenderlo. Quizá era un último intento de aferrarse a su juventud. No estaba del todo segura de poder culparlo por eso. Él la miró y se detuvo un instante. Por vez primera, veía algo diferente en sus ojos.

– Fue agradable -dijo.

Cuando pasaba por su lado, ella movió las piernas en la tumbona y él se paró un momento y luego se sentó.

– Te he echado de menos -dijo, vacilando, mientras los demás se dirigían hacia la casa-. No he dejado de pensar en ti todo el rato, mientras navegábamos.

– Yo también -dijo ella, sin extenderse, pero él notó que parte del hielo que había en su corazón se había fundido.

– De verdad que quiero solucionar esto. Sé que hice mal. Y no puedo esperar que me creas o confíes en mi de nuevo, no tan pronto. Pero me gustaría pensar que volverás a hacerlo con el tiempo.

– A mí también me gustaría -dijo ella sinceramente.

Sus amigos habían hablado con los dos, pero lo que Gwen le había dicho era lo que más la había conmovido. Sus palabras cargaban con todo el peso del dolor que sus propios errores habían causado. Era evidente que llevaba aquella carga de remordimiento desde entonces.

– Veremos -añadió.

Era todo lo que podía prometerle a su marido en aquel momento. Pero cuando volvieron a su habitación al final de la tarde, parecía que su paso era más ligero y, cuando Eric dijo algo divertido, ella se echó a reír.

– ¿Quieres que salgamos a cenar fuera? -le preguntó él.

Después de pensarlo un segundo, asintió.

– ¿Qué crees qué querrán hacer los otros?

– Salgamos los dos solos por esta noche. Ellos pueden arreglárselas solos.

Eric se sentía muy aliviado de poder hablar con ella de nuevo. Las cosas habían cambiado.

Pascale decidió quedarse en cama y dormir y John acababa de recibir un paquete con papeles de su oficina y quería revisarlos. Robert y Gwen decidieron dar una vuelta por Saint-Tropez y luego ir a comer algo en el puerto.


Aquella noche, muy tarde, estaban sentados otra vez en el Gorilla Bar, charlando y riendo, cuando Robert la miró y cogiéndole la mano y sin darle más explicaciones, dijo:

– Ven, vámonos a casa.

– ¿Estas cansado? -preguntó, sorprendida por su repentino deseo de volver, pero él parecía feliz y de buen humor.

Pagaron la cuenta y volvieron a casa en su Deux Chevaux.

Todo estaba silencioso cuando llegaron. Eric y Diana no habían vuelto todavía. Las luces estaban apagadas y John y Pascale se habían ido a la cama.

Mientras subían las escaleras Robert y Gwen hablaban en susurros, como dos adolescentes.

– Buenas noches -dijo ella.

Él la besó, pero vaciló mucho rato antes de dejarla ir.

Y luego, la miró, sintiéndose como un chaval.

– Me preguntaba si… pensaba que… ¿Quieres dormir en mi habitación esta noche, Gwen? -preguntó en voz muy baja y sonrojándose en la oscuridad.

– Nada me gustaría más.

Hasta entonces habían actuado con gran cautela y no habían sentido ninguna presión para ir más allá de lo que creían que podían en cada momento. Pero, de repente, a Robert las cosas le parecían diferentes; sabía que los dos estaban dispuestos y, durante los últimos días, se había sentido extrañamente en paz respecto a Anne. La noche antes había soñado que Anne reía y sonreía y lo saludaba con un ademán y luego se despedía con un beso. No sabía adónde se iba y, al despertar, estaba llorando, pero eran lágrimas de alivio, no de dolor. En cierto sentido, tenía la sensación de que ella estaba bien. Le había contado el sueño a Gwen.

Encendió solo una luz en el dormitorio. Gwen lo siguió lentamente y vio la foto de Anne en la mesilla de noche y, por un instante, se sintió conmovida. Era muy triste pensar que había tenido una compañera sentimental tanto tiempo y que ahora estaba solo. Pero tenía a sus hijos y sus recuerdos de la vida que habían compartido.

Y ahora tenía a Gwen. Tenía mucho.

Él permaneció de pie, inmóvil, un buen rato, como si saboreara lo que estaban a punto de compartir y luego, con mucha gentileza, le tendió la mano. Ella dio dos pasos hacia él y lo abrazó. Quería liberarlo de todo el dolor que había sentido y consolarlo por su pérdida.

– Te quiero, Robert -susurró-, todo va a salir bien.

Él asintió y tenía los ojos llenos de lágrimas cuando la besó; lágrimas de adiós para Anne y de amor por Gwen. Luego, lentamente, quedaron envueltos en su pasión, sus besos parecieron devorarlos y, momentos después, estaban acostados en la cama. Él ya sabía, por haberla visto en biquini, lo espectacular que era su cuerpo, pero no era solo eso lo que ansiaba; era su corazón.

Cuando, más tarde, descansaban uno en brazos del otro, saciados, somnolientos, satisfechos, la estrechó contra él y ella lo miró y sonrió.