– Sí, podría ser. Quizá una estrella de la canción o alguien así haya comprado la casa blanca.

Se relajó un poco sintiendo un rayo de esperanza.

– ¿Quién sabe? -Norah soltó una breve carcajada-. Cosas más raras han sucedido por aquí, tendrás que admitirlo.

– Desde luego. Bien, creo que iré a darme una ducha rápida y después bajaré a ayudarte con la cena.

Dos horas después, Norah llamó desde el recibidor.

– Es David, Shea.

Niall masculló entre dientes.

– ¿Has dicho algo?

Shea se detuvo y suspiró con teatralidad.

– ¿Es ese David Aston otra vez? -preguntó Niall girando el lapicero.

– Sí. Ya sabes que me lleva siempre a la reunión de la Asociación de Progreso -replicó con naturalidad-. ¿Por qué?

– No vas a salir con él, ¿verdad? Quiero decir, salir para una cita o algo así.

– No, por supuesto que no -su madre frunció el ceño-. ¿Qué te hace preguntar eso?

– ¡Oh, nada!

– Niall, ¿cuál ese problema? -preguntó con delicadeza Shea.

– Es sólo que no creo que me guste verte con David, bueno, ya sabes. Quiero decir, que él está bien y supongo que es un poco… llorón.

– Vamos, eso no me parece un cumplido.

– Depende de cómo lo mires, mamá. Pero es un poco enclenque y… -Niall alzó la vista y miró con seriedad a su madre-. Supongo que lo que quiero decir es que no me parece lo suficiente bueno para ti.

– Oh -Shea se tragó una carcajada-. ¿De verdad? ¿Y quién, en tu opinión, jovencito, es lo suficiente bueno para tu madre entrada en años?

Niall sonrió de nuevo.

– Tom Cruise.

Entonces ya no pudo contener la carcajada.

– El señor Tom Cruise tendría algo que objetar a eso.

– ¿Y qué te parece alguien como el padre de Pete entonces? -intentó Niall de nuevo-. Él le lleva a Pete a pescar y cosas así.

– También ahí hay un pequeño problema -Shea puso una mueca-. Pete tiene también una madre encantadora.

– Supongo que sí -suspiró de nuevo-. ¿Pero es que los buenos ya están todos pillados? -preguntó con el mismo tono de su abuela.

Shea le pasó una mano por el pelo y se agachó para besarlo en la mejilla.

– Los rumores dicen que por desgracia es así -dijo con una sonrisa-. Si llego a casa tarde, te veré por la mañana, ¿de acuerdo?

– Claro. Que lo pases bien.

– ¿En una reunión? -sonrió con escepticismo-, pero para volver al tema de los buenos, en la remota posibilidad de que viera a alguno, intentaré no dejarlo escapar.

Niall soltó una carcajada y levantó los dos dedos con el signo de la victoria.

Shea seguía sonriendo cuando subió al coche de David.

– ¿Cuál es el chiste? -preguntó él.

Pero Shea sacudió la cabeza.

– Nada interesante -contestó ausente mientras lo evaluaba por primera vez.

David Aston era bastante atractivo, con el pelo y ojos oscuros.

¿Un llorón? ¿Un enclenque? La descripción de Niall se le pasó por la cabeza y la apartó con sensación de culpabilidad. No, David era simplemente, bueno, un poco aburrido. Eso no quería decir que fuera un llorón.

Sin embargo, una cosa era cierta, reconoció Shea. Ella sabía que no la atraía. Ni ningún otro hombre. Y eso había sido así durante tanto tiempo…

Shea se removió agitada y se quitó con rapidez aquellas reflexiones de la cabeza.

– Entonces, ¿cómo crees que será la agenda para esta noche?

– Dejamos algunos puntos por discutir en la reunión del mes pasado -dijo con ansiedad David mientras giraba en la calle que conducía al centro de la ciudad-. Creo que alguien ha sugerido manifestarse ante el ayuntamiento contra el alcantarillado. No creo que eso sea un comportamiento aceptable.

Shea enarcó las cejas.

– ¿Así que no estás por la resistencia pasiva?

– Por supuesto que no. No veo el punto de exhibirse a sí mismo. Hay otras formas, bueno, más civilizadas de hacer las cosas.

– ¿Discusiones maduras? -sugirió Shea.

David se apartó el pelo negro de la frente.

– Por supuesto. La gente asocia las manifestaciones con el estilo de vida hippie. ¿No crees, Shea?

Shea se mordió el labio mientras reflexionaba. Había un buen número de gente con estilos de vida alternativos viviendo en Byron Bay y a Shea le parecía bien. Miró de soslayo a David y vio que tenía los labios apretados con desaprobación.

– Creo que la mayoría de la gente se movilizaría si fuera para conseguir algo.

– Pero hay canales adecuados. Es tan desagradable ver manifestarse a todos esos melenudos, con aspecto sucio.

Shea suspiró. La verdad era que no tenía ni la energía ni las ganas de discutir con David.

– Yo sé que relativamente soy un recién llegado. Sólo llevo aquí un año o así continuó David-, pero he elegido esto porque era una ciudad pequeña, bonita y tranquila sin ninguna de las llamadas «brillantes atracciones».

– Bueno, Byron Bay es desde luego así.

Shea contempló el puñado de casas modestas por las calles que pasaban. A ella le encantaba aquel sitio, con su estilo de vida relajado que normalmente se asociaba con las comunidades australianas playeras.

– He visto a Niall en bicicleta cerca de la playa esta tarde.

– Montar en bicicleta es una de sus pasiones en este momento -replicó Shea pensativa mientras recordaba las revelaciones de su hijo acerca de la casa grande-. ¿Cómo va el negocio inmobiliario ahora?

– No me puedo quejar. Vendí la casa de Martin al hijo de Jack Percy. Va a casarse a finales de año y piensa renovarla a tiempo para la boda.

– Eso está bien -inspiró antes de lanzarse-. Niall me ha dicho que ha visto a unos obreros trabajando en la casa grande blanca. ¿Se ha vendido?

– No que yo sepa. Y estoy seguro de que me habría enterado. Pero también podría ser que le venta se hubiera efectuado en privado hace unos meses, para poder ocupar legalmente la casa ahora.

Las sospechas verificadas le produjeron a Shea una sensación de ahogo en la boca del estómago. Ella sabía que, si hubiera habido una venta, David se habría enterado y se lo habría mencionado. Una venta de aquella magnitud hubiera corrido por toda la ciudad. Lo que significaba sólo una cosa.

– Es propiedad de un americano, ¿verdad? -irrumpió David en sus pensamientos.

– Sí. De Joe Rosten.

– Rosten, eso es. Es el director de una empresa de inversiones, ¿verdad?

– Algo así -replicó con cuidado Shea-. Una cadena de servicios de consultorías financieras. También tiene otros muchos negocios. Minas, inmobiliarias…

– Alguien me contó una vez que hasta tenía una empresa cinematográfica. ¿Es cierto?

– Sí, una pequeña. Pero creo que es más por afición.

O un grandioso regalo para su adorada hija única, pensó Shea para sí misma cuando una pena adormecida empezó a despertar dentro de ella. Apartó con firmeza aquellos pensamientos cargados de dolor a lo más profundo de su memoria. No podía, ni debía, permitirse recordarlo todo. Ahora no.

– Una afición, ¡vaya! -David giró al área de aparcamiento detrás del edificio de la reunión-. ¿Cuántos años tiene ese tipo? ¿Tiene familia? ¿Y cómo es que nunca viene aquí?

– La verdad es que tiene una hija -empezó Shea con cautela.

¿Qué pensaría David si le contara toda la historia?

– Una hija afortunada. ¿Y dónde puedo conocerla?

David se rió mientras salía del coche y se apresuraba a abrir la puerta del pasajero para ella. Eso le ahorró a Shea tener que dar una respuesta.

La sala que usaba la Asociación para el Progreso era vieja y destartalada y dejaba mucho que desear. Sin embargo, una gran multitud se aventuraba a asistir a las reuniones. Por muy aburridas que fueran, siempre aparecía un buen número de ciudadanos concienciados, reflexionó Shea mientras tomaba asiento con David en los bancos delanteros.

Rob, el moderador, tocó la campanilla y la reunión comenzó. No pasó mucho tiempo hasta que la discusión decayó y Shea se distrajo.

Por supuesto, tenía los pensamientos puestos en las revelaciones de Niall acerca de la gran casa blanca. Joe Rosten, el propietario y amigo del padre de Alex debía de tener ahora cerca de los setenta años y probablemente se habría retirado. ¿Habría decidido regresar a Byron Bay? Esa idea le trajo otras consideraciones alarmantes. Quizá su única hija lo acompañara.

Y su yerno.

– Bueno, yo no pienso involucrarme en ninguna manifestación de protesta.

La voz grave de David sacó a Shea de sus ensoñaciones, sintiéndose un poco culpable por no haber prestado ninguna atención.

– Estoy segura de que no será para tanto -empezó ella sin tener ni idea del tema por el que David mostraba tanto desagrado.

– Quizá sea un poco prematuro -sugirió una voz profunda desde el final de la sala.

Un hombre alto de pelo fino estaba avanzando hacia delante.

Llevaba unos vaqueros ajustados y una camisa lisa con las mangas enrolladas.

La dura luz fluorescente iluminó el reloj de oro de su muñeca izquierda, en cuya mano llevaba, en el dedo anular, un anillo de casado.

Todo aquello lo captó Shea de forma inconsciente. Su cuerpo abotargado no parecía poder reaccionar. Si hubiera estado sola y hubiera sido capaz de responder al sonido de aquella voz, a la vista de aquella cara familiar y desconocida a la vez, sabía que se habría desmayado.

Entonces, la audiencia pareció desvanecerse y sus ojos se encontraron, los de color café con los asombrados verdes marinos. Y el corazón de Shea empezó a acelerarse.

Capítulo 2

¡CÓMO HUBIERA deseado Shea poder estar sentada, en silencio, sola y recuperar algún amago de compostura apartada del público que atestaba la sala de reuniones! En aquellos interminables segundos sintió que toda su vida pasaba por delante de ella, con todos los placeres y dolores, con todos los logros, con todos los que ella consideraba fallos.

Ella era una niña pequeña en Brisbane, criándose en el calor y la seguridad del cuidado y amor de su madre. Era una huérfana de doce años viajando en dirección sur hacia Byron Bay para empezar una nueva vida con Norah Finlay, una madrina a la que apenas conocía. Era empujada al círculo desconocido de Norah y su hijo, Jamie. Y el sobrino de Norah, Alex.

Recordó de forma vívida el momento en que había conocido a Alex Finlay. Estaba grabado en su mente con una claridad que ensombrecía su llegada a la pintoresca costa de Byron Bay y a su encuentro con Norah y Jamie. Y aparentemente, sus recuerdos de aquel primer encuentro con él eran capaces de alterarla todavía.

Ella llevaba viviendo una semana con Norah y con su hijo de quince años, Jamie, cuando el sobrino de Norah había vuelto de una excursión escolar a Canberra, la capital de la nación. Sin embargo, en aquella semana de ausencia de Alex Finlay, su reputación le había precedido.

Era evidente que Norah lo adoraba y que, si todo lo que decía Jamie era verdad, el primo de dieciséis años debía de ser una especie de dios. Alex era, académicamente, el genio del colegio. Y también destacaba en los deportes. Alex era, bueno, Alex lo era todo para todo el mundo.

Vivía, según le contaron a Shea, con su padre viudo en una casita de campo en la misma calle de Norah. El padre de Alex y el difunto padre de Jamie eran hermanos y Alex era para él más un hermano que un primo.

Y Shea había pensado, en aquellos días anteriores al encuentro de Alex, que era una clara indicación del carácter de Jamie el que no hubiera demostrado ninguna envidia hacia su perfecto primo.

Alex fue a visitarlos en cuanto llegó de Canberra. Jamie había dicho que Alex no parecía llevarse muy bien con su padre. Y más adelante, Shea descubriría que Donald Finlay era un hombre autoritario y frío, el tipo de persona que no fomentaba que nadie se le acercara, incluido su propio hijo.

Shea se encontraba en su habitación preparando con nerviosismo sus libros de texto para el primer día de escuela cuando oyó el sonido de voces de bienvenida desde el salón. Un momento más tarde, oyó una llamada en su puerta y asomó Jamie con cara sonriente para decirle que Alex estaba ya en casa y que debía ir a saludarle.

Y ella fue. Con desgana. No sólo era bastante tímida siempre que conocía a alguien nuevo, sino que no sentía mucha inclinación a conocer a alguien tan reverenciado por su nueva familia. ¿Y si Alex Finlay, universalmente reconocido como tan perfecto, resultaba ser un arrogante insoportable? Ella suponía que simplemente tendría que aparentar que le caía bien, por el bien de Norah y de Jamie.

Entró en el salón detrás de Jamie. Allí estaba.

Llevaba el pelo fino muy largo, en una melena ondulante con las puntas decoloradas por el sol. Y sus ojos eran oscuros, enmarcados por unas pestañas aún más oscuras. Más tarde, descubriría que sus ojos eran castaños claros y que se volvían del color del chocolate oscuro si se apasionaba por algo. O por alguien.