Cuando la meditación terminó, la madre Agnes se levanto y guió en silencio a las hermanas fuera de la capilla; la hilera de mujeres descendió los escalones para dirigirse calladamente al refectorio, a sus lugares acostumbrados. Comenzaron dando gracias, dirigidas por la hermana Gregory, quien encabezaba las plegarias esa semana. La hermana pidió una bendición especial para el alma de Krystyna Olczak y su familia. Luego empezaron con su sencilla cena, que esa noche consistía en estofado de vaca, servido sobre fideos hervidos, con un plato de betabeles en conserva que cultivaban en su propio jardín y que la hermana Ignatius había cocinado.

Después de los rezos vespertinos las monjas se retiraron a sus celdas, regidas por el voto de silencio nocturno hasta las seis y media de la mañana. La celda de la hermana Regina era un duplicado de las otras: un cuarto estrecho con un camastro, un escritorio, una silla, una lámpara, una ventana y un crucifijo. No tenía baño ni reloj y sólo contaba con un pequeño clóset en el que colgaban dos mudas extra de ropa y un espejo diminuto, apenas del tamaño de un platito, que ella usaba para acomodarse el velo en su sitio. No usaba el espejo para otra cosa, porque había dejado atrás la vanidad hacía muchos años, junto con otras sofisticaciones mundanas, cuando hizo sus votos.

Se quitó el hábito y se puso un camisón blanco que sacó del clóset. Cuando sonó la última campanada a las diez de la noche para que las luces se apagaran, la hermana Regina yacía tendida en la oscuridad, con los brazos apretados sobre las mantas, que estiraba con fuerza contra el pecho, con la esperanza de que eso aliviara la angustia que sentía en su interior. Sin embargo, todo el dolor y tristeza que con tanta obediencia había sublimado, estallaron en una oleada de llanto. Y aunque comenzó como dolor por los Olczak, fue cambiando hasta convertirse en algo muy distinto, porque en algún momento, mientras lloraba, se dio cuenta de que también lo hacía por su creciente insatisfacción con la vida que eligió. Había creído que la vida comunal de las benedictinas sería una fuente de fuerza, apoyo y que le proporcionaría una constante sensación de paz interior. Un valle de serenidad sin conflicto donde el sacrificio, la oración y el trabajo arduo le acarrearían la felicidad interna que no deja cabida para desear nada más. Pero en vez de ello, lo que obtenía era silencio cuando necesitaba comunicarse, alejamiento cuando necesitaba proximidad.

Con la mayor de las tristezas, la hermana Regina admitió que su comunidad religiosa la había defraudado aquel día.


Cuando Eddie Olczak llegó a su casa, la encontró invadida por la familia, tanto la propia como la de Krystyna. Nueve de sus hermanos y hermanas aún vivían cerca de ahí, lo mismo que cinco de los de Krystyna. La mayor parte se hallaba en la cocina o en la sala, junto con sus respectivos cónyuges, los sobrinos y por supuesto, los padres de los dos. Había tanta gente que, de hecho, su hogar de cuatro habitaciones no tenía cabida para todos, así que muchos estaban en el porche y en el jardín.

Todos se acercaron a Eddie cuando lo vieron llegar a la altura del par de viejos y descuidados bojes, plantados en el jardín del frente. Los brazos amorosos que se extendían para consolarlo abrieron de nuevo el caudal del llanto; todos lo compartieron mientras Eddie pasaba de un hermano a una hermana y de su padre a su madre.

Lo peor de todo fue el encuentro con sus padres. Los vio en su atestada sala y se dirigió primero a su madre. Era una mujer regordeta de baja estatura, con cabello gris de rizos apretados que siempre parecía oler a la comida que cocinaba. Cuando se abrazaron, él tuvo que inclinar la cabeza para besarle el cabello.

– Mommo -le murmuró en polaco, entre sollozos, cuando estaban abrazados.

– ¡Oh, Eddie! Mi niño… mi querido niño… -lloraron juntos y se abrazaron; luego se volvió hacia su padre.

– ¡Poppo! -exclamó cuando los poderosos brazos de su padre lo rodearon y las manos fuertes de granjero, tan curtidas como un arnés de cuero, lo atrajeron hacia él-. ¡Se ha ido, Poppo! ¡Mi Krystyna se ha ido!

– Lo sé, hijo, lo sé -Cass Olczak no era un hombre que hablara mucho, pero sí amaba a sus hijos. Lo único que podía hacer era abrazar a su muchacho y sufrir a su lado, con la esperanza de que entendiera que él habría dado cualquier cosa por evitar que sufriera, si eso fuera posible. Cass había ido ahí directo desde el campo, en su mono de trabajo a rayas, con olor a tierra y sudor, con un dejo de olor a granero. Era un hombre robusto, un poco más bajo que Eddie, con la constitución heredada de los cosacos de los que descendía.

Entonces apareció la hermana de Krystyna, Irene Pribil, y le preguntó con timidez y retraimiento:

– ¿Ya comiste algo, Eddie?

– No. No tengo hambre, Irene.

– Sin embargo, deberíamos hacer café -repuso su madre.

– Sí -añadió Irene-, y también hay pastel.

Eddie no tenía idea de dónele había llegado un pastel tan pronto, pero no se sorprendió. Aquellas mujeres pensaban que la comida era el mejor antídoto para cualquier crisis. Prepararon café húngaro y, antes de que pudieran cortar el primer pastel, ya había llegado otro enviado por un conocido, seguido por más alimentos que mandaban otros vecinos: huevos endiablados, lonjas de rosbif con salsa, chuletas de cerdo sobre rebanadas de papa y pastel dulce y ligero de semillas de amapola, para acompañar con café. Las mujeres pusieron la comida sobre la mesa de la cocina que Eddie hizo para Krystyna como regalo de bodas. La había pintado de blanco y ella adornó los respaldos de las cuatro sillas que le hacían juego con calcomanías de frutas. Tenían pensado que cuando tuvieran más hijos él haría más sillas, aunque ahora ya sólo serían las dos niñas que estaban sentadas con parsimonia en el porche delantero, junto con un montón de sus primos.

Lucy tomó sólo una rebanada de pastel. Anne no comió nada.

Los adultos se sentaron en las barandas del porche con los platos sobre las rodillas, así como también en los amplios escalones y en el interior de la diminuta sala, en el banco del piano y en el sofá rojo forrado con tela de crin de caballo y relleno en exceso.

Después, las mujeres lavaron los platos y los hombres se quedaron con Eddie, que le pidió a seis de ellos que actuaran como portadores del féretro, tres hermanos suyos y tres de Krystyna. El aire comenzó a enfriarse y salieron las estrellas. Los niños empezaron a jugar, pero sus madres se apresuraron a reprenderlos por ser tan insensibles. Los mayores se mostraron avergonzados y los más jóvenes hicieron pucheros sin comprender del todo qué habían hecho mal.

Con cierta vacilación comenzaron a marcharse.

Los últimos en partir fueron Romaine y su esposa Rose, los cuatro abuelos e Irene, que había llegado con sus padres. Irene tomó a Eddie del brazo mientras el grupo avanzaba hacia los dos autos estacionados en el bulevar. Eddie podía sentir cómo temblaba Irene, con el brazo enlazado con firmeza en torno al de él, como para no caer. Aquellos estremecimientos venían de lo más profundo de su ser y él comprendía por lo que Irene estaba pasando. Era dos años mayor que Krystyna. Las dos se querían mucho y como Irene nunca se había casado y aún vivía con sus padres, pasaba mucho tiempo en casa de su hermana. Krystyna e Irene siempre hacían todo juntas; se aplicaban permanentes la una a la otra, bailaban la polca en los bailes de los sábados, se hacían vestidos iguales y se confiaban sus secretos.

Cuando sus padres y los de Krystyna estuvieron acomodados en sus autos, Irene le dio a Eddie un último abrazo. Dejó escapar un sollozo y alcanzó a decir:

– ¡Oh, Dios, Eddie…! -lloró sobre su hombro y él la sostuvo con fuerza; sabía que de aquellas dos grandes familias nadie extrañaría a Krystyna más que ellos dos: el esposo y la hermana que era también su mejor amiga.

Irene se separó de él y se volvió hacia el auto.

– Si necesitas algo, sólo avísame -le indicó ella.

– Eso haré.

Subió al asiento trasero del Plymouth treinta y ocho de su padre y Romaine cerró la puerta.

Los autos se alejaron y dejaron atrás a Eddie, de pie con sus dos hijas, junto a Romaine y Rose.

– Las niñas necesitan un baño -observó Rose-. ¿Por qué no las llevo adentro y lleno la bañera?

Eddie dejó caer la pesada mano sobre el hombro de Rose.

– Gracias, Rose -se volvió a sus hijas y agregó-. Papá irá con ustedes en un momento. Vayan con la tía Rose y ella las traerá de vuelta cuando tengan puestos sus pijamas -las miró partir, agotadas y apáticas. Luego él y Romaine se sentaron en los escalones del porche, en la creciente oscuridad.

– ¿Qué voy a hacer, Romaine? -preguntó Eddie.

– Seguir trabajando en la iglesia, supongo. Cuidar de tus hijas lo mejor que puedas. Lo superarás día con día.

– No sé cocinar -respondió Eddie-. ¿Cómo voy a cumplir con mi trabajo y volver a casa para prepararles la cena a las niñas y lavar y planchar sus vestidos como lo hacía Krystyna? ¿Y cómo voy a peinarlas de rizos en forma de tirabuzón y todo eso? ¡Vaya! Tengo que estar en la iglesia para echarle carbón al horno de la calefacción antes de la misa en el invierno y tocar las campanas a las siete y media y a las ocho, que es precisamente cuando ellas tienen que levantarse y prepararse para ir a la escuela. ¿Cómo puedo estar en dos lugares al mismo tiempo?

– Ya lo resolveremos, Eddie. No te preocupes. Todos podemos ayudarte durante algún tiempo, hasta que sepas lo que harás.

Eddie suspiró.

– No sé, Romaine… no sé.

Luego de un rato Romaine y Rose se marcharon a casa; Eddie cerró las puertas para que no entrara el frío de la noche. Se volvió y encontró a las niñas que lo esperaban un paso atrás de él; lo miraban como si tuvieran miedo de que él también desapareciera de sus vidas.

– Niñas… -murmuró. Las tomó en sus brazos y empezó a subir las escaleras. Ya en el piso de arriba, pasó frente a la habitación de las pequeñas y les preguntó-: ¿Qué les parecería dormir esta noche en la cama de papá?

En cualquier otra ocasión habrían gritado: "¡Sí! ¡Sí!"

Esa noche Anne asintió sin decir palabra, pero Lucy preguntó:

– ¿Ahora vamos a dormir siempre contigo?

– No -le respondió-. Sólo en estos días.

Las puso de pie en la cama que los padres de Krystyna les habían dado como regalo de bodas. Encendió la lámpara de noche y tiró de las mantas que Krystyna había lavado el lunes pasado y que había tendido en la cama en cuanto se secaron, como le gustaba hacer.

– Acuéstense -ordenó-. Yo volveré en un minuto. Voy a lavarme, ¿está bien?

Las dejó sentadas en la cama; sus hijas lo siguieron con la mirada mientras se dirigía al baño y cerraba la puerta. El camisón de Krystyna estaba colgado detrás. Un poco de maquillaje en polvo que usaba su esposa en la cara había caído alrededor de las llaves del lavabo. Sobre el tanque del inodoro había una botella de su perfume de Avon. La tomó y leyó la etiqueta: ETERNA PRIMAVERA. La abrió y aspiró el aroma; se dejó caer sobre la tapa cerrada del inodoro. De pronto estalló en un torrente de lágrimas y acalló sus sollozos con una toalla para que las niñas no se preocuparan.

Después, cuando lo peor había pasado, se lavó la cara, colgó su mono de trabajo y se dirigió en calzoncillos y camiseta adonde se encontraban sus hijas.

Anne se hallaba sentada en medio de la cama, con los ojos muy abiertos y sin moverse, tal como había estado la mayor parte del tiempo desde que supo de la tragedia. Lucy estaba acurrucada en una almohada, despierta y con el pulgar en la boca. Se lo sacó al verlo entrar.

– Queremos pedirte que duermas en medio de nosotras dos, papá -le dijo Anne.

Así que se colocó entre ellas, con la cabeza en el espacio entre las dos almohadas, y las niñas se apretujaron en sus costados; tenían el cabello recién lavado tan cerca de él que podía besarlo. Se estiró para apagar la luz de la mesa de noche. La luz de la Luna se reflejó en el piso de linóleo.

– Papi, ¿es cierto que mamá ya no va a volver a casa? -le preguntó Lucy.

– No, bebé, no volverá -respondió él, mientras le alisaba el sedoso cabello-. Ya se fue al cielo.

Lucy se metió el pulgar en la boca y se quedó en silencio un largo minuto. Entonces comenzó a llorar. Mientras tanto, Anne permaneció acurrucada en un torbellino de dolor, de espaldas a su padre; con sus lágrimas humedecía la sábana del lado de su madre ausente.


El lunes, día del funeral de su querida hermana, Irene Pribil despertó en la misma habitación que habían compartido cuando eran pequeñas. El dormitorio era grande y daba al sur, con el techo alto y maderaje amplio y blanco, en una granja que fue construida en mil ochocientos ochenta. Al este de la casa había un huerto, en el que cada primavera sembraba junto con su madre para cosechar en el verano. En el gallinero, más allá del huerto, tenía varias gallinas de la raza Plymouth Rock que había criado en una incubadora y que planeaba engordar durante todo el verano para luego vendérselas a Louis Kulick, el de la tienda de productos agrícolas de Browerville, y ganar así dinero suficiente para comprar algunos regalos de Navidad para sus padres, hermanos, hermanas y sobrinos. Frente a ella, hasta donde alcanzaba su imaginación, le aguardaban años y años de hacer siempre lo mismo.