– Adiós.

La línea se cortó de inmediato, pero él se quedó largo rato mirando el teléfono, perplejo.

¿Qué demonios…?

Cortó, volvió a poner el teléfono en su lugar y se quedó contemplándolo. Las once de la noche después de veintitrés años y llama Maggie. ¿Por qué? Se metió las manos dentro de la cintura elastizada de los calzoncillos y se rascó el abdomen, cavilando. Abrió la heladera y permaneció allí unos instantes, recibiendo el aire frío sobre las piernas. Lo único que registraba su mente era la repetitiva pregunta: ¿Porqué?

Para saludar, había dicho ella, pero sonaba sospechoso. Extrajo un envase de jugo de naranjas, lo destapó y bebió la mitad directamente de la botella. Se secó la boca con el dorso de la mano y permaneció allí, a la luz de la puerta abierta, confundido. Probablemente jamás supiera la verdadera razón. Soledad, quizá. Nada más.

Guardó el jugo, apagó la luz de la cocina y regresó al dormitorio.

Nancy estaba sentada con las piernas cruzadas y la luz encendida. Tenía puesto un enterizo corto de satén y sus piernas bien formadas brillaban a la luz de la lámpara.

– Conversaron bastante -comentó con ironía.

– Me dejó totalmente anonadado.

– ¿Maggie Pearson?

– Aja.

– ¿La que llevaste a la fiesta de graduación?

– Sí.

– ¿Qué quería?

Él se dejó caer sobre la cama, apoyó las manos a cada lado de la cadera de ella y le besó el seno izquierdo por encima del incitante borde de encaje color durazno.

– Mi cuerpo, ¿qué otra cosa podía ser?

– ¡Eric! -Nancy lo sujetó del pelo y le hizo levantar la cabeza.

– ¿Qué quería?

Él se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea. Dijo que habló con Brookie y que ella le dio mi número y le dijo que me llamara. No entiendo.

– ¿Brookie?

– Glenda Kerschner. Su apellido de soltera era Holbrook.

– Ah. La mujer del recolector de cerezas.

– Sí. Maggie y ella eran amiguísimas en la escuela secundaria. Éramos todos amigos, una banda, e íbamos juntos a todas partes.

– Eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué hace tu antigua novia llamándote a altas horas de la noche?

Las muñecas de Eric rozaban las rodillas de ella.

– ¿Estás celosa? -preguntó, sonriendo con satisfacción.

– No, sólo siento curiosidad.

– Bueno… no lo sé. -Besó a Nancy en la boca. -Su marido murió. -Le besó el cuello. -Se siente sola, es lo único que se me ocurre. -Le besó el pecho. -Dice que lamenta haberte despertado. -Le mordió el pezón a través de la tela.

– ¿Dónde vive?

– En Seattle.

– Ah, bueno, entonces… -Nancy descruzó las piernas, se tendió de espaldas y lo atrajo sobre ella, enlazando los brazos y las piernas detrás de él. Se besaron, larga y lentamente, presionándose el uno contra el otro. Cuando Eric levantó la cabeza, Nancy lo miró a los ojos y dijo:

– Te extraño cuando me voy, Eric.

– Entonces no te vayas.

– ¿Y qué hago?

– La contabilidad de mi negocio, poner una tienda y vender tus elegantes cosméticos a los turistas aquí en Fish Creek… -Hizo una pausa antes de agregar: -Convertirte en ama de casa y criar niños. -O aunque sea un solo niño. Pero sabía que no debía presionar con el tema.

– Eh -lo retó ella-. Estamos empezando algo interesante. No lo arruinemos con ese viejo tema.

Atrajo la cabeza de Eric hacia ella, le capturó la lengua dentro de su boca y tomó la iniciativa, desvistiéndolo, haciéndolo rodar de espaldas y quitándose su breve enterizo. Era hábil, muy hábil e infaliblemente deseable. Se ocupaba de serlo así como otras mujeres se ocupan de su quehacer doméstico: dedicándole tiempo y energías, adjudicándole un momento determinado en el programa del día.

Diablos, qué hermosa era. Mientras ella invertía los papeles y lo seducía, Eric la admiró de cerca: la piel con la exquisita textura de la cáscara de un huevo, increíblemente joven para una mujer de treinta y ocho años, cuidada dos veces al día con los costosos cosméticos franceses que vendía; las uñas, perfectamente cuidadas y alargadas en forma artificial, pintadas de reluciente color frambuesa; el pelo que actualmente lucía un brilloso tono caoba, se iluminaba con reflejos añadidos por algún costoso peinador de alguna ciudad lejana donde había estado esa semana. Orlane pagaba a sus representantes de ventas un adicional para cuidado del cabello y las uñas y les daba cosméticos gratis con la condición de que se presentaran como propaganda viviente de los productos. La compañía no perdía dinero con Nancy Macaffee. Era la mujer más hermosa que conocía.

Nancy le pasó una uña por los labios. Él la mordió con suavidad, luego, tendido debajo de ella, levantó una mano para acariciarle el cabello.

– Me gusta el nuevo tono -murmuró, enredando los dedos en el cabello y peinándoselo hacia arriba para luego dejarlo caer. Nancy tenía un pelo grueso y sano como la cola de un caballo. Durante el día lo llevaba atado en la nuca con una hebilla dorada de sesenta dólares. Esa noche le caía alrededor de los pómulos, haciéndola pareserse a Cleopatra con un fuerte viento en contra.

Nancy se sentó sobre el abdomen de Eric, esbelta, desnuda. Sacudió la cabeza hasta que el pelo le golpeó las comisuras de los ojos, enredando los dedos en el vello del tórax de él como una gata perezosa.

– Me lo hizo Maurice, en Chicago.

– ¿Maurice, eh?

Ella sacudió la cabeza una última vez y sonrió de manera insinuante mientras lo observaba con ojos velados.

– Mmmmm…

Las manos de Eric se flexionaban sobre sus caderas.

– Eres increíble, ¿sabes?

– ¿Por qué? -Dibujó con la uña una línea blanca desde el cuello de Eric hasta el arco pélvico y la miró volver a su color natural.

– Te despiertas en medio de la noche y pareces recién salida del salón de Maurice.

Tenía las cejas cepilladas hacia arriba, las pestañas espesas y oscuras alrededor de los ojos marrones. Hacía mucho tiempo, cuando estaba aprendiendo su oficio, le contó algo que le habían enseñado: que la mayoría de las personas nacen con una sola hilera de pestañas pero algunas tienen la suerte de tener dos. Nancy tenía dos y abundantes. Y ojos increíbles. Y labios, también.

– Ven aquí -ordenó Eric con voz ronca. La tomó de las axilas y la hizo caer. -Tenemos que recuperar los cinco días de ausencia. -La puso debajo de él con un movimiento ágil y deslizó una mano entre sus piernas, para acariciarla. Estaba húmeda e inflamada de deseo igual que él. Sintió por fin la mano fresca de ella alrededor de él y se estremeció al sentir el primer contacto. Cada uno conocía intrínsecamente el temperamento sexual del otro, lo que necesitaba, lo que más le gustaba.

Pero en el momento en que Eric se movió para penetrarla, ella lo apartó y susurró:

– Espera, mi amor. Vuelvo enseguida.

Él se quedó donde estaba, manteniéndola inmovilizada debajo de su cuerpo.

– ¿Por qué no lo olvidas, por esta noche?

– No puedo, es un riesgo demasiado grande.

– ¿Y qué? -Siguió tentándola, acariciándola, cubriéndole el rostro de besos. -Arriésgate. ¿Acaso sería el fin del mundo si quedaras embarazada?

Ella rió, le mordió el mentón y repitió:

– Vuelvo enseguida. -Escapó corriendo por la alfombra hacia el baño del otro lado del corredor.

Eric suspiró, se tendió de espaldas y cerró los ojos. ¿Cuándo? Pero conocía la respuesta. Nunca. Ella cuidaba su cuerpo no sólo para beneficio de Cosméticos Orlane, no sólo para él, sino para ella misma. Temía poner en peligro esa perfección. Él se había arríesgado sacando el tema esa noche. La mayoría de las veces, cuando mencionaba la posibilidad de un bebé, ella se indignaba y buscaba algo para hacer. Luego, durante lo que les quedaba del fin de semana juntos, la atmósfera permanecía tensa. De manera que Eric había aprendido a no fastidiaría con el tema. Pero los años corrían barranca abajo. En octubre él cumpliría cuarenta y uno; dentro de dos años sería demasiado viejo para comenzar una familia. Un niño merecía un padre con algo de energías, un padre con quien revolcarse, jugar a las luchas y aprender a sacar los peces grandes.

Eric pensó en sus primeros recuerdos: cabalgar sobre los hombros de su padre mientras las gaviotas revoloteaban alrededor de él.

– ¿Ves esos pájaros, hijo? Síguelos y te dirán dónde hay peces. -En contraste, le vino el recuerdo de él y sus hermanos de pie alrededor de la cama cuando murió su padre, todos llorando mientras uno por uno besaban la mejilla sin vida del anciano y luego la de su madre, antes de dejarla sola con él.

Más que nada en el mundo, quería una familia. El colchón se movió y Eric abrió los ojos. Nancy estaba arrodillada junto a él.

– Hola, volví.

Hicieron el amor, con considerable pericia si se puede juzgar por los libros. Eran imaginativos y ágiles. Probaron tres posiciones distintas. Verbalizaron sus deseos. Eric experimentó un orgasmo, Nancy dos. Pero cuando terminaron y el cuarto quedó a oscuras, Eric permaneció contemplando el cielo raso en sombras, con la cabeza apoyada sobre los brazos, pensando en lo vacío que podía ser el acto cuando no se lo usaba para su propósito específico.

Nancy se acercó, le pasó un brazo y una pierna por encima del cuerpo y trató de acurrucarse. Le tomó el brazo y se lo pasó alrededor de su propia cintura.

Pero el no sintió deseos de abrazarla mientras se quedaban dormidos.


Por la mañana Nancy se levantó a las cinco y media, Eric a las seis menos cuarto, no bien quedó libre la ducha. Para él Nancy debía ser la última mujer de Estados Unidos que seguía usando un tocador. La casa, de estilo campestre, databa de alrededor de 1919, y nunca le había gustado a Nancy. Se había mudado allí obligada,quejándose de que la cocina era poco satisfactoria, la instalación eléctrica inadecuada y el baño, una broma. De allí el tocador en el dormitorio.

Estaba ubicado contra una pared entre dos ventanas, acomido por un gran espejo de maquillaje circular rodeado de luces.

Mientras Eric se duchaba y se vestía, Nancy cumplía con los ritos matinales de belleza: frascos, potes, tubos y varitas; jaleas y lociones, rocíos y cremas; secadores de cabello y ruleros, pinzas y tijeras. Si bien él nunca había entendido cómo podía llevarle una hora y quince minutos, la había observado suficientes veces como para saber que era así. El ritual cosmético estaba tan arraigado en la vida de Nancy como la dieta; hacía ambas cosas en forma automática, pues le resultaba impensable aparecer ante su propia mesa de desayuno sin estar perfecta como si fuera a tomar un avión a Nueva York para encontrarse con los jerarcas de Orlane.

Mientras Nancy se maquillaba ante el espejo, Eric se movió por habitación, escuchando el pronóstico del tiempo por la radio, poniéndose un vaquero blanco, zapatillas del mismo color y un pulóver celeste con el logotipo de la compañía, un timón y su nombre bordado sobre el bolsillo superior.

– ¿Quieres algo de la panadería? -preguntó mientras se ataba los cordones de las zapatillas.

Nancy se estaba delineando los párpados.

– Comes demasiadas de esas cosas. Deberías cambiarlas por pan integral.

– Es mi único vicio. Enseguida vuelvo.

Ella lo observó salir de la habitación, orgullosa de su buen físico y su viril atractivo. Eric había estado molesto la noche anterior y eso la preocupaba. Quería que su relación -solamente ellos dos- fuera suficiente para él como lo era para ella. Jamás había podido entender por qué el creía necesitar más.

En la cocina, Eric puso café en el filtro antes de salir y detenerse en el escalón de entrada para contemplar la ciudad y más abajo, el agua. La calle principal, a sólo cien metros de distancia, rodeaba la costa de Fish Creek Harbor, que esa mañana se ocultaba bajo una niebla rosada que oscurecía la vista del Parque Estatal de la Península, hacia el norte cruzando el agua. En los muelles de la ciudad, los veleros permanecían inmóviles, perforando la niebla con los mástiles, visibles por encima de las copas de los árboles y los techos de los edificios sobre la calle principal. Eric conocía esa calle y los edificios tan bien como las aguas de la bahía, desde la elegante hostería antigua White Gull en el extremo oeste hasta las llamativas Tiendas de la Colina del lado este. Conocía a la gente, también, gente de pueblo que saludaba con la mano cuando veía pasar su camioneta, que sabía a qué hora llegaba la correspondencia al correo todos los días (entre las once y las doce) y cuántas iglesias había en la ciudad y quién pertenecía a cuál congregación.