Lisa miró hostil el comienzo de la cinta transportadora, hasta que al fin apareció su equipaje. Respiró hondo y extendió un brazo para retirar la maleta.

La cogió de la cinta y corrió… Los cabellos negros sueltos sobre su piel oscura y los parches gastados de sus vaqueros, situados justo sobre las nalgas, atrajeron la atención de varios hombres, a los que esquivó con agilidad. Las plumas que adornaban sus cabellos se erguían con cada uno de los largos pasos sobre el suelo de la terminal, hasta que al fin llegó, jadeante y sin aliento por el clima de Denver, a la oficina de la compañía de alquiler de automóviles.

Veinte minutos después, la misma maleta caía sobre la cama de la habitación 110 del Cherry Creek Motel. Lisa se apresuró a sacar de sus vaqueros los faldones de la blusa, al mismo tiempo que soltaba el cierre de la maleta y la abría. Su mano se detuvo. Miró atónita.

– Oh, Dios mío -murmuró.

Los dedos inertes olvidaron por completo los botones de su blusa. Contempló desconcertada el extraño contenido de la maleta, mientras se cubría los labios con una mano, y con la otra se presionaba el vientre, atacada repentinamente por una sensación de náuseas.

– Dios mío… -Sus ojos vieron lo que había allí adentro, pero su mente se negó a aceptarlo-. No… ¡no puede ser!

Pero lo que no veía era el sobre color mostaza donde había guardado la propuesta que debía realizar para una planta de tratamiento de aguas residuales, el asunto en el que había trabajado las dos últimas semanas. En cambio, una rubia semidesnuda le mostraba un par de pechos enormes y sonreía con un gesto sugestivo desde la portada del ejemplar de la revista Thrust.

Durante un momento Lisa permaneció inmóvil, dominada por la incredulidad. ¿Thrust? Se inclinó horrorizada, y se sintió aturdida. Después, revisó frenética la maleta, retirado un objeto tras otro… un traje gris, dos pantalones, productos para afeitarse, dos camisas cuidadosamente dobladas, unos shorts azules, un par de calcetines negros. Además, desodorante, un par de zapatillas gastadas con los cordones sucios, un secador de cabello, y un cepillo con algunos cabellos muy oscuros atrapados entre las cerdas blancas.

Pasó un pulgar sobre el cepillo, después lo dejó caer con desagrado, y abandonó la revisión del contenido, para leer la identificación que colgaba del asa de la maleta.


SAM BROWN

WARD PARK 8990

KANSAS CITY, MISSOURI 64110


Con un gemido, Lisa se dejó caer en la cama, se inclinó hacia delante y se llevó las dos manos a la frente. «¡Maldita sea, sí que la he hecho buena! ¡EI viejo Thorpe disfrutará con esto durante meses!» Al pensar en Thorpe y en su cerebro estrecho y racista, el pánico la dominó, sintió que le dolían las sienes y que la sangre le hervía en las venas mientras se incorporaba de un salto. Consultó su reloj. Los pensamientos se sucedieron frenéticos en su cabeza, y permaneció de pie, indecisa, desviando los ojos del teléfono a la maleta y a las llaves del automóvil sobre la cama.

El cerebro de Lisa contempló innumerables e ingratas posibilidades, mientras se preguntaba a quién llamar primero. ¿Podría recuperar su propia maleta y presentar la propuesta antes de las dos de la tarde?

Perdió cinco minutos telefoneando a la oficina de información de la compañía aérea, que le recomendó que llamara a la sección de objetos perdidos; allí le informaron que volverían a comunicarse con ella en media hora. Frustrada e irritada consigo misma y con la compañía que no tenía un empleado encargado de verificar la identificación de los equipajes, Lisa regresó al aeropuerto. Cuando la búsqueda en el departamento de objetos perdidos resultó inútil, consideró que había poco que hacer, excepto llamar a la oficina central de Kansas City y reconocer su error.

Lisa sintió que le dolía el estómago mientras marcaba el número. Imaginó el vientre redondo y los ojitos porcinos de Floyd Thorpe, el presidente y propietario de la compañía, que nunca desaprovechaba la oportunidad de recordarle por qué la había contratado. Oh, cómo esperaba Thorpe esa ocasión. Era un reaccionario pagado de sí mismo, y, en efecto, había esperado mucho tiempo su oportunidad. Ella sabía muy bien que Thorpe rechinaba los dientes cada vez que se cruzaban en las oficinas. Sin duda tenía que visitar a su psicoterapeuta todos los días de pago, después de entregarle su cheque.

«Bien, ¿deseabas competir en un mundo masculino y ganar el sueldo de un hombre…? ¡Pues ya lo tienes!»

En los tres años que Lisa llevaba trabajando en la industria de la construcción, nunca le había costado tanto ganar el sueldo.

La voz de Floyd Thorpe se quebró a causa de la cólera. Emitió un verdadero rosario de malas palabras, y concluyó ordenando a Lisa:

– Lleva tu trasero femenino liberado al lugar de la licitación, y descubre quién demonios es el contratista que ofrece la cifra más baja; cuando lo sepas vuelve de inmediato a casa, porque Dios sabe que no me propongo hacerme cargo de la estancia de ninguna condenada mujer en un hotel de Colorado, comiéndose el dinero de mi cuenta de gastos, cuando ni siquiera sabe distinguir entre su trasero y una palangana; y cualquier burócrata del gobierno que diga que es fácil encontrar miembros de las minorías que valgan la pena, puede ir con su discurso a…

Lisa cortó la comunicación.

«¡Machista, canalla reaccionario!» De nuevo constató la total inutilidad de aspirar a un cambio en las estrechas opiniones de hombres como Floyd A. Thorpe.

Lisa no se hacía ilusiones acerca de los motivos por los cuales la habían empleado. No sólo era mujer, sino que tenía un cuarto de sangre india, circunstancias que hacían que su jefe fuera considerado por el gobierno federal un empleador de miembros de minorías; el gobierno federal había decretado que el diez por ciento de los recursos federales destinados a trabajos públicos serían asignados a empresarios que tuvieran a miembros de las minorías en su nómina.

Ante las considerables ventajas de que disfrutaban estos contratistas, Floyd A. Thorpe habría pagado lo que fuera por ser él mismo una india… si hubiera podido serlo sin convertirse en piel roja ni ser mujer. Pero Floyd Thorpe no sólo era varón; también era tan blanco como el propio presidente, y nunca permitía que Lisa lo olvidara. Siempre que ella estaba cerca, escupía la saliva oscurecida por el pedazo de tabaco que mascaba sin descanso. Ceñía su prominente barriga con un cinturón apretado. Contaba chistes obscenos y hablaba con el lenguaje más sucio que podía concebirse. La situación iba a peor, mientras Lisa continuaba rechazando las invitaciones de Floyd Thorpe para ocupar el cargo de vicepresidente de Construcciones Thorpe. Y si a Lisa Walker eso no le agradaba, la actitud prepotente de Thorpe, sugería que podía volver a su casa y dedicarse a masticar cueros, plantar maíz y criar algunos niños.

Entonces, Lisa se apartó del teléfono y cruzó la terminal del aeropuerto, mientras apretaba los dientes. Sí, quería recibir la misma paga que un hombre, de modo que una vez más tenía que humillarse ante el jefe y salir a ganarse el pan.

Llegó cinco minutos tarde a la licitación. Como de costumbre, era la única mujer de la sala. El ingeniero que representaba al municipio estaba abriendo un sobre sellado cuando Lisa fue a ocupar una silla plegable en el fondo de la sala. Extrajo de su bolso un bloc y una pluma, después miró con disimulo al hombre que estaba sentado al lado, mientras este anotaba el importe de la oferta que acababan de leer.

Lisa escribió deprisa en su bloc, y después se inclinó para preguntar:

– ¿Cuántas ofertas han abierto?

Él contó con la punta de su bolígrafo.

– Hasta ahora, solo seis.

– ¿Tiene inconveniente en que las copie?

– De ningún modo.

El hombre desvió la libreta para que ella la mirara con más comodidad, y Lisa anotó los seis nombres y los importes. Al pasear los ojos por la sala, descubrió un número muy elevado de representantes de contratistas. El decaimiento de la economía nacional, unida al nivel relativamente reducido de construcción de viviendas, determinaba que los contratistas viajaran más y negociaran con mayor dureza para conseguir trabajo.

La urbanización de Aurora en Denver había atraído mucha atención, pues era una de las ciudades norteamericanas de medianas proporciones que crecían con más dinamismo. Aurora había resuelto su problema más grave; la escasez de agua, trayéndola desde Leadville a unos ciento sesenta kilómetros de distancia. Pero ese agua necesitaba ser depurada y sometida a tratamiento químico antes de usarla; y después el agua residual requería tratamiento de depuración. Todos los contratistas que estaban en la sala sabían que era muy ventajoso sumarse al dinamismo de la ciudad. Ganar ese concurso era como arrancar la primera ciruela madura en un huerto muy abundante.

De pronto, a Lisa se le endurecieron los músculos, cuando oyó la voz del ingeniero municipal que resonaba en la sala, y leía el nombre escrito en el siguiente sobre.

– Compañía Constructora Thorpe, de Kansas City.

Lisa sintió que el corazón le latía aceleradamente. ¡Sin duda se trataba de un error! Exploró la sala con la mirada buscando a otro empleado de la empresa, pero ella era la única. ¿Cómo había llegado allí aquel sobre? Apenas tuvo tiempo de formularse la pregunta, cuando un abrecartas de bronce abrió el grueso sobre con un sonoro rasguido y, mientras Lisa continuaba sumida en su sorpresa, oyó la oferta:

– Cuatro millones doscientos.cuarenta y nueve mil dólares.

El corazón le latió como un tambor y se apretó el pecho con la mano. «¡Dios mío! ¡Hasta ahora mi oferta es la más baja!» Paseó la mirada sobre las caras de los que habían quedado excluidos con esta oferta, que entonces suspiraban decepcionados.

Lisa no conocía nada que igualara a la alegría de estos momentos. El dulce sabor de la venganza ya estaba consiguiendo que se le hiciera la boca agua ante la idea de regresar a Kansas City y exponer la noticia ante los ojillos de cerdo de Floyd A. Thorpe.

Leyeron otra oferta: cuatro millones seiscientos. ¡La suya continuaba siendo la más baja!

Necesitó realizar un gran esfuerzo para sentarse tranquilamente en su silla y esperar. Cuántas veces había participado en reuniones de esta clase y había conocido ese sentimiento de alegría, hasta que en el último momento alguien la superaba. Solo podía haber un ganador, y cuanto más elevado el número de ofertas, más grande la gloria; cuanto más grande la tarea, mayores las posibles ganancias. Y este proyecto era importante…

Lisa se mordió el labio inferior tratando de contener su entusiasmo cada vez más intenso, cuando se abrieron y leyeron tres ofertas más; ninguna de ellas fue inferior a la suya.

Por fin, el ingeniero del municipio sonrió y anunció la última oferta:

– Brown & Brown, Inc., Kansas City, Missouri -dijo, mientras levantaba el voluminoso sobre y lo abría. En la habitación reinaba el silencio más absoluto. Incluso antes de leer en voz alta la cifra, se amplió la sonrisa del ingeniero, y Lisa experimentó una premonición de desastre.

– ¡Cuatro millones doscientos cuarenta y cinco mil dólares!

Lisa sintió que el alma le caía a los pies. Se encogió, apoyándose en el respaldo de la silla, y trató de evitar que se advirtiera su desilusión. Tragó saliva, cerró los ojos y respiró hondo, mientras el ruido de pasos y los golpes metálicos de las sillas colmaban la habitación. Sintió el cuerpo pesado como plomo, pero con mucho esfuerzo consiguió ponerse de pie. Perder era duro. Pero ocupar el segundo lugar resultaba más difícil. Y ocupar el segundo lugar solo por cuatro mil dólares, en un trabajo que valía más de cuatro millones, representaba un auténtico sufrimiento.

Cuatro mil dólares… Lisa contuvo un gesto irónico. Lo mismo podrían haber sido cuatro centavos. ¿Podía haber algo más difícil que felicitar al ganador en un momento así? El hombre que estaba al lado de Lisa se acercó al núcleo de gente que, según supuso, se agrupaba alrededor del vencedor. Alcanzó a entrever los cabellos negros de un hombre, los hombros anchos. Y de inmediato se incorporó.

«Cortesía», pensó desalentada, y sintió deseos de prescindir de las felicitaciones.

Era evidente que el hombre se sentía muy complacido. Su ancha sonrisa se volvió hacia un competidor que lo criticó con buen humor:

– ¡Lo conseguiste otra vez, Sam, maldito seas! ¿Por qué no dejas algo para los demás?

La sonrisa se convirtió en risa franca cuando la mano bronceada estrechó la de su interlocutor, mucho más clara.

– La próxima vez, Marv, ¿eh? Mi suerte no puede ser eterna. -Otros le estrecharon la mano y formularon breves comentarios, mientras Lisa esperaba su oportunidad de acercarse. La mano grande del hombre estaba estrechando la de otro participante, cuando sus ojos se encontraron con los de Lisa.