Pero ahora ya llevaba varios meses bebiendo bastante. La nariz le brillaba como un faro, y las mejillas exhibían las manchas rojizas y el perfil abotargado del hombre bebedor.

Aquella mañana Lisa no tuvo más remedio que enfrentarse a él sobre la maraña de objetos que ocupaba su escritorio.

– ¿Cómo dice? -rugió Floyd Thorpe.

Lisa retrocedió un paso. La segunda copa que estaba bebiendo Thorpe originaba un olor demasiado intenso.

– Se apoderó por error de mi maleta, dentro encontró la oferta y la presentó al mismo tiempo que la suya.

– ¡Y se adueñó de la licitación, como si hubiera sido una barra de caramelo arrancada de las manos de un niño de pecho! -Thorpe estaba irritado y se paseaba; por fin, se apoderó de un recipiente de papel y escupió en su interior. Lisa clavó la mirada en un pedazo de tubo de PVC depositado sobre un cajón, detrás de su jefe, en lugar de observar el desagradable espectáculo de la espuma marrón-. ¡Y por unos mezquinos cuatro mil dólares! -Floyd Thorpe descargó el puño sobre el centro del escritorio, levantando polvo y consiguiendo que el teléfono bailoteara. Se acomodó en su sillón, frente al escritorio, y miró hostil a Lisa. De pronto, adoptó una expresión pensativa-. Es el hijo del viejo Wayne Brown, ¿verdad? Caramba… parece que el hijo tiene más inteligencia que el viejo. -Thorpe entrecerró los ojos con un gesto de astucia, y emitió un sonido regocijado. Después volvió a clavar en Lisa sus pequeños ojos-. Espero que esto le haya enseñado una lección. En este mundo cada uno trata de destruir al resto, y Sam Brown así lo ha demostrado. -Con un rápido movimiento de cuerpo se acomodó mejor en su sillón-. ¿Ha vuelto a pensar en la vicepresidencia que le propuse?

– Lo siento, prefiero dedicarme a los concursos.

Otra vez él descargó un puñetazo sobre el escritorio.

– Maldita sea, Walker, he soportado muchas cosas de usted, entre ellas que lleve sus ofertas en una maleta Como si fuera novata, o que se equivoque de tal modo que pierda una obra por valor de más de cuatro millones de dólares. ¿Cuánto tiempo cree que podremos soportar errores de esta clase? Quiero que su nombre aparezca en los documentos de la empresa. Es lo menos que puede hacer después del error que ha cometido Con este asunto de Denver.

– Lamento haber perdido la maleta, pero el resto del asunto no fue culpa mía. Si Sam Brown comparó mi oferta con la suya, no lo va a reconocer.

– ¡Por supuesto! ¿Quién lo haría? -Floyd Thorpe tenía un vientre tan duro que apenas se hundió un poco cuando él cruzó las manos por encima-. Le diré una cosa, muchacha, le concederé hasta el viernes para pensarlo. O me ayuda a salir adelante con este asunto de las minorías, y acepta ocupar el cargo de vicepresidenta, o puede buscarse otro lugar para trabajar. Está costándome dinero, y, a menos que me ayude a recuperar una parte, llegaré a la conclusión de que usted no me interesa.

De regreso a su oficina, Lisa se acercó irritada a su sillón, se acomodó muy deprimida, maldijo por lo bajo, y contempló la posibilidad devolver al despacho de Thorpe para decirle dónde podía guardarse su vicepresidencia y su saliva cargada de tabaco.

No habría nada tan dulce como entrar allí y demostrarle a ese cerdo maloliente que no necesitaba ni un momento más su precioso empleo ni su mente calculadora.

Pero la amarga verdad era que lo necesitaba.

No tenía un marido que recibiera el cheque de otro empleo para mantenerla. Se valía de su propio esfuerzo, y necesitaba el sueldo semanal para sobrevivir. Sam Brown había dicho la verdad al resumir el mercado de trabajo para los especialistas en licitaciones… ¡no había nada! Dos años atrás, antes de la crisis económica que se había abatido sobre el país, Kansas City y las urbanizaciones de los alrededores habrían reunido unos veinte contratistas más que en ese caso. En ese momento, las comunicaciones internas en el ámbito de la industria aludían siempre a rumores de que esta o aquella empresa estaba aun paso de cerrar sus puertas, y todos contenían la respiración, con la esperanza de que la próxima quiebra no los alcanzara.

El teléfono interrumpió la ensoñación de Lisa. Comunicó con la línea uno y atendió:

– Lisa Walker.

– De modo que ha vuelto.

La voz sorprendió a Lisa.

– Brown, ¿es usted?

– Exactamente. El honorable Sam Brown. La busqué en el avión de regreso. Pensé que podíamos, compartir el asiento y mi revista.

Ella no tenía el más mínimo deseo de sonreír, pero ahora no pudo evitarlo. Condenado individuo, la hacía reír cuando había sido el origen del altercado que acababa de tener con Thorpe.

– ¿De veras? Tomé un vuelo anterior. Regresé a eso de las diez.

Una breve pausa. y después:

– ¿Cómo ha recibido Thorpe la noticia?

Ella rió, pero fue un sonido sin alegría.

– ¿Necesita preguntarlo?

– Bien, uno gana algunos puntos y pierde otros. Él ya debería saber a qué atenerse.

– Brown, eso no es nada divertido. ¡Sobre todo después de lo que usted me hizo! Cayó sobre mí como una carpa cuando terminan las funciones del circo, y lo queme irrita es que en realidad Thorpe parece sentir admiración por usted a causa de su hipocresía. Sus palabras exactas fueron: «El joven tiene más cerebro que el viejo». Parece que usted y mi jefe son iguales.

Por el hilo llegó la risa despreocupada de Brown.

– Ambos somos un par de degenerados, ¿verdad?

– En efecto -coincidió Lisa.

– Bien, ¿por qué no intenta reformarme… por ejemplo cenando conmigo el viernes por la noche?

Lisa estuvo apunto de explotar, la reprimenda que acababa de sufrir de Floyd Thorpe todavía le quemaba la garganta.

– ¡Cenar! ¿Otra vez? ¿Y destrozar mi reputación en la ciudad cuando me vean con un pervertido como usted? Ya le dije, Brown, que no sé por qué acepté comer con usted.

– La llevaré al restaurante Americano -prometió en un evidente intento de soborno.

¡EI Americano! De pronto Lisa se sintió deprimida, y sin duda tentada. El restaurante Americano, en el centro de Crown, era la creme de la creme de los restaurantes de Kansas City.

– Brown, ese es un golpe bajo y sucio, y usted lo sabe.

– Lo sé -dijo Brown, y su voz sugería que estaba sonriendo.

– Le dije que no aceptaría hasta que ganara una licitación, y ahora no lo estoy haciendo como usted bien sabe.

El restaurante Americano, pensó anhelante, mientras se despedía de esa oportunidad.

– Está bien, cheroqui, pero le tomo la palabra… cuando usted presente la oferta más baja…

– Cheroqui…-Ahora Lisa estalló-. ¡Cheroqui! Brown, nunca vuelva a llamarme así… ¿Brown? -Pulsó el botón para cortar la comunicación-. ¡Brown!

Pero él ya había cortado. También ella lo hizo, y golpeó el auricular con tanta fuerza que se cayó de la base.

– ¡Cheroqui! -escupió cruzando los brazos y mirando al instrumento culpable de transmitir aquella voz sugestiva y condenadamente sensual cuando ella no estaba de humor para dejarse manipular por un hombre de hablar dulce como él.

Cómo se atrevía a llamarla Cheroqui cuando… cuando…

Un momento después los labios de Lisa la traicionaron, y la joven descubrió que estaba sonriéndole al teléfono. Era la última vez que sonreiría en el curso del día.

Las cosas fueron de mal en peor. El obeso Thorpe entró y salió con furia de la oficina, maldiciendo como un infante de marina, y exigiendo que ella preparara ofertas para proyectos que, como bien sabía la propia Lisa, no justificaban que ellos se presentaran. Además, ordenó la instalación de tuberías de inferior calidad, con las cuales ya habían tenido dificultades anteriormente; exigió cambios de última hora en una propuesta que casi había concluido. A medida que avanzó el día se mostró cada vez más imperioso y prepotente. Lisa tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para mantener el control de los nervios.

Cuando salió de la oficina, estaba a un paso del estallido. Llegó a su casa, fatigada, colérica y deprimida. En el vestíbulo se descalzó; se quitó los leotardos, y lo dejó todo formando una pila. Los pies descalzos le producían una calma que parecía eliminar la presión de su cabeza.

En la cocina, hundió la mano en la nevera buscando un melocotón, y le clavó los dientes mientras se acercaba a la puerta corredera y contemplaba su minúsculo patio fantaseando acerca de la posibilidad de apelar a la Comisión de Derechos Humanos para quejarse porque se la discriminaba. ¿El viejo obeso quería designarla vicepresidenta y concederle un aumento, y ella rechazaba la oferta? Que Thorpe tratara de que su firma fuera candidata a la categoría de los contratistas en proyectos relacionados con la minoría no tenía nada de ilegal. ¡Era solo antiético! Y Lisa rehusaba ser un peón en esa partida de ajedrez.

Se paseó por la sala cubriendo de maldiciones la persona de Floyd Thorpe. Repasó el diario, y examinó el Kansas City Star, pero como había sospechado, nadie pedía especialistas en licitaciones. El Boletín de la Construcción no le aportó nada más, y la depresión de Lisa se acentuó.

Sentada sobre el suelo, de espaldas al sofá, cruzó los brazos sobre las rodillas levantadas, y apoyó la frente. El hueso del melocotón se entibió y se convirtió en una cosa resbaladiza en la mano. Levantó fatigada la cabeza y apoyó la barbilla en un brazo, examinando los pliegues precisos de las cortinas blancas que ella aún pagaba a plazos…

Había trabajado mucho para conseguir este puesto. Pasó una mano sobre el espeso pelaje de la alfombra de color rojizo. Había comprado la vivienda hacía apenas unos seis meses y, aunque tendría que esperar mucho antes de terminar la decoración, le encantaban los muebles que había logrado adquirir hasta ese momento. Tenía el modesto sueño de añadir artículos elegantes, pieza tras pieza, completando los toques finales de acuerdo a su economía.

Suspiró, echó hacia atrás la cabeza, y apoyó el cuello en el almohadón del sofá tuxedo cubierto por una tela con un curioso dibujo maya de tonos ocres intensos y profundos. Los huecos estaban cubiertos con cojines gruesos que hacían juego. Los ojos de Lisa se desplazaron hacia el lugar donde deseaba poner un par de sillones complementarios.

Pero la habitación consiguió que de pronto ella se sintiera más sola que nunca. Examinó las plantas sembradas en las macetas y formuló el deseo de que crecieran con más rapidez y ocuparan los espacios vacíos. Sus ojos pasaron enseguida al otro objeto que había en la habitación… el dibujo del ojo de Dios que colgaba de la pared, detrás del sofá, con los cordeles rojizos y pardos pegados tan torpemente que era indudable que el trabajo era obra de un niño.

Sí, era indudable que se trataba de un espacio desnudo y solitario, pero era un comienzo, y si ella perdía el empleo también perdería la casa.

Deprimida, regresó a la cocina, arrojó el hueso del melocotón al cubo de la basura, se lavó las manos y abrió de nuevo la nevera. Un par de minutos después continuaba mirando el espacio casi vacío, recordando el día en que había cambiado y redistribuido todos los muebles tratando de dejar espacio para las cosas que provenían del pasado.

Cerró la puerta a los recuerdos, y deseó que el juez pudiera ver ahora lo que ella había avanzado desde el momento en que se le había enfrentado en el tribunal. Llevó una botella de leche al patio, se sentó en una silla de jardín, y bebió lo que quedaba utilizando el envase rojo y blanco, excesivamente desalentada para preocuparse por si la leche estaba o no en un vaso de vidrio.

Mucho más tarde subió al piso. La primera planta de la casa tenía dos dormitorios y un baño. Cuando se aproximaba a la puerta de la habitación más pequeña, aminoró el paso. Se detuvo, deslizó la mano y encendió la luz. Un par de camas gemelas con pesados cabezales de pino ocupaban la pared del fondo. Entre ellas había una cómoda haciendo juego, cuya madera oscura y pesada parecía más sólida sobre el fondo de la alfombra escarlata; pero todo el resto estaba desnudo… habían solo una lámpara y una caja sin abrir de toallas de papel. Incluso así, la habitación parecía completamente adornada. Los cubrecamas y las cortinas estaban confeccionados con telas tersas y nuevas, cuyo diseño general era un conjunto de colores básicos. Sobre la pared, al lado de la cama, había dos estandartes de Kansas City.

Lisa estudió con hosquedad la habitación, conteniendo las lágrimas que le quemaban los ojos y tuvo de nuevo la frustrante sensación de injusticia que nunca podía superar cuando pensaba en los niños.

Contó los días.

Un gato marrón y blanco entró silencioso en la habitación y acarició con su pelaje el tobillo de Lisa.

– Ewing, otra vez te has acostado en la cama, ¿no es verdad?

Lisa miró hacia abajo, vio cómo el gato se frotaba sinuoso contra ella, y después se acercó a una de las camas para sacudir el almohadón y alisar la manta. Al salir, recogió al gato, hundió la cara en el pelaje del animal y extendió la mano hacia la llave de la luz. Pero se detuvo en el umbral, se volvió, y paseó de nuevo la mirada por la habitación silenciosa.