Laura sintió cómo martilleaba el corazón de Dan contra sus pechos, hasta que se echó atrás para mirarlo en la cara. Tenía los labios apretados entre los dientes, pero le temblaban las aletas de la nariz y parpadeaba sin cesar. Laura le apoyó la mano en la mejilla, y dijo con voz trémula:

– Adiós, Dan.

Al parecer, él no confiaba en su propia voz. Luego, para perplejidad de Laura, la atrajo repentinamente hacia él y la besó en la boca. Cuando la apartó, las lágrimas de ella habían mojado las mejillas de él, y la mujer advirtió que Josh estaba junto a ellos, mirándolos.

Rye y Dan se estrecharon las manos con vigor, y las miradas se unieron en una última despedida.

– Cuídalos, amigo mío.

– Sí, puedes estar tranquilo.

Las voces estaban roncas por la emoción, y las manos de los dos se apretaban con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos.El capitán Silas gritó desde la pasarela:

– Tenemos que respetar el horario. ¡Todos a bordo!

Rye alzó a Josh en los brazos y el niño, desde el hombro sólido del padre, miró a su papá. Las lágrimas resbalaron por las mejillas pecosas, y la cresta de gallo en la coronilla rubia se balanceaba al ritmo de los pasos que lo alejaban. También Laura sintió el apretón de Rye en el codo, y pasó ante el mar de cara hacia el barco con los ojos ya cegados por las lágrimas.


Rye, con Josh en brazos, Laura a un lado y Josiah al otro, estaba de pie junto a la baranda del vapor. Ship, que se apretujaba entre ellos gimiendo, dio un salto y logró apoyarse con las patas delanteras en las tablas de la cubierta de babor. Se oyó un estrépito metálico, hubo una sacudida, y el imponente vapor empezó a moverse con desgana, vibrando hasta que el ruido metálico indicó que iba adquiriendo velocidad y se convirtió en el latido incesante del navío.

Cada uno de los viajeros había identificado un rostro en el que fijar la vista. Para Josh, era el de Jimmy Ryerson, que agitaba frenético una mano y con la otra se enjugaba los ojos. Para Laura, el de Jane, con su hijo menor en brazos y la mejilla apretada contra la pequeña cabeza. Para Rye, el de Dan, que había recogido el sombrero y olvidó volver a ponérselo. Josiah, en cambio, apartó la vista de los rostros que se veían en el muelle y la elevó sobre la cima de la cabaña de carnada y más allá de la tienda de velas hasta el tejado de una pequeña construcción de madera que apenas se divisaba a lo lejos. Apoyando la mano en la cabeza de Ship, la acarició, distraído. La perra gimió, levantó hacia el viejo los ojos de mirada doliente y luego observó cómo iba escapando la costa, perdida en las brumas de la bahía de Nantucket.

Se quedaron mucho tiempo junto a la baranda, con las miradas enfocadas hacia la popa, hacia la estrecha franja de tierra que amaban. Cuando pasaron los bajíos, tuvieron la impresión de que los dedos de Brant Point y Coatue quisieran hacerlos retroceder, retenerlos. Pero el Clinton enfilaba hacia la boca de la bahía, en dirección a la larga punta de Cape Cod, navegando sin pausa hasta que Nantucket no fue más que un guijarro flotando sobre el agua, y después disminuyó y terminó por desaparecer en un velo de niebla.

Laura se estremeció, alzó la vista y descubrió que Rye la miraba.

– Bueno, ¿quieres ver nuestro lugar?

Nuestro lugar. Si algo podía apartar a Laura de los pensamientos dolorosos, ligados al hogar que acababan de abandonar, eran esas dos palabras.

– Creo que será conveniente, pues pasaremos dos semanas ahí.

Los cinco pasajeros se dirigieron a la zona bajo cubierta. El Clinton era bastante menos lujoso que el vapor Telegraph pues, si bien tenía capacidad para treinta pasajeros, como su misión principal era transportar carga, los lugares destinados a los pasajeros no podían ser calificados de camarotes. Rye los condujo a dos habitaciones que eran poco más que divisiones del espacio hechas con delgadas mamparas.

Cuando abrió la puerta y retrocedió hacia la estrecha escalera, Laura espió dentro y, para su desánimo, se encontró con un par de camastros simples uno sobre otro, un pequeño banco atornillado a la pared, un pequeño anaquel más arriba y una lámpara de aceite de ballena que se balanceaba, pendiente de una viga. En eso, atrajo su vista su propio baúl, junto al arcón marinero de Rye.

Antes de que pudiese reaccionar, Josh la empujó desde atrás.

– ¡Déjame ver!

Abriéndose paso a empellones, se dirigía al cubículo cuando una mano en la cabeza lo retuvo y le hizo darse la media vuelta.

– ¡No tan rápido, jovencito! ¡El tuyo es el de al lado!

El corazón de Laura dio un vuelco, y se preguntó si Josh protestaría por ser separado de ella en un ambiente extraño y en medio de sucesos novedosos. Pero no tuvo mucho tiempo para titubear, porque se produjo un momento de confusión cuando se metió en el cuarto para dejar pasar a los otros tres más la perra por el estrecho pasillo hasta la puerta siguiente.

– Tú y Josiah compartiréis este camarote -oyó decir. Asomó la nariz por la puerta y vio un recinto idéntico al primero.

– ¿Yo y Josiah? -Josh miró a Rye con aire de duda.

– Sí, tú y Josiah.

– ¿Y mamá, dónde estará? -En la puerta de al lado. Rye indicó con la cabeza la puerta vecina.

– Ah.

Al percibir la falta de entusiasmo del chico, Josiah habló con su perezoso acento de Nueva Inglaterra:

– Joshua, aquí tengo algo que quería enseñarte.

Josh miró a su madre con expresión escéptica. Para Laura, representó uno de los momentos más incómodos de su vida: ¡esperaba la aprobación del hijo para dormir con el padre! En ese momento, Josiah sacó una caja pequeña de cartón, con orificios a los lados. Se sentó en el camastro de abajo, se concentró en la caja y poniendo una mano encima, como si fuese la caja de un mago y logró captar la atención de Josh.

– ¿Qué es?

El niño se acercó más a la rodilla del abuelo.

– No es gran cosa, sólo un par de pequeños compañeros para este viaje tan largo.

Las manos del anciano levantaron la tapa y, desde adentro de la caja, llegó un dúo de píos.

– ¡Pollos! -Impaciente, Josh ya extendía la mano, sonriente y vocinglero-. ¿Y podemos mantenerlos aquí, en el barco?

– Más nos valdrá. Por lo que sé, en Michigan no hay pollos. Por eso pensé que sería conveniente empezar a criarlos ya mismo, así tu madre tendrá huevos para cocinar.

Ship se adelantó y fue a olfatear a la pequeña bola de pelusa que Josh tenía en la mano. El niño ya se había olvidado de Rye y de Laura. Josiah metió la mano en el bolsillo de la pechera, sacó la pipa fría, se la metió entre los dientes y se dedicó a observar al nieto, a los pollos y a la perra. Levantó hacia Laura la mirada tranquila, y continuó, con su acento pausado:

– Joshua, me vendría bien un poco de ayuda para mimar a estos pollos, así que espero que a tu madre no le moleste que duermas aquí, con ellos.

Josh giró y casi se subió a las faldas de la madre, en un desborde de entusiasmo:

– ¿Puedo? Por favor, ¿puedo? Yo y… yo y el abuelo tenemos que cuidarlos, mantenerlos abrigados y todo eso, ¡y vigilar que Ship no se los coma!

Rye y Laura rompieron a reír. Captando la mirada de Josiah, Laura vio que le guiñaba un ojo, y deseó que entendiese el mensaje silencioso de agradecimiento que le enviaba.

– Sí, claro que puedes, Josh.

El chico se dio la vuelta de inmediato hacia la caja que reposaba sobre las rodillas del abuelo.

– Tenemos que ponerles nombre, ¿no es cierto, abuelo?

– ¿Nombre a los pollos? ¡Jamás oí hablar de pollos con nombre!

– Bueno, ya veo que no nos necesitáis, de modo que iremos a instalarnos en el cuarto de al lado.

Rye tomó a Laura del codo, haciendo que una corriente de fuego le recorriese el brazo. Josiah y Josh no levantaron la vista siquiera cuando ellos salieron.

Dentro de su propia cabina la puerta estaba cerrada y reinaba el silencio, salvo por el latido incesante de la máquina de vapor que se transmitía a través de las vibraciones del suelo. No había ojo de buey; la única iluminación provenía de la lámpara de aceite que se balanceaba colgada del gancho, y Laura sabía exactamente qué aspecto tendría el rostro de Rye bajo esa luz dorada si se daba la vuelta y levantaba la vista. Pero se quedó de cara hacia los camastros, sintiéndolo detrás,

muy cerca.

– No es muy elegante -se disculpó, si bien lo que captó la mujer fue el matiz de tenso control que vibraba en su voz.

– ¿Alguna vez necesité algo elegante?

Sintió que las manos de Rye subían por su espalda y le rodeaban el cuello.

– Nunca -respondió, ronco.

Y como si no estuviese seguro de sí mismo, apartó las manos.

– ¿Se te ocurrió a ti la idea de los pollos? -preguntó la mujer.

– No, es mérito de mi padre.

– Josiah es muy astuto.

– Sí.

Laura quería darse la vuelta, pero se sentía tímida como una violeta. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que parecía competir con la máquina, y estaba segura de que era su propio pulso el que sacudía las tablas del suelo bajo las suelas de los zapatos.

Rye carraspeó.

– Bueno… tengo que hablar con el capitán, así que tú podrías…

– No en vano se le ocurrió a Josiah lo de los pollos, Rye -lo interrumpió, girando al fin hacia él-… No te atrevas a irte a hablar con el capitán, sin…

La boca de Rye la interrumpió… ¡al fin estaba en sus brazos! El beso fue una lujosa y sensual bienvenida, mientras los brazos, deslizándose bajo la capa, la alzaban apretándola contra su pecho, y los de ella se le enlazaban al cuello cuando sintió que sus pies se despegaban del suelo. Sintió la lengua cálida y húmeda de Rye encima y alrededor de la suya, y quitándole la gorra con una mano, entrelazó los dedos de la otra en el áspero cabello del hombre.

Rye se dio la vuelta haciéndola apoyarse de espaldas contra la puerta del camarote, apretando todo su cuerpo contra el de ella, mientras el beso se convertía en una búsqueda desesperada de alivio. Laura pasó la lengua por la superficie lisa de los dientes, exploró las profundidades de la boca, y fue encontrando todos los puntos conocidos.

Rye la bajó sólo hasta el punto en que las caderas se tocaron, y aprovechando su fuerza prodigiosa, la apretó entre la puerta y su cuerpo con tanta fuerza que Laura sintió escapar el aire de los pulmones. La erección era total, y él no perdió un instante en hacérselo notar. Trazando movimientos en forma de ocho con la cadera, empujaba con el duro monte de su masculinidad el monte igualmente duro de la feminidad de la mujer.

El deseo formó una oleada hirviente en la parte que Rye apretaba. ¡Laura la sintió, la gozó, le dio la bienvenida! Pero estaba inmovilizada contra la puerta, sin poder transmitir su mensaje corporal de excitación.

– Rye, bájame -logró decir.

– Si te bajo, y mis manos quedan libres, no podré mantenerlas quietas.

– No me importa.

– Sí, te importa. Querías que nos casáramos primero y, por lo tanto, te bajaré, pero me iré a arreglar ese tema con el capitán, ¿de acuerdo?

– Maldito seas, Rye Dalton -murmuró contra sus labios, metiendo la lengua entre los dientes de él, en medio de la frase-. ¡Qué momento… elegiste… para hacer… lo correcto!

– ¿De acuerdo? -insistió, echando la cabeza atrás para huir de esa lengua provocativa.

– Oh, está bien -aceptó.

Sintió que sus pies volvían a tocar el suelo y las manos masculinas la sujetaban un instante. Como la falda se pegaba a los pantalones de él, Rye retrocedió para permitir que cayera como era debido.

Con los apasionados ojos azules fijos en la mujer, su voz palpitó como el motor:

– Pero te advierto que, esta noche, las cosas serán muy diferentes.

Poniéndose de puntillas, Laura le puso la gorra en la cabeza, colocó la visera en un ángulo atrevido y observó el resultado.

– Más vale que así sea -replicó, con voz suave.

Se besaron otra vez, mientras las manos de Rye recorrían, posesivos, el torso de Laura y ella le tocaba el mentón. Luego, la apartó y retrocedió un paso.

– Volveré lo más rápido que pueda. Entretanto, ve preparándote para nuestra boda… otra vez. Pero, en este caso, cuando diga hasta que la muerte nos separe, podrás creerle.

Se dio la vuelta y se fue.

Sonriendo en dirección a la puerta, Laura se volvió. ¡Sentía el cuerpo combustible! Tanta contención estaba haciendo trizas su compostura. Respiró hondo cuatro veces, pero no la ayudó demasiado y, al fin, se pasó una mano por la falda y se abrazó a sí misma, tratando de apaciguar las palpitaciones que habían desatado las caricias de Rye.

«¿Qué hora es? Todavía no es mediodía. ¿Cuántas horas habrá que esperar? Hasta las ocho de la noche; sólo entonces será respetable retirarnos. Dios mío, ¿cómo aguantaré tanto tiempo?»