Una vieja perra amarilla de hocico entrecano cerró la brecha, levantándose y abalanzándose, meneando la cola en gozosa bienvenida.
– ¡Ship! -exclamó Rye, apoyando una rodilla para rascar con cariño la cara de la perra-. ¿Qué haces aquí?
«¡Ah, qué cuadro! -pensó el padre-. Ver otra vez la cabeza del muchacho inclinada sobre la perra».
– Al parecer, ella sabía que, si regresabas, vendrías aquí. Abandonó la casa de la colina, y no había quién pudiese convencerla de quedarse sin ti. Estuvo esperándote estos cinco años.
Rye bajó la cara, puso una mano a cada lado de la cabeza de la perra, y la vieja Labrador se retorció todo lo que pudo, pasando la lengua rosada por la barbilla de Rye, haciéndolo reír y retroceder, aunque luego cambió de idea y se adelantó para recibir un par de lengüetazos húmedos más.
Había tenido a la perra desde niño, cuando la Labrador amarilla fue hallada nadando hacia la costa, desde un barco hundido a cierta distancia de los bajíos. Como no tenía dueño, el pequeño Rye Dalton se la apropió de inmediato, y la bautizó Shipwreck, «Barco Hundido».
Al hallar a la vieja Ship esperándolo, lloriqueando en leal bienvenida, Rye pensó: «Por fin alguien que está como siempre».
El viejo clavó los dientes en la pipa, contemplando a Rye y a la perra, dichoso ante el regreso del hijo, pero apenado de que no estuviese Martha para compartir ese momento.
– Así que, a fin de cuentas, la vieja arpía no te atrapó -comentó Josiah, cáustico, conteniendo unas risas guturales para ocultar emociones demasiado profundas que resistirían cualquier otra forma de disimulo.
– No. -Rye alzó la vista, sin dejar de rascar las orejas de la perra-. Hizo todo lo que pudo, pero me desembarcaron justo antes del hundimiento, porque me había contagiado de viruelas.
La pipa apuntó al rostro del joven.
– Ya veo. ¿Fue muy grave?
– Lo bastante para salvarme la vida.
– Ahá -refunfuñó Josiah, examinándolo con su guiño. Rye se puso de pie y, con los brazos en jarras, contempló la tonelería.
– Ha habido ciertos cambios por aquí -afirmó, solemne.
– Sí, bastantes.
Las miradas se encontraron, entristecidas por las malas pasadas que les habían jugado a ambos esos cinco años.
– Podríamos decir que cada uno de nosotros perdió una mujer -dijo el más joven, con gravedad.
El animal le dio un empellón en la rodilla, pero él no lo advirtió, la vista clavada en los ojos del padre, notando las nuevas líneas que los rodeaban y ese brillo que amenazaba con lágrimas.
– Así que ya te has enterado.
Josiah observó la pipa, frotando el cuenco tibio con el pulgar, como si fuese el mentón de una mujer.
– Sí -fue la serena respuesta.
La perra retrocedió y se apoyó contra la cadera de Rye, empujándolo un poco para hacerlo perder el equilibrio, pero tampoco esta vez lo advirtió. Distraído, la mano buscó la cabeza dorada, y se movió sobre ella mientras miraba cómo su padre frotaba la cazoleta de la pipa de brezo.
– Sin ella aquí, no será lo mismo ir arriba.
– Bueno, tuvo una buena vida, aunque se murió triste pensando que el mar te había tragado. Creo que nunca se recuperó de la noticia y, sin embargo, sospecho que adivinó que estabas a salvo mucho antes que yo -dijo Josiah, mirando a su hijo con sonrisa triste.
– ¿Cómo murió?
– El abatimiento la derrotó… el frío y el abatimiento. Pilló una fiebre pulmonar, y se me fue en tres días, ardiendo y temblando al mismo tiempo. Eso no podía ser. Estábamos en primavera, y ya sabes lo gris que puede ser la Dama Gris en marzo -dijo.
Pero habló sin rencor, pues un nativo de la isla conoce el temperamento brumoso y lo acepta como parte de la vida… y también de la muerte.
– Sí, es capaz de comportarse como una zorra perversa -coincidió Rye.
El viejo suspiró, y dio al hijo una palmada en el hombro.
– Ah, bueno, me he habituado a vivir sin tu madre, hasta donde es posible acostumbrarse a ello. Pero tú…
Dejó el pensamiento en suspenso, mientras observaba al joven con aire interrogante.
Rye miró por la ventana.
– Entonces, ¿ya has estado en la colina? -preguntó el padre.
– Sí.
Un músculo se puso tenso y la boca generosa de Rye se endureció, pero luego, al encontrarse con la mirada inquisitiva de su padre, se volvió a relajar.
– Yo he perdido sólo a una mujer, pero tú perdiste dos.
La boca volvió a ponerse tirante, pero esta vez expresando decisión.
– Por el momento. Aunque estoy dispuesto a reducir ese tiempo a la mitad.
– Pero está casada con ese tipo.
– ¡Creyéndome muerto!
– Sí, como todos nosotros, muchacho.
– Pero no lo estoy, y pelearé por ella hasta que lo esté.
– ¿Y qué dice ella al respecto?
Rye evocó el beso de Laura, seguido por la prudente retirada.
– Creo que todavía está conmocionada por haberme visto entrar en la casa de ese modo. Tengo la impresión de que, por un momento, me creyó un fantasma. -Con un gesto obstinado de la barbilla, se volvió otra vez hacia el padre-. ¡Pero, por Dios que le demostré que no lo soy!
Josiah rió sin ruido, asintiendo y vio que, bajo el bronceado, su hijo se ruborizaba un poco.
– Sí, muchacho, apuesto cualquier cosa a que eso hiciste. Pero veo que has traído tu arcón aquí, y lo has dejado en el suelo como si esperaras compartir mi camastro.
– ¡Con Ship pienso compartir mi camastro y no contigo, viejo marinero, así que ya puedes borrar esa sonrisa burlona de tu cara, y dejar de tomarme el pelo!
Josiah estalló en carcajadas, poniendo en peligro la pipa, que apenas se sostenía entre los dientes amarillentos. Por fin se la quitó:
– Rye, no has cambiado ni una pizca, y estoy seguro de que tu mujer está pensando qué hacer con ese marido que le sobra, ¿eh? Bueno, acomoda tus pertenencias y sé bienvenido. Ship y yo estamos muy felices con tu compañía Desde hace dos años, esta casa se ha vuelto muy silenciosa, e incluso tu lengua afilada será bien recibida. -Volvió a señalar al hijo con la pipa, y agregó-: Hasta cierto punto.
Las miradas se encontraron y compartieron ese instante de frivolidad: un padre envejecido, y un hijo que se había puesto más alto y fuerte que él.
En la casa de la colina, Laura aún temblaba por el impacto de haber visto otra vez a Rye, de haberlo besado. En cuanto él desapareció por el sendero, tuvo la impresión de que nada de lo sucedido era real. Pero al ver a Dan la realidad volvió, junto con la necesidad de aceptar esa realidad insólita y de enfrentarse a ella.
En la puerta, cerró un instante los ojos, se apoyó una mano sobre el estómago trémulo y entró.
Dan estaba sentado a la mesa, pero con los codos a ambos lados del plato intacto y la boca oculta tras los dedos entrelazados. La siguió con la mirada a través del cuarto, con esos ojos almendrados que ella conocía desde que tenía memoria. Ojos almendrados que ahora le costó mirar.
Laura se detuvo junto a la mesa de caballete, sin saber qué decir, pensando si ese hombre que la observaba tan silencioso aún era su marido. Dan le miró las manos y vio que sus dedos jugueteaban, nerviosos, con la cintura del delantal, de modo que Laura las dejó caer y se sentó en el banco frente a él. Tenía la impresión de que sus nervios estaban hechos de hilos de cristal. El silencio que remaba en el ambiente era doloroso, pues lo único que se oía eran los ruidos de la isla: martillos, gaviotas, boyas sonoras y el resuello lejano de un silbato de vapor, del paquebote de Albany que atracaba en el muelle Steamboat.
De repente, Laura pareció derrumbarse, apoyando los codos a ambos lados de su plato, y hundió la cara en las manos. Pasaron varios minutos en silencio, hasta que levantó la vista para mirar otra vez a Dan. Vio que jugaba distraído con la cuchara, apretándola con fuerza contra la mesa, haciéndola girar como si quisiera atornillarla a la madera.
Cuando advirtió que la mujer lo miraba se detuvo, y la mano bien cuidada se inmovilizó. Suspiró, se aclaró la voz, y dijo:
– Bien…
«Di algo», se regañó Laura. Pero no sabía cómo empezar.
Dan carraspeó otra vez, y se enderezó.
– ¿Dónde está Josh? -preguntó Laura en voz baja.
– Terminó, y salió a jugar.
– No has comido nada -notó, mirando el plato.
– Es que… no tenía mucho hambre.
No la miraba.
– Dan…
Laura estiró la mano para cubrir la suya, pero él no se movió.
– Se le ve sano como un caballo, y muy vivo.
Laura guareció las manos en la falda, contemplando el plato que Dan había servido mientras estaba fuera.
– Sí, lo es… lo está.
– ¿Estuvo aquí mucho tiempo?
– ¿Aquí?
La mujer levantó la vista de inmediato.
– Aquí, en la casa.
– Tú sabes cuándo llegó el Omega.
– No, no exactamente. Nadie me dijo una palabra de que Rye estuviese a bordo. ¿No te parece raro?
Laura volvió a cubrir la mano de Dan con la suya.
– Oh, Dan, nada ha cambiado… nada.
El hombre retiró con brusquedad la mano y se puso de pie de golpe, dándole la espalda.
– Entonces, ¿por qué me siento como si el mundo se hubiese escapado bajo mis pies?
– Dan, por favor.
Se dio la vuelta y se acercó un paso.
– ¿Dan, por favor, dices? ¿Por favor, qué? Siéntate aquí… a su mesa, en su casa, con su…
– ¡Basta, Dan!
Dan se dio la vuelta otra vez, y la expresión su esposa resonaba en el cuarto con tanta nitidez como si la hubiese pronunciado. Casi todo lo que allí había era de Rye Dalton, o lo había sido en otra época… tanto objetos como personas. Dan Morgan se puso a buscar, trabajosamente, un modo de aceptar el hecho de que su amigo estaba bien vivo, y había vuelto a reclamar lo que era suyo.
Desde atrás, Laura vio cómo se apretaba la nuca y dejaba caer la barbilla sobre el pecho.
– Dan, vuelve a sentarte y come tu comida.
El hombre dejó caer la mano a un costado, y se dio la vuelta de cara a ella.
– Laura, tengo que volver a la oficina. ¿Estarás… vas a estar bien?
– Claro que sí.
Se levantó y lo acompañó hasta la puerta, donde le sostuvo la chaqueta para que se la pusiera. Vio cómo recogía el sombrero del perchero, pero en lugar de ponérselo, pasó los dedos distraído por el ala, de espaldas a ella. Al observar su actitud desalentada, se le contrajo la garganta y apretó los dedos.
Dan dio un paso hacia la puerta abierta, se detuvo y lanzó un profundo suspiro para luego girar y estrechar a la mujer contra el pecho, con tanta fuerza que el aire se le escapó de los pulmones.
– Te veré a la hora de cenar -susurró en tono torturado, mientras Laura asentía contra su hombro, hasta que la apartó de sí y salió rápidamente.
Mientras se alejaba por el sendero de conchillas tras los pasos de Rye Dalton, le pareció que toda su vida había marchado en esa misma dirección.
Cuando Dan se hubo ido, Laura se dio cuenta que tenía los ojos llenos de lágrimas. Entró en la casa, y comprendió que tendría que hacer frente a innumerables hechos, testigos del extraño entrelazamiento de esas tres vidas. Junto a la mesa, tocó el tenedor de Dan, que aún estaba junto al plato de comida intacto, recordando que, años atrás, Rye también había comido con ese mismo tenedor; lo más probable era que fuese suyo. Distraída, retiró los restos de la comida interrumpida, pero el recuerdo persistió. Cerró las puertas de la cama alcoba para no ver el sitio donde dormía por la noche el hijo de Rye Dalton, junto a una fila de soldados de madera que habían pertenecido a Dan Morgan cuando era niño. El humidificador que había junto a la silla de respaldo alto era un regalo de Rye a Dan. La silla misma era la que Dan había elegido después de casarse con Laura, aunque el taburete era un regalo a Rye y Laura, de parte de algún invitado a su boda.
Casi contra su voluntad, se asomó a la puerta del dormitorio, posando la mirada en la cama -qué doloroso era mirarla en ese momento-, donde ella y Rye habían concebido a Josh, sobre la cual había nacido Josh, sobre la que Dan se había sentado junto a la madre flamante, espiando entre las mantas de franela el bulto rosado que se removía, y predicho:
– Será idéntico a Rye.
Le temblaron los párpados al recordar las palabras de Dan y el modo en que las había pronunciado, porque sentía que era lo que ella necesitaba oír en aquel momento. Por encima de todo, era esa cama la que testimoniaba la complicada historia de ellos tres. Había sido usada por los tres; de la piña tallada en los postes de la cabecera habían colgado las chaquetas de ambos hombres, y las manos de Laura se habían aferrado a sus barandas, presa del éxtasis tanto como del dolor.
Se le cerró la garganta, y se volvió.
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