A pesar de su falta de gracia, es difícil no envidiar a Sara. Se casó con Roberto, su novio de la escuela secundaria, un abogado cubano, educado, alto, blanco y judío, de Miami, cuyos padres conocen a los suyos desde que vivían en la isla, y tiene dos hijos preciosos que acaban de empezar la guardería en el colegio más caro de la zona. Básicamente lo tiene todo. Un gran tipo, una gran casa, una gran familia, mellizos, un gran coche, un pelo maravilloso. No necesita trabajar para vivir. Los viajes de esquí le salen gratis, no como a mí. Ed gana mucho más que yo, pero ¿paga algo? No. A medias, dice guiñando un ojo. Es la única forma de saber que nuestro amor es verdadero, dice. A Roberto le daría un ataque al corazón si Sara quisiera pagar algo sola. Siempre le compra regalos. Y sólo porque la ama. Lleva con ella desde que iban a la escuela y todavía hace cosas así. Un Range Rover con un gran lazo blanco encima, porque la ama. Una muñequera de tenis de diamantes oculta en el fondo de una caja de bombones kosher, porque la ama. Un baño recién reformado, decoración incluida, porque la ama. Y no tiene una cabeza enorme y deforme, como otro que conocemos. De hecho, Roberto tiene una bonita cabeza, a juego con su muy bien formado todo lo demás. Es un guapo comestible, tipo Paul Reiser. Creo que todas las temerarias hemos tenido alguna vez fantasías con un Roberto. Todas deseamos a Roberto, pero como ya está cogido, queremos a alguien idéntico a él. El problema es que parece ser único. Un tipo fiel, honesto, rico, guapo, amable, divertido y que te conoce desde que eras una adolescente llena de granos que se cayó accidentalmente al canal de la parte trasera de la casa de tus padres justo a tiempo de que él y todos sus músculos se tiraran para salvarte de ti misma. Tendidos juntos sobre el césped, ves su pecho aterciopelado y piensas: ya está, es él. Un tipo maravilloso que seguirá salvándote de ti misma durante el resto de tu vida.

Debe de ser agradable.

Las temerarias nos alegramos por Sara, por supuesto, pero también la odiamos porque nuestras vidas no son tan ordenadas y perfectas. Le he dicho que podría ganarse bien la vida como diseñadora de interiores si dejara los jarrones y la alfarería para alguien menos patoso. Dice que podría interesarle estudiar una carrera cuando los chavales sean lo suficientemente mayores para «no necesitarme en casa»; no parece tener prisa. Dale un par de cortinas viejas y un contenedor de chatarra y hará algo fabuloso. Ni moderno, ni interesante, nada espectacular, simplemente fabuloso. A veces bromeamos con que podía haber sido un hombre gay.

Ahora, Amber. Uf. No sé por dónde empezar con esta muchacha. La conocí en el primer año de universidad, en un curso de redacción periodística. Era una «pocha» del sur de Cali, de piel color café y un vientre plano antinatural. Se había quitado las cejas y se las dibujaba con unas líneas finas y arqueadas. («Pocha», para quien no lo sepa, es ese tipo de mexicoamericano que no habla español y suda si come algo más picante que la salsa media de la marca Old El Paso.)

Por entonces, Amber llevaba melena negra con un espeso flequillo y el tipo de ropa holgada y pendientes de bisutería «de delfín» corrientes donde ella creció, pero que a nosotras nos parecían macarriles. Se crió en un pueblo costero cerca de San Diego, un pueblo lleno de impecables marines americanos, casi todos con apellido español y un Cámaro con una cinta de Bon Jovi gastada en el radiocasete. Apenas era consciente de ser hispana cuando se matriculó en la Universidad de Boston, y no pensó en ello hasta que conoció a Saúl, un escuálido y melenudo guitarrista de Monterrey, México. Él había estudiado música en Berklee College, y le dijo que era idéntica a una imagen de la Virgen de Guadalupe que se le había aparecido en un sueño, dejándose caer de rodillas a sus pies en medio de la plaza central de la universidad en plena tormenta de nieve. Ella pensó que era divertido y que Saúl, con su tez pálida, kilómetros de tatuajes y su liar de porros constante, era lo bastante raro para asustar a sus republicanos padres durante un tiempo. Él le regaló libros sobre chícanos y la lucha de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, y empezó a llevarla a reuniones y conciertos del movimiento. Ése fue el fin de la Amber que conocíamos.

Amber toca la guitarra, la flauta y el piano magníficamente, y siempre ha tenido una voz increíble. Durante los últimos seis años ha tratado de conseguir un contrato discográfico, pero no ha tenido suerte. Invariablemente nos llama (a cobro revertido) para que la animemos cuando la rechazan y nosotras siempre la complacemos. Podemos cuestionar su sentido de la moda, o su identidad étnica, pero ninguna de nosotras duda por un instante de que Amber tenga un talento excepcional.

Amber estudió en la Universidad de Boston con una beca de música clásica y asistió a clases de Comunicación por si no podía convertirse en la próxima Mariah Carey, su objetivo original. Siempre supo tocar la guitarra, y mejor que Saúl, de hecho, gracias a las clases que un tío suyo le daba en un taller de mecánica en Escondido, California. Su conciencia chicana despertó del todo cuando Saúl y ella se hicieron con un autobús verde, un Volkswagen viejo y sucio, y viajaron por México y Estados Unidos durante un verano en una gira con su grupo. Cuando regresó, había cambiado las «ch» por las «x» y viceversa. «Chicana» era ahora «xicana».

– Como lo deletreaban los aztecas -dijo.

No me preguntes cómo es que los aztecas precolombinos conocían el alfabeto romano, pero según Amber y sus amigos del movimiento Mexica así era. También los mexicanos eran ahora «mechicanos». Todavía se dibujaba las cejas, pero ahora parecían pinceladas de enfado, en lugar de arcos de sorpresa. Empezó a coleccionar plumas de águila, campanillas para los tobillos y escudos de oro, y no hablaba otra cosa que español, un idioma que nunca había hablado antes, a excepción de las palabras que escuchó al crecer: mi'ja albóndigas, churro, cerveza, hacer mimos, abuelo, sopa y chingón.

También tenía una nueva colección de discos compactos de latinas gritonas como Julieta Venegas y esa chica con aspecto varonil de Aterciopelados. En las reuniones de las temerarias de entonces, cantaba a voz en grito canciones de un grupo de heavy metal llamado Puya, hasta que perdió la voz. Amber también se quitó el apellido aquel año. Quintanilla. Dijo que no quería que la gente de la industria musical la asociara con Selena. (Ya sabes, Selena la muerta, la cantante texana asesinada, santa Selena, prácticamente canonizada.) Y todo porque, dijo, «mi música es más dura, más fuerte. Selena era una sosa». ¿Qué tipo de sacrilegio es ése?

¿Y ahora? Ahora está viviendo en Los Ángeles con otro tipo de México entregado al rock en español. Al parecer, se casaron por el rito azteca el año pasado, pero no intercambiaron anillos (eu- rocéntricos símbolos de propiedad, dice), no invitó a ninguna temeraria (no irradiábamos la suficiente luz y no quería que nuestra energía negativa estropeara las cosas, dice), y no registró el matrimonio de forma oficial (los gobiernos falsos no significan nada para nosotros, dice). Este tipo se apoda a sí mismo «Gato», y es hijo de un funcionario corrupto del gobierno mexicano. (Eso es redundante, ¿no?) Amber toca con su propio grupo, cantando fundamentalmente en español y, cada vez más, en náhuatl, y dice estar negociando con algunas casas discográficas ese contrato que lleva años persiguiendo. Graba sus propios discos y los vende en una mesa plegable en las salas de fiestas. Todavía tiene el pelo largo, pero ahora es negro. Negro azabache, negro hechicero, enrollado como los mechones de Medusa con hilos de colores por aquí y por allá. No creo que se lo haya cepillado en un año. Su lápiz de labios es oscuro, morado gótico, a juego con el pelo, y sus ojos están enmarcados en gruesas rayas negras. Se ha agujereado nariz, ceja, lengua, ombligo y pezón, y su ropa suele ser tan negra como su pelo. No es fea, no creas. Es simplemente Amber. Es bonita, siempre lo fue. Y tiene unos abdominales de morirse porque sólo come alimentos crudos, «como nuestros antepasados», dice, y porque corre un millón de millas por semana con Gato por las colinas de Hollywood. Pensándolo bien, ¿no fueron los aztecas los que arrancaban los corazones del pecho a la gente y se los comían a dentelladas? Bien crudos, por supuesto. Pero en el mágico movimiento Mexica americano del nuevo milenio, los aztecas son ahora vegetarianos pacifistas, no conquistadores sanguinarios. La versión mexica de los aztecas suena tan verosímil como Ralph Nader con taparrabos.

Esta noche lleva una chaqueta negra estrecha, con plumas de imitación en las muñecas y el cuello, el vivo retrato de Lenny Kravitz. Debajo lleva una camiseta negra corta y ajustada, a pesar de que estamos en pleno invierno, para que podamos admirar sus perfectos abdominales. Sus pantalones están provocándole un infarto a Rebecca, porque están cubiertos de dibujos de la Virgen de Guadalupe en bikini. Lleva botas de plataforma atadas delante. Verla junto a Sara es desconcertante.

Nos cambiamos a una mesa más grande y empezamos a charlar. Todavía no pedimos y todas, menos Usnavys, esperamos a que llegue Elizabeth antes de empezar con los aperitivos. Eso significa que esperamos otra media hora. Entonces aparece. Estoy distraída con la historia de Sara, que tiene que ver con el mal negocio que hizo con una tela que compró para el cuarto de invitados de su casa, pero es tan emocionante como una buena novela de misterio, cuando veo a Elizabeth llegar en su Toyota Tacoma, con una enorme cruz colgada del retrovisor y esos pececillos de metal pegados en la reja de la parte de atrás.

Lo encuentro divertido; una mujer tan alta, delgada y bonita, que durante la universidad se ganaba la vida como modelo de pasarela, conduciendo una camioneta horrible ¿por elección propia? Quizá es porque soy del profundo sur, donde las camionetas están reservadas para hombres que beben Kool-Aid, necesitan sostén y se llaman Bubba. Dice que es cómoda, perfecta para la nieve y para trasladar cosas de un lado a otro. Es verdad: Elizabeth siempre está llevando cajas de ropa donada y latas de conserva de su iglesia -una enorme y brillante estructura de diseño en forma de cubo que está en las afueras- a los refugios de los sin techo. Todos los veranos cede su camioneta a los cristianos del campamento para niños de Maine, y carga en ella balsas hinchables y equipos de tiro al arco. Al terminar el verano, apila balas de heno en la camioneta, sube a los niños encima y los lleva de paseo al riachuelo. Yupiiii.

Tal vez sea porque creció pobre en Colombia y no entiende los matices de la cultura americana tal y como lo hacemos el resto de las temerarias, pero Elizabeth Cruz está convencida de que tener una camioneta es guay.

Una vez le pregunté cómo esperaba conseguir un hombre conduciendo semejante mamotreto, y se encogió de hombros. Para una mujer que quiere tanto a los niños, Elizabeth no parece tener prisa por encontrar un padre para los suyos. Es la eterna soltera. No le conozco ni una sola relación seria. Queda con hombres de vez en cuando, pero nunca le duran más de un mes. Las temerarias intentamos enredarla con cualquier tipo medio decente que conocemos y que no nos interesa a nosotras. Pero nunca funciona. Y no es porque nadie esté interesado, ¿de acuerdo? Hoy mismo Jovan Childs, mi rastafari favorito a la hora de coquetear en el periódico, me preguntó -de nuevo- si podía presentársela.

– No puedo creerlo -gimoteó-. Eres amiga de Elizabeth Cruz y no me das la oportunidad de conocerla. ¿Qué te pasa?, ¿me quieres todo para ti?

Le lancé un beso a Jovan y no le dije la verdad: que aprecio demasiado a Elizabeth como para presentarle a este inteligente mujeriego, aunque me desprecio lo suficiente a mí misma como para pensar que podría ser una perspectiva interesante en mi caso si las cosas con Ed acaban mal, que es como acabarán.

De todas formas, Elizabeth dice que su vida sentimental es tan sosa porque la mayoría de los hombres creen que es una idiota dócil. Lo piensan porque les intimida su belleza.

– Una gran belleza puede ser un gran impedimento -dijo una vez, en una cena de las temerarias, sin un atisbo de vanidad.

Todas nos quedamos mirándola fijamente. Amber se rió en alto.

– Lo digo en serio -dijo Elizabeth-. Reconozco que la belleza abre ciertas puertas, pero también mantiene otras cerradas con llave. Si pudiera elegir, no estoy segura de que quisiera ser así.

– No te preocupes, Liz, no te durará siempre -dijo Usnavys.

De todas las temerarias, Elizabeth es la más delicada. Sus extremidades son largas y estilizadas, aunque come todo lo que quiere, y su cara es apaciblemente simétrica. No es muy habladora, pero cuando lo hace, dice cosas profundas e inesperadas.