Después de la universidad, Rebecca trabajó como redactora en la revista Seventeen, y hace dos años lanzó su propia publicación mensual, Ella, que se convirtió rápidamente en la revista más vendida entre las latinas veinteañeras y treintañeras. Está empezando a ganar mucho dinero por sí misma, no necesita el de Brad. Yo lo mencionaría, pero Rebecca siempre ha sido muy reservada, una mujer que se enorgullece de su autocontrol, tranquila y calculadora, a quien nunca he visto perder la compostura o bailar. Proviene de una familia acomodada de Albuquerque -ya saben, esa ciudad de nombre ridículo que sólo se menciona en Bugs Bunny-, gente que ha vivido en el suroeste de Estados Unidos desde antes de que los peregrinos se posaran en Plymouth Rock. O sea, mexicanos -bueno, españoles- que no llegaron a este país, sino que fueron fagocitados por él. Habla un español anticuado y torpe, como si alguien utilizara el inglés de Chaucer en una fiesta universitaria. A Elizabeth y a Sara les divierte. La familia de Rebecca es del norte de Nuevo México, gente congelada en el tiempo que habla como sus bisabuelas y lleva mantillas en la cabeza.

También insiste en que la llamen «española». Dios te perdone si la llamas mexicana. Jura que puede trazar su árbol genealógico hasta la realeza española. No soy antropóloga pero sé qué aspecto tienen los indios americanos. Y Rebecca Baca, con esos pómulos altos y el culo plano, encaja en la descripción. Si escogieran a una de las temerarias para interpretar a una latina en una producción de Edward James Olmos, sería esta chávala, ¿vale? Y no importa cuántas veces le venga Amber con esa historia del movimiento Mexica: «Somos indias, no hispanas o latinas», y la cantilena de Atzlán y la guerra santa indígena contra los pinches gringos, Rebecca no traga.

– Yo soy española -dice serena, paciente, esbozando una dulce sonrisa-. Igual que en este país hay franceses e italianos, yo soy española. Respeto mucho aquello en lo que crees, y te apoyo en lo que haces. Pero intentar reclutarme para la causa Mexica tiene tanto sentido como perseguir a ese coreano de la tienda.

Ni le preguntes por el pelo negro y liso, por la piel morena y por una nariz que parece salida de una pintura de R. C. Gorman. Arrugará esa delicada nariz aguileña, como hace cuando la gente maldice o grita, y dirá con una sonrisa y un suspiro de exasperación: «Moros, Lauren. Tenemos sangre mora». Y ahí, amiga mía, se acabó la historia.

Rebecca camina directa hacia la mesa sin mover las caderas. Usnavys se tambalea para darle uno de esos abrazos de osa que dejan sin respiración.

– ¡Sucia! -grita Usnavys.

Rebecca sonríe avergonzada y no contesta con el saludo habitual. Palmea suavemente a Usnavys en la espalda, como si le ofendieran su gordura y su agitación, y dice:

– ¡Hola, Navi! ¡Hola, Lauren! ¿Cómo estáis?

Usnavys no acusa el desprecio. Pero yo sí. Siempre. Usnavys ve lo mejor de las personas. Yo lo peor, supongo. Rebecca no ha pronunciado la palabra sucia desde la universidad, aunque siga viniendo a nuestras reuniones. Piensa que es un síntoma de inmadurez. Me hace sentir inferior de lo que normalmente me siento, porque a mí me encanta decir «sucia», y eso debe de significar que soy lo más inmaduro que uno puede echarse a la cara.

Rebecca cuelga su chaquetón rojo en un gancho de la pared arrugando la nariz ante la suciedad. Vuelvo a constatar que es diminuta, apenas un metro y medio de altura, con delicadas muñecas de gato. Me atrevería a decir que es anoréxica, como la protagonista de una serie de David E. Kelly. Lleva un traje chaqueta pantalón de lana gris oscuro, con joyas de plata discretas, pero visiblemente caras. ¿O serán de platino? Sus diminutos pendientes tienen incrustaciones de rubíes. Me asombra que existan pulseras tan pequeñas. Cuando nos reunimos, nunca toma más que un plato de sopa o de arroz blanco, si no medio, y jamás bebe. No es que yo sea corpulenta, pero lo sería si no me metiera los dedos en la garganta de vez en cuando. Pero «flaca» no es la mejor palabra para describir a Rebecca. Es fibrosa, musculada, delicada y feroz a la vez. Y, ¿sabes una cosa?, a pesar de los eternos comentarios de algunas mujeres sobre lo horroroso que debe de ser estar tan flaca, la verdad es que estoy tan condicionada como cualquiera, y la envidio. Envidia de la mala. Rebecca es todo lo que yo no soy: diplomática, sensata, jamás opina en público (quién sabe lo que realmente piensa), rica, entregada a una dieta saludable y a un plan de ejercicios, generosa con su tiempo y su dinero, y buena con los números. Yo sólo pienso en mí. Y me devuelven los cheques. Quizá tenga celos. Probablemente. Los hombres nunca se hartan de ella, ni le dicen que necesitan su espacio.

Lo que más me gustaría es tener una madre como la de Rebecca. La señora Baca nunca llama a su hija desde la cárcel, pidiendo dinero para la fianza, como hizo la mía. Cuando Rebecca se graduó, su madre estuvo allí, y no sólo presente, sino bien vestida y oliendo a perfume Red Dior, con un ramo de flores para su hija y lágrimas auténticas en los ojos. «Estoy orgullosa de ti», recuerdo que le dijo a Rebecca. ¿Y yo? Yo permanecía al margen buscando entre la muchedumbre a mi padre, que había encontrado otra víctima inocente a la que hablarle de Cuba a. C. (antes de Castro) durante el resto de la tarde. Interpretando de nuevo el papel de extranjero fascinante, se olvidó completamente de mí. Mamá no fue; dijo que vendría. Cuando la llamé después, contestó al teléfono en Houma (se mudó con mi abuela el año pasado) y se disculpó con voz de sueño.

– Cariño, se me pasó -dijo. Podía oír los grillos a través del teléfono-. Supongo que ya es oficial, ahora que tienes un título, apuesto a que te crees mejor que yo.

Cuando estoy tranquila y nadie me ve, deseo poder intercambiar familia y pasado con Rebecca; aunque jamás me casaría con Brad.

No es de extrañar que ese magnate británico del software pensara que la idea de Rebecca de fundar una revista era tan buena que le entregara un cheque por dos millones de dólares para montarla. ¿Qué? ¿Pensabas que su futuro-millonario marido orbital pagó las facturas? No. No creo. También se lo pregunté. Al parecer Brad pidió el dinero a sus padres, incluso pidió un préstamo, pero cuando les dijo para lo que era, le contestaron:

– Bradford, querido, a esa gente, no sé cómo decírtelo, mi vida, no les gusta la literatura. Es tirar el dinero.

¿Esa gente? No sé cómo lo aguanta Rebecca. Tal vez porque no se considera a sí misma parte de «esa gente». Es española, ¿recuerdan? Ella desciende de reyez y reinaz españolez.

Nos sentamos y esperamos a que lleguen las demás bebiendo negro café cubano en vasos de poliestireno. Usnavys pide un par de aperitivos, fritos, por supuesto. Rebecca abre su maletín deCoach y saca unos ejemplares del último número de su revista, con Jennifer López vestida de ejecutiva en la portada. Es una buena publicación. Vuelve a preguntarme cuándo voy a escribir para ella, y le explico, de nuevo, que soy propiedad de la plantación del Gazette.

– Mi aaamo no me deja escribir pa’ otra gente, señorita Escarlata -digo.

Sonríe tensa y se encoge de hombros. Usnavys intenta suavizar la situación y sugiere que nos apostemos qué temeraria será la próxima en aparecer, pero es imposible, porque todas estamos de acuerdo: la siguiente en cruzar el umbral va a ser Sara, con Amber pisándole los talones. Elizabeth siempre llega con retraso a cuanto acontece por la tarde, porque para ella es medianoche. Tiene que levantarse a las tres de la madrugada para preparar el programa matinal, así que cuando anochece normalmente está hecha un ovillo bajo una manta, completamente dormida. Hace una excepción por las temerarias.

Sara aparece derrapando por la calle helada a un millón de millas por hora, en su resplandeciente Range Rover verde metálico. Siempre tiene prisa. Si tuvieras que hacer todo lo que ella hace, también la tendrías. Sara es ama de casa, pero está tan ocupada como las demás. Entre llevar a Seth y Jonah de un sitio a otro, su trabajo como voluntaria y las clases de educación para adultos de Harvard (cata de vinos, elaboración de sushi, diseño de interiores) tiene la agenda completa.

Su forma de conducir, derrapando y frenando bruscamente, simboliza la forma en que Sara se mueve por el espacio. Con todo su encanto y su belleza, es torpe. Nunca he conocido a nadie que haya aterrizado tantas veces en una sala de urgencias. Su madre me contó una vez que Sarita ha sido así «desde que le salieron las tetas». Y ahora que tiene dos hijos pequeños, olvídate. La mujer tiene moratones y rasguños de la cabeza a los pies, señales, dice, de uñas minúsculas y un surtido de caros y didácticos juguetes de madera sin pilas. Torpe, bonita, ruidosa y encantadora. Y a pesar de todo, suele ser puntual. Así es nuestra Sara.

El avión de Amber debe de haberse retrasado. Estoy impaciente por oír la historia; con Sara, una historia no es una simple historia. Tiene el don de la narración, algo que percibieron todos nuestros profesores en la universidad. Escribía de forma tan increíble, que todo el mundo pensaba que ella era la que debería haber acabado en periódicos y revistas. El único problema era que la mitad de lo que contaba nunca era verdad. Un grave problema en el periodismo. Sara exagera. De acuerdo, bueno, miente. ¿Mejor así? Es cubana. ¿Qué esperabas? Nos gusta exagerar; el pez crece cada vez que se cuenta la historia. Adereza sus relatos con drama y tensión, con misterio e intriga, aun cuando sólo esté hablando de comprar cortinas para el estudio del piso de arriba. Por eso jamás duraría mucho trabajando como periodista, y lo sabe; creo que por eso se queda en casa. Pero ¿qué sé yo?

Aparca -junto al coche de Rebecca en el parking de la tienda de comestibles- y sale del Range Rover. Amber salta por el lado del copiloto, parece la mujer ideal de Marilyn Manson. ¡Menudo monstruo! Cada seis meses, una de nosotras le paga el billete de avión desde Los Ángeles, y la recogemos en el aeropuerto Logan. Amber no puede permitírselo. Le tomamos el pelo y nos dice:

– Vosotras esperad, pronto haréis cola para pedirme un autógrafo.

No se ríe cuando lo dice, porque desde que ha descubierto «el movimiento Mexica» ha perdido totalmente el sentido del humor. El movimiento, para quien no lo sepa, consiste en un grupo de mexicanos y mexicoamericanos que insisten en llamarse «americanos nativos», concretamente aztecas, en lugar de hispanos o latinos. Sara se ríe y habla, gesticulando con las manos para subrayar lo que dice. Sigue hablando, alto como siempre, cuando llegan a la mesa en busca de abrazos gritando nuestra consigna: ¡Sucia! No podrían ser más distintas si lo intentaran. Casi me da la risa.

Sara Behar-Asís viste como Martha Stewart, su ídolo. Así viste siempre. Uno pensaría que le gusta andar por su enorme casa en sudadera o similar, pero te juro que no es nadie si no va conjuntada. Se vuelve catatónica o algo parecido. Incluso en la universidad vivía pendiente de ello, y su familia -antiguos barones del ron cubano- le pasaba una cantidad superior al sueldo anual de profesor de mi papá para comprarse ropa. Yo alucinaba. Siempre heredaba encantada sus prendas usadas, y todavía me regala de vez en cuando algún jersey de cachemir.

Esta noche va perfectamente arreglada, por supuesto, conjuntada hasta en el colorete rosa de las mejillas, aunque seguro que piensa que va informal. Toques de corrector ocultan un par de arañazos bajo un ojo. Desastrosa, dice cuando Rebecca le pregunta por la última aventura de sus hijos con los palos de golf infantiles. Parece la perfecta, cuidadosamente informal y colosalmente patosa, mamá urbana. Lleva pantalones anchos de lana beige, un suéter de cuello vuelto blanco, y encima un suéter amarillo pálido, de un color que ella no dudaría en describir como «lavado al limón». No puedo asegurarlo, pero creo ver una mancha roja en la piel que asoma del cuello del suéter, el último recuerdo del nefasto viaje de esquí a New Hampshire con nuestros hombres. Mientras Roberto y Ed se tiraban por las pistas negras, riéndose y dándose palmadas en la espalda como hacen ese tipo de hombres, yo bajaba acobardada por las pistas azules mirando a través de las gafas de buzo cómo la ambiciosa de Sara, enfundada en un traje rosa pálido, sobrevolaba unos arbustos y se estrellaba contra unos pinos helados como si fuera un trapo mojado. Hubo incluso un momento en que se abrió paso a través de un grupo de cinco familiares, y embistió al más pequeño dejando atrás un coro de gritos paternales. No está, digamos, hecha para vivir al aire libre. Después de bajar media montaña patinando sobre su cara, de que sus esquís se separaran en el aire como dos antenas viejas de televisión, la recogí y fuimos al refugio a tomar un chocolate caliente y a ver una competición de aeróbic en ESPN durante el resto de la tarde. Esta noche lleva elegantes botas de senderismo que jamás han visto un sendero y, con suerte, no lo verán -igual que su todoterreno no saldrá de la carretera a menos que otro lo conduzca-, y una chaqueta de cuero negra. Su pelo rubio natural con mechas se parece al de Martha. El mismo color, corte y estilo. Es blanca, un detalle que seguro habría sorprendido a mis editores, pero no a cualquiera de Latinoamérica o Miami, donde los cubanos blancos aún desbancan a otro tipo de personas en sus organigramas sociales.