Elizabeth también es la temeraria con más posibilidades de robarle el marido a Sara, algo que jamás haría porque es cristiana, muy buena y la mejor amiga de Sara. Cuando nos reunimos para comer, ir a esquiar o al aburrido concierto de la orquesta Boston Pops en el Esplanade, Roberto siempre pregunta por ella, y sólo por ella. Y cuando pregunta lo hace con una mirada especial. También la mira así delante de Sara. Lo hizo incluso el día de su boda. Todos vimos cómo observaba a Liz mientras Sara bailaba con su padre. Nos miramos unas a otras deseando darle una patada en el culo. Liz parecía avergonzada y lo evitaba todo el rato. Se lo mencioné a Sara y me contestó:

– ¿Qué pretendes? ¿La perfección? Elizabeth es guapísima y él es un hombre. Puede mirar, pero si toca, y no lo hará, es hombre muerto.

No puedo imaginarme confiar tanto en un hombre. De nuevo: debe de ser agradable.

Elizabeth también tiene dificultades por ser una latina negra. Ella no lo admitiría, pero sé que es verdad. A los americanos negros les encanta, y más de uno ha comentado su parecido con la cantante de Destiny's Child, Beyoncé Knowles, en parte por su pelo rubio y en parte por su cuerpo escultural. Esta noche lleva unos vaqueros cómodos, botas de agua, un grueso suéter de lana marrón y una de esas parcas verde caza de la marca Patagonia. Lleva el pelo largo y liso, y ni pizca de maquillaje, y aun así está mejor que todas nosotras juntas. Son esos dientes, esos increíbles dientes blancos, esa piel dorada y esos ojos grandes y claros. También es una bailarina increíble, sobre todo cuando suena una cumbia o un ballenato. Le encanta Carlos Vives.

Los negros no latinos no entienden sus raíces. No imaginas la cantidad de veces que un negro americano me ha acusado de mentir cuando le he dicho que mi bella y «negra» amiga era latina.

– No parece latina -dicen-. Parece una hermana.

– ¿Quién lo dice? -pregunto.

No saben qué contestar. Uno no puede hacer que las personas viajen o sepan de historia, y estoy cansada de intentarlo. Los blancos americanos casi siempre se acercan a Elizabeth con ese equipaje preconcebido, les cuesta asimilar que siendo latina tenga ese aspecto. Y la mayoría de los latinos, lamentablemente, preferirían salir con una blanca analfabeta, fea, de South Boston, dentuda, retrasada, y de pies planos, antes que con esta latina negra, súper delicada, agraciada, con una carrera asombrosa.

Esto es cierto en lo que respecta a todos los latinos que conozco, independientemente de su color. Quieren chicas de piel clara. No hay más que ver culebrones y revistas. Todas las mujeres son rubias. No miento. Me explico, mientras Hollywood intenta que todas nos parezcamos a Penélope Cruz y a J-Lo, los medios de comunicación latinos intentan que nos parezcamos a una estudiante de intercambio sueca o a Pamela Anderson.

En cualquier caso, todo el mundo ignora a las latinas negras.

Es como si las latinas negras, las latinas oscuras, no existieran siquiera, aunque casi la mitad de la población de Colombia es negra, y la de Costa Rica, y la de Perú, y la de Cuba. Hay más negros en Latinoamérica que en Estados Unidos, pero aquí nadie se da por enterado. De vez en cuando aparece un personaje negro en una serie de Univisión o de Telemundo, pero invariablemente lleva turbante, falda larga blanca y aparece barriendo o murmurando alguna maldición contra su amo de ojos azules y buen corazón. La semana pasada, precisamente, vi una telenovela con un actor negro, y el fulano tenía un hueso en la nariz y bailaba ululando alrededor de una hoguera. La mayor parte de esa basura televisiva está rodada en México, Brasil o Venezuela, donde todavía ignoran lo que es un movimiento de derechos civiles para las personas de color, pero las ven todos los hispanohablantes de Estados Unidos. Nadie en los medios americanos hace ningún comentario al respecto. Probablemente no tengan ni idea de lo que está pasando o, si la tienen, les asusta tanto criticar a los latinos que ni lo intentan. De todas formas, cuando intento hablar de esto con Elizabeth, me manda a paseo.

– No es eso -dice con esa mirada plácida y esa sonrisa tímida que cautiva. (Tiene los dientes más blancos que he visto en mi vida; ¿lo he mencionado ya? Supongo que sí. Será porque los míos son espectacularmente amarillos.) Entonces, muy educadamente y sin rastro de acento español, suelta algo como-: Lauren, estoy harta de la forma en que relacionas todo con el color de la piel. Es tan… americano. En Colombia a nadie le importa. Lo cual resulta difícil de creer. Además, ahora está aquí, y en Estados Unidos sí importa. Y todavía tiene que encontrar un hombre.


Así que aquí estamos. Las temerarias de la Universidad de Boston, guapas, inteligentes, ingeniosas y locas; todos los colores del arco iris, religiones diferentes. Nos abrazamos, cotilleamos en español, en inglés, en toda mezcla concebible de ambos, pedimos nuestros veintiún -sí, veintiuno, cuatro para cinco de nosotras y uno para Rebecca- platos de comida, nuestras cervezas y refrescos de Materva, y empezamos a ponernos al día.

Hablamos de la primera noche que salimos como las temerarias, después de que los gorilas de Gillians nos echaran a la calle.

– ¿Os acordáis del frío que hacía? -pregunta Sara, bebiendo sorbitos de ginger-ale. ¿Por qué la veo verdosa? ¿Está enferma o estoy bebida?

– ¡Uuuufff! -Usnavys sacude la mano delante de ella-. ¡Helaba!

Lo recuerdo. Hay algo en el aire nocturno de Boston que lo mantiene congelado desde el momento en que cierran todos los clubes y el metro deja de retumbar bajo la plaza de Kenmore. Muerto, helado, aire salado. Como el de esta noche.

– Estábamos locas -añade Elizabeth, agitando la cabeza y echándose hacia delante-. Completamente locas.

Ay, sí. Sólo los estudiantes más jóvenes y más bobos de la universidad están en la calle a esas horas, vomitando en los desagües para demostrar que por fin son mayores. Ésas éramos nosotras, las temerarias, enfermas, risueñas, tambaleantes, y por fin libres.

– Y cómo íbamos -dice Amber.

Todas nos reímos y vuelve a contar la historia.

Como jóvenes estúpidas que éramos volvimos andando a la residencia, pasando por callejones llenos de ratas de agua del tamaño de perros pequeños, por Fenway Park, y a lo largo del maloliente y escalofriante Fens. Vimos a unos latinos pasando bolas de papel de aluminio a unos blancos con aspecto de abogados que habían parado sus cochazos en la esquina. Vimos a un tipo con el pelo afro grasiento y un sombrero rosa gritar a una tipa en ebonic [5]. Vimos a dos hombres haciéndoselo entre los juncos de la apestosa orilla. Era como, guau, tía, por fin estamos aquí, en Boston, en la universidad, en la gran ciudad. Sin padres, juntas. Nos empujábamos y nos reíamos como si nunca fuéramos a morir, heladas con nuestra ropa de disco after (todas menos Rebecca, que parecía venir de clase de catecismo; llevaba un traje de lana y una diadema roja, y se abrazaba el cuerpo con sus delgados brazos, mirándonos como si estuviéramos locas). A nosotras nos salía un vapor azulado de la boca, pero no a Becca Baca. En aquel momento pensé si ella sería el diablo, con vino de comunión helado en las venas, y como estaba lo bastante borracha como para preguntárselo, lo hice. No le hizo gracia. De hecho, dejó de hablarme dos meses. Incluso entonces estaba tensa.

Las temerarias también hacíamos otras estupideces, como intentar hablar en español siempre para que los demás se enterasen, ¿sabes? Sólo para que supieran que éramos latinas, porque no siempre lo parecemos. Sólo Sara y Elizabeth dominaban el español, porque Sara es de Miami, donde (ejem) el español es algo así como el idioma oficial (no se rían, aquello es otro país), y Elizabeth es de Colombia, donde el español es el idioma oficial. Las demás nos peleábamos con el idioma con la gracia de un elefante en una cacharrería. Nadie apreciaba la diferencia. Nadie sospechaba que no teníamos ni idea de lo que implicaba ser latinas, lanzábamos palabras y las hacíamos encajar en una frase coherente lo mejor que podíamos. Éramos las temerarias y estábamos juntas, eso era lo importante. Estudiábamos juntas, íbamos de compras juntas, protestábamos juntas, reíamos y llorábamos juntas, crecíamos juntas. Las temerarias eran mujeres de palabra. Todavía lo somos.

– Hemos vivido muchas cosas desde entonces -dice Usnavys pestañeando. Levanta su vaso de vino blanco, meñique regordete alzado-. ¡Por nosotras!

– ¡Por nosotras! -replicamos al unísono.

Me acabo la cerveza, eructo haciendo que Becca Baca vuelva a arrugar la nariz, y le pido otra a la camarera. No recuerdo cuántas llevo. Supongo que es mala señal. Por lo menos no tengo que conducir. Sigo bebiendo una hora más mientras nos contamos historias.

– Míranos -balbuceo en español, convencida, como lo estoy cuando bebo, de que puedo hacer cualquier cosa, incluyendo hablar español sin apuñalar el idioma-. Qué bonitos somos.

– Bonitas -me corrige Rebecca. ¿Es eso una sonrisa triunfal?-. Es «Qué bonitas somos». Somos chicas.

– Lo que sea.

Rebecca se encoge de hombros, e interpreto en su gesto un: «Allá tú».

– Déjala -dice Elizabeth-. Lo hace lo mejor que puede.

– Al menos lo intentas -dice Usnavys con ojos llenos de piedad.

Pero es demasiado tarde. Me siento como una idiota. Y las palabras brotan.

– Mi vida es un desastre -digo-. Es verdad. Soy una estúpida. Becca Baca, ¿estás contenta? Soy una idiota. Tú eres perfecta, yo soy una mierda. Ya lo he dicho.

– No, no lo eres. Lauren, déjalo -dice Elizabeth-. Estás bien.

Sara pone su mano en el brazo de Elizabeth y asiente.

– Sí -dice-. Estás bien, Lauren. Corta ya.

Aunque juré no volver a estarlo, estoy borracha y no puedo evitarlo. Empiezo a dar demasiados detalles tristes de mi propia vida. Puedo sentir a Rebecca pensando que no hago bien en contar tanto. Me lanza esa mirada. Nadie se da cuenta y de nuevo me siento como una loca paranoica. Y patética. Pero no puedo evitarlo. Hay algo en mí -cerveza, sobre todo- que me hace hablar demasiado.

Lo cuento todo: que Ed el cabezón ha estado distante y evasivo, que sospecho que algo pasa, pero no estoy segura; que he intentado averiguarlo entrando en el contestador de su oficina que tiene la misma contraseña que su tarjeta del cajero, cuyo código recordaba porque una vez tuve que usarla para sacar dinero mientras él paraba un taxi. Les cuento que había un par de mensajes de una atractiva y jadeante voz, agradeciéndole la cena y la diversión. Les digo que no sé si merece la pena casarme con un tipo que no me gusta físicamente, que vive en Nueva York y gasta más dinero en una camisa hecha a medida que en mi último regalo de cumpleaños, un engreído texicano de San Antonio que lleva botas de cowboy con trajes de Armani y dice que se llama «Ed Ferry-mail-oh», en lugar de ser honrado y decir que su nombre es Eduardo Esteban Jaramillo, antiguo monaguillo en una polvorienta iglesia de adobe.

Les cuento que he intentado aumentar mi autoestima coqueteando peligrosamente con el ingenioso pero insustancial Jovan Childs en la redacción, que el otro día casi me robó un beso cuando me llevó a ver el partido de baloncesto de los Celtics, que estuvimos tan cerca que podía ver el empaste húmedo y amarillo de sus fundas dentales. Les digo que aunque he visto a Jovan en acción con otras mujeres -mide su valor por el número de féminas con las que sale al mismo tiempo- tengo la loca esperanza de curarle la fobia al compromiso, porque es el escritor más inteligente y hábil que he conocido, y cuando leo sus columnas mi corazón estalla en mil pedazos.

– Y odio el baloncesto, ¿de acuerdo? -digo.

Empiezo a llorar y miro fijamente al ahora grasiento mapa de Cuba. La Habana está empapada de aceite. Matanzas está cubierta con un trozo de carne de la ropa vieja que he tomado. Holgüín ha desaparecido bajo un frijol negro. Ninguna de las otras temerarias ha ensuciado tanto sus mantelitos. Claro que no. Miro mi suéter blanco, y, efectivamente, hay una mancha grasienta de salsa de tomate entre mis senos. Miro a las chicas y empiezo a hablar antes de comprender lo que estoy diciendo.

– Jovan puede escribir sobre una cancha de baloncesto y rompo a llorar convulsivamente: así es de bueno. Creo que lo amo, pero es un desastre para el amor. Es guapo pero, Dios, ¿cómo un escritor tan sensible puede ser un ser humano tan insensible? Es un mierda. Le odio.

Les hablo de mi creciente curiosidad por la peligrosa especie de tigre guapetón que merodea por este y otros vecindarios. Les digo que creo que los dominicanos son los hombres más atractivos del planeta. Les cuento mi sueño de salvar a uno de ellos, convertirlo en un profesional, pagarle la universidad o algo así.