– ¿Por qué no hablamos de ello mientras comemos? Si seguimos charlando por teléfono mucho más no vamos a dejar nada por decir. -En cualquier caso, ella no estaba segura de que tuviesen algo de lo que hablar-. ¿Quieres que quedemos en Le Voltaire o prefieres algún otro sitio? -Parecía más confiado de lo que realmente estaba, y ella se sentía molesta. ¿Por qué la había llamado? ¿Qué sentido tenía? Lo suyo se había acabado. Y ella no quería ni necesitaba su amistad. Dudó durante un buen rato mientras se lo pensaba, y él empezó a preocuparse-. Vamos, Fiona. Por favor. Echo de menos hablar contigo. No voy a hacerte daño. -No tenía razón para hacerlo. Ya le había hecho daño antes. Demasiado. Ella creía que le había perdonado, pero ahora se preguntaba si realmente era así.

– No podré quedarme mucho rato -respondió finalmente, y él dejó escapar un suspiro-. Tengo que volver al trabajo. Me resulta difícil empezar otra vez cuando paro.

– Es Acción de Gracias. Podríamos pedir pavo o pollo o algo así. O profiteroles. -Recordaba la terrible debilidad que sentía por ellos. Recordaba tantos detalles relacionados con Fiona. La mayoría de ellos buenos. Solo muy de vez en cuando recordaba algo malo que tuviese que ver con ella. Y ahora ya no parecía tener ninguna importancia. Casi todo le parecían tonterías. Como lo de los armarios. La gente tan loca que conocía y quería. Y Jamal, correteando por la casa en taparrabos y con sandalias doradas-. ¿A qué hora quieres que quedemos?

– A la una -dijo sin darle inflexión alguna a su tono de voz, sintiéndose tonta por permitir que él la hubiese liado. No cabía duda de que era un hombre muy persuasivo. Y siempre le había encantado su voz.

– ¿Quieres que pase a buscarte? Estoy en el Crillon, y tengo coche. -Ella no, pero tampoco le importaba. Podía ir andando desde donde estaba.

– Nos vemos allí.

– Haré que el conserje nos reserve una mesa. Gracias por ir conmigo a comer. Tengo ganas de verte. -Todavía conservaba en la retina la visión que se le había grabado de ella cuando la vio en La Goulue. Elizabeth le había hablado de ese encuentro en varias ocasiones. Era una oponente temible.

Fiona se quedó clavada frente al espejo tras colgar. Lamentaba haber quedado con él. Estaba cansada, tenía el pelo sucio y oscuras ojeras debido a su entrega con la escritura. Pero poco importaba su aspecto, no quería verlo, estaba convencida, por lo que soltó un gruñido al comprender que la cita era ya inexcusable. Decidió entonces ponerse en marcha: se lavó el pelo, se dio un baño, se depiló las piernas sin razón aparente y rebuscó en su armario un vestido decente. Acabó poniéndose unos pantalones negros de cuero, una camiseta blanca y un suéter de visón que a Adrian le encantaba. El suéter también lo había comprado en Didier Ludot, la tienda vintage más famosa de París, a la que ella acudía con regularidad; entre otras cosas había comprado toda una colección de bolsos antiguos de Hermès. Sacó uno de ellos, uno de piel de cocodrilo color rojo, y se puso unos zapatos bajos a juego.

Para cuando salió hacia Le Voltaire estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. No tenía ni idea de por qué había aceptado aquella invitación. Se había recogido el pelo en una sencilla trenza que colgaba sobre su espalda. No era consciente de lo hermosa que estaba cuando entró en el restaurante, sin aliento, con unos cuantos mechones de cabello sueltos enmarcándole el rostro y aquellos grandes ojos verdes en los que John seguía pensando con asiduidad. Los pantalones de cuero se amoldaban a su anatomía y le recordaron todo lo que había perdido. Lo único en lo que podía pensar cuando la vio entrar era en lo tonto que había sido.

– Lo siento, llego tarde -se disculpó-. He venido andando.

– No es tarde -la tranquilizó-. ¿Dónde vives? -le preguntó mientras el maître les llevaba hacia un reservado en una esquina que a Adrian le encantaba. John había conseguido el número de teléfono de Fiona en información, pero no le habían dado su dirección.

– En el distrito séptimo -afirmó sin concretar-. Encontré un apartamento estupendo. Ahora estoy buscando una casa de compra.

– ¿Vas a quedarte? -le preguntó con auténtico interés. Ella asintió antes de sentarse. Él la miró y sonrió. Estaba tan guapa como la recordaba, pero más vulnerable y accesible de lo que le había parecido en Nueva York. Allí también le había parecido más glamourosa con aquel sexy vestido negro de cóctel. En París, curiosamente, daba la impresión de ser más joven y más real-. Entonces, ¿a Sir Winston le gusta París? -le preguntó con una amable sonrisa. Fiona apartó la vista.

– Murió hace un año -dijo sin más al tiempo que tomaba la carta del menú para distraer la mente y no echarse a llorar.

– Oh, Dios mío. -John parecía hecho polvo. Quiso preguntarle cómo había sido, pero no se atrevió-. Lo siento. Sé lo mucho que significaba para ti. -Había compartido quince años con él-. ¿Tienes otro perro?

– No -respondió volviendo a alzar la mirada-. Estaba demasiado apegada. No sería buena idea. -John sintió, con razón, que con aquellas palabras también se estaba refiriendo a él. Su breve matrimonio le había conllevado toda una larga serie de disgustos, más de los que él había sufrido. Pudo apreciarlo en sus ojos. El dolor que vio en ellos le llegó directo al corazón.

– Tendrías que tener un bulldog francés. Casaría contigo.

– No quiero. Nada de perros. Además, dan mucho trabajo. -Intentó sonar fría y dura, pero solo logró parecer triste. Y él seguía teniendo la impresión de que hablaba de él-. ¿Qué vas a comer?

– ¿Tendrán menú de Acción de Gracias? -preguntó burlón, pero lo cierto era que la noticia sobre el perro le había conmovido. Sir Winston debió de morir poco después de que él se marchase. Supo que debía de haber sido un duro golpe a añadir al duro golpe que él le había dado.

Ambos pidieron la ensalada de setas que ella siempre pedía y ella se debatió un rato entre pedir hígado o sangre frita mientras él componía un gesto de desagrado. Fiona se echó a reír.

– Menuda cosa para comer en Acción de Gracias. Tendrías que comer al menos alguna clase de ave. -Finalmente, Fiona se decidió por la ternera y John por el steak tartare. Estuvieron de acuerdo en compartir las pommes frites, porque él sabía que allí las preparaban de un modo delicioso. Y entonces le preguntó por su libro.

Hablaron del tema durante una hora, y a John todo le pareció fascinante.

– ¿Podrías pasarme una copia? Me gustaría muchísimo leerlo.

– No tengo ninguna copia ahora. -Todavía se mostraba cautelosa con él, pero le había contado muchas cosas sobre el libro. Por cómo se lo describió, John entendió lo mucho que había ahondado en su interior para escribirlo y lo doloroso que había tenido que ser-. Te regalaré un ejemplar cuando se publique, si es que se publica algún día.

– ¿Y el nuevo de qué va? -Pasaron otra hora hablando sobre la nueva novela. Cuando acabaron, estaban compartiendo ya profiteroles.

– ¿Cuántos días vas a estar aquí? -le preguntó mientras engullía la última delicia de chocolate con la pasión de una niña pequeña. John sabía lo mucho que le gustaba el chocolate, y todavía comió más cuando el camarero les trajo los pequeños granos de café cubiertos de chocolate que siempre servían al final de las comidas.

– Dos días. He pasado un tiempo en Londres y tengo trabajo aquí mañana. Me voy el sábado. Mi oferta para cenar sigue en pie si te parece que me he comportado correctamente durante la comida. -Ella sonrió.

– Lo has hecho bien -admitió-. No quería venir.

– Lo sé. Lo supuse cuando hablamos por teléfono. Pero me alegro que hayas venido -dijo amablemente-. Lamento todo lo que ocurrió. Me comporté fatal. -A ella le sorprendió su honestidad. En cierto sentido, reivindicaba su punto de vista.

– Sí, te comportaste fatal. Pero yo también hice un buen puñado de estupideces. Que el fotógrafo montase una orgía con su camello en el salón fue definitivamente el punto más bajo de mi carrera. Siento que sucediese, y también lamento un montón de cosas más. Te alegrará saber que tiré la mayor parte de mi ropa cuando me mudé. No sé por qué me mostraba tan posesiva respecto a mis armarios. Creo que estaba obsesionada con mi vestuario. Aquí todo es más simple. Apenas me compro nada. -Aunque había comprado unas cuantas cosas, principalmente en Didier Ludot-. Mi vida es mucho más sencilla. Y quiero que siga siéndolo. -Parecía convencida de lo que decía.

– ¿Qué quieres decir? -Sentía curiosidad. Fiona parecía otra persona. A un tiempo más frágil y más fuerte, más profunda y más tranquila. A pesar de que había sufrido mucho. En gran medida por culpa de John, y él lo sabía. Pero también había sabido enfrentarse a sus viejos demonios, como el abandono de su padre, la muerte de su madre, los problemas de su niñez, los abusos de su padrastro, algo de lo que ni siquiera había hablado con John; solo su psicólogo tenía conocimiento de ello. Todo eso había quedado reflejado en el libro. Había pasado un buen puñado de años acudiendo a terapia para tratar el incidente con su padrastro, y estaba en paz con ello desde hacía mucho.

– Me he librado de un montón de cosas -se limitó a decir-. Gente, ropa, objetos, posesiones. Un montón de cosas que ni me importaban ni necesitaba. Eso ha hecho que la vida resulte más simple. Y, de algún modo, más clara también. -Le miró a los ojos-. Siento mucho haberme comportado tan mal con tus hijas.

– No hiciste nada malo, Fiona. Ellas te trataron fatal. Tendría que haber sabido llevar la situación mejor de lo que lo hice. No sabía qué hacer, así que salí corriendo.

– Tendría que haberme esforzado más con ellas. Aunque tampoco sabía qué hacer. No soy muy buena en esos temas. Supongo que ha sido mejor que no haya tenido hijos.

– ¿Lo lamentas?

– No. Creo que no habría sabido tratarlos. Mi propia infancia fue demasiado extraña. Lo único que lamento es no haber logrado que lo nuestro funcionase. Seguramente ha sido el fracaso más destacado de mi vida. Estaba metida en un montón de chorradas sin sentido, estaba demasiado interesada en mí misma, en cómo quería hacer las cosas, y en mi trabajo. Supongo que creía estar en la cresta de la ola, y ahora pienso que todo era una mierda. Por eso corté con todo de raíz.

A él le gustaba el resultado de ese corte. En muchos sentidos. Pero también le había gustado cómo era ella antes. Ella le había hecho caer a sus pies, y todavía podía hacerlo con una relativa falta de esfuerzo. Pero ella iba a tener mucho cuidado de no hacerlo. No era consciente del efecto que causaba en él. Estaba demasiado ocupada resistiéndose a la atracción que sentía por él.

– ¿Echas de menos tu trabajo? -Le interesaba especialmente esa cuestión.

– No. Creo que ya había cumplido con ese ciclo. Era el momento de cambiar. Y Adrian lo está haciendo de maravilla. -Ella también lo había hecho-. Hice lo que tenía que hacer. Y ahora me encanta escribir libros. -No había nada que ella no pudiese hacer, o al menos así lo creía John.

– Me encantaría ver tu apartamento -dijo John como si nada mientras pagaba la cuenta, y Fiona le miró como si hubiese sentido el impacto de un rayo.

– ¿Por qué? -Parecía aterrorizada.

– Relájate. Simple curiosidad. Tienes muy buen gusto. Conociéndote, es muy posible que sea estupendo.

– Es muy pequeño -dijo a la defensiva. Ya le había permitido llegar demasiado lejos-. Pero me gusta. Va conmigo. Ni siquiera estoy segura de si quiero mudarme, pero creo que lo haré. Ojalá los propietarios me vendiesen toda la casa. Viven en Hong Kong y nunca están aquí. -Le había dicho a su agente inmobiliario que tantease el asunto, y él le escribió una carta a los propietarios, pero todavía no habían respondido. El lugar era perfecto y la casa era adorable. Comprarla sería poco menos que un sueño hecho realidad.

John tenía un coche con chófer en la puerta, y al caer la tarde había refrescado. Fiona se estremeció debido al viento a pesar de su suéter de visón, y él se volvió hacia ella con una cauta sonrisa. Le había encantado comer con ella. Y, en cierto sentido, ella se alegraba de haber ido. Había estado bien poderse pedir disculpas, admitir que los dos habían cometido errores. Tal vez John estaba en lo cierto y pudiesen ser amigos, aunque ella no las tenía todas consigo. Tendría que pensarlo.

– ¿Permites que te lleve? -le ofreció. Ella dudó, pero después asintió. Se sentó al lado de John y le dijo al chófer la dirección.

John se quedó impresionado cuando se detuvieron en la calle a la altura del edificio. Era un imponente inmueble del siglo xviii, pero la verdadera joya era el patio trasero, donde ella vivía. Ella se lo explicó cuando le señaló donde estaba el terrado. Apenas podía verse su casa desde la parte de atrás. Y entonces, con una cauta mirada, le preguntó si quería subir.