Arrojó dos monedas sobre la mesa. Una dio en el azucarero y rodó al suelo, donde giró unos segundos hasta que cayó. En medio del silencio, resonó como un trueno.
Agatha se levantó de la silla con toda la dignidad que pudo reunir, sintiendo las miradas curiosas de los otros comensales que la observaban mientras pasaba junto a Gandy arrastrando los pies, hasta la puerta. El hombre no le quitó la vista de encima, pero la mujer alzó el mentón y fijó la suya en el picaporte de bronce.
Al salir, los ojos le ardieron de humillación. Había personas capaces de satisfacerse de manera cruel. Imaginó que debía de estar riendo entre dientes.
Al llegar a la casa, subió trabajosamente las escaleras deseando que, por una vez, ¡al menos una!, pudiese golpear los escalones con los pies con toda la ira que sentía. Pero tuvo que renguear como una vieja. Aunque no era una vieja. ¡No lo era! Para demostrarlo, cuando llegó arriba golpeó la puerta con tanta fuerza que se cayó un cuadro de la pared del vestíbulo.
Se quitó el sombrero de un tirón, y se paseó por el apartamento, frotándose la cadera izquierda. ¡Qué humillante! Todo el salón lleno de gente que miraba, y eligió ese momento para hacerlo. Pero, ¿por qué? ¿Para ridiculizarla? Agatha tenía que vérselas con las burlas desde que se cayó de las escaleras, a los nueve años. Desde entonces, los niños se reían, la molestaban y le ponían motes ridículos a la «coja». Los adultos tampoco se resistían a echarle una segunda mirada. Pero esto… esto era bajo.
Llegó un momento en que la cólera cedió, y la dejó vacía y desolada. Guardó el sombrero en una caja, la metió en un estante del ropero, fue hasta la ventana del frente y miró a la calle. Había anochecido. Enfrente, las luces de Hoof y Horn se derramaban sobre la acera, desde atrás de las puertas de vaivén. Sin duda, abajo estaría pasando lo mismo, aunque no podía ver más allá del tejado que cubría la acera, justo a la altura de su ventana. Empezaba a sonar el piano. El tintineo de la música, acompañada de risas, la puso triste. Se dio la vuelta y contempló el apartamento, los confines de su mundo. Un cuarto largo y atestado de los muebles de una vieja solterona. La preciada cama Hepplewhite, con el baúl haciendo juego, taraceado de acebo blanco, el sofá de pelo de caballo marrón, con las fundas para protegerlo tejidas a ganchillo, de color marfil, la mesa plegable, el gabinete esquinero con bibelots [2], la estufa, el reloj en forma de banjo, la muestra de bordado que había hecho caer de la pared.
Con un suspiro, la levantó. Al colgarla del clavo, leyó las líneas tan familiares:
Aguja, hilo, lazo bordado;
Puntada de satén, nudo francés, y lazada;
Paciencia, cuidado y fortaleza;
La práctica mejora mi costura.
Al contemplar la muestra, la tristeza le tiñó el semblante. ¿Cuántos años tenía cuando su madre le había enseñado a coser? ¿Siete? ¿Ocho? Lo más probable era que hubiese sido antes del accidente, pues uno de los recuerdos más antiguos que tenía era el de estar de pie junto a la silla de la madre, en la humilde casa de Sedalia, en Colorado, donde el padre presentó el reclamo de los yacimientos de oro, seguro de que esa vez se haría rico. Recordaba esa casa con más claridad que todas las que habían habitado, pues fue en ella donde eso sucedió. La que tenía los escalones empinados y la escalera angosta. Su madre había conseguido en algún sitio una hiedra y la colgó en la ventana de la cocina. Era la única nota alegre de ese lugar lamentable. Había una vieja hamaca de madera debajo de la planta. Fue junto a esa hamaca, donde Agatha estaba de pie, observando cómo su madre bordaba un pétalo perfecto, cuando dijo con su voz infantil:
– Cuando sea mayor, voy a tener hijas y les haré bordados en todos los vestidos.
Regina Downing dejó a un lado la labor, atrajo a Agatha hacia el brazo de la mecedora y la besó en la mejilla:
– En ese caso, cerciórate de hacerlo con un hombre que no se beba todo el dinero que has ahorrado para comprar esos bonitos vestidos. ¿Me lo prometes, Gussie?
– Te lo prometo, mami.
– Bien. Entonces, siéntate en el taburete y te enseñaré el punto pétalo. Tienes que conocerlo para bordar margaritas.
A lo largo de los años, el recuerdo no perdió un ápice de nitidez. Ni el tibio sol otoñal que entraba a raudales por la ventana. Ni el ruido del vapor que siseaba en la pava, sobre la cocina. Ni el olor de la sopa de cebada y cebollas que hervía para la cena. Agatha no sabía por qué se conservaba así. Tal vez fuese por la promesa que le hizo a su madre, la única que ésta le pidió jamás. Tal vez porque fue la primera vez que expresó el deseo de tener hijas. Quizá no fuese nada más complejo que el hecho de haber aprendido ese día a hacer el punto pétalo, que estuvo usando desde entonces.
Fuera cual fuese la razón, el recuerdo perduró. En esa imagen, era una niña robusta y saludable que, apoyando la barriga en el brazo de la mecedora de la madre, se sostenía sobre dos piernas sólidas. El único otro recuerdo de esa casa fue la noche que sufrió esa caída fatal escaleras abajo, empujada por el padre borracho, que liquidó para siempre sus posibilidades de tener alguna vez hijas o un marido que se las diera. ¿Para qué querría un hombre a una lisiada?
En la penumbra del apartamiento solitario, Agatha dejó la muestra colgada y se preparó para irse a dormir. Cerró la puerta con llave, colgó la ropa, incluyendo la almohadilla de algodón que se ponía sobre la cadera izquierda para que pareciera igual que la derecha. Se puso el camisón y le dio el tirón nocturno a las pesas del reloj. Se acostó en la oscuridad, y prestó oídos.
Tic. Toc. Tic. Toc.
Señor, cómo odiaba ese sonido. Todas las noches solitarias, iba a la cama y lo escuchaba marcando el paso de los días de su vida. Había tantas cosas que quería… Una casa de verdad, con un jardín donde pudiera plantar flores y verduras, y donde pudiese colgar un columpio de un álamo alto. Una cocina donde pudiese cocinar, con una gran mesa de roble para cuatro, para seis, hasta para ocho. Una cuerda para tender a secar la ropa: calcetines blancos como la nieve, grandes y pequeños, los más largos, colgados junto a una camisa de hombre de gran tamaño. Alguien que trabajara todo el día y volviese a casa hambriento, alguien que compartiera y riera con los niños. Los niños, relucientes de limpieza, con hermosos camisones cosidos a mano por ella misma, metidos en la cama, en la habitación al otro lado del pasillo, a esa hora del día. Y alguien junto a ella a la hora de dormir. Otro ser humano que le contara cómo le había ido ese día, que,le preguntara por el de ella, y la tomara de la mano mientras se dormía. La respiración regular de otra persona en el mismo cuarto. No era necesario que fuese apuesto, rico o demasiado afectuoso. Le bastaba con que fuese sobrio, honesto y bondadoso.
Pero nada de eso pasaría. Ya tenía treinta y cinco años, y casi habían terminado sus años de concepción. Además, trabajaba en un negocio cuyos únicos clientes eran mujeres.
Tic. Toc.
Tonterías, Agatha. Nada más que las divagaciones de una vieja solterona. Incluso si, por un milagro, conociera a un hombre, un viudo quizás, alguien que necesitara que le cuidara a los hijos, le echaría un vistazo y comprendería que no duraría mucho arrodillada en el jardín, o de pie ante la tina de lavar, o persiguiendo niños de pies torpes. Además, los hombres no querían mujeres que necesitaban ponerse una almohadilla para parecer simétricas. Querían a las sanas.
Tic. Toc.
Pensó en los miles de mujeres que tenían esposos como los que ella imaginaba y que se quejaban de tener que desmalezar el jardín, de fatigarse en la cocina, fregar calcetines y escuchar las peleas de los niños. No valoraban lo que tenían.
«Sería tan buena madre», pensó. Era una convicción que albergaba desde que tenía memoria. Si tuviese las piernas lo bastante fuertes para dar a luz a un niño, lo demás sería fácil. «Y también sería una buena esposa. Pues si alguna vez tuviese la oportunidad, nunca lo daría por seguro. Protegería lo mío con todo el corazón».
Desde abajo llegó la música del piano, y en lugar de la respiración regular de un hombre a su lado, lo último qué escuchó fue el grito del tallador: «¡Cartón!».
Cuando Violet Parson fue a trabajar a las once de la mañana siguiente, irrumpió en el taller parloteando:
– ¿Es cierto? ¿De verdad el señor Gandy quiso pagar tu cena, anoche?
Agatha estaba sentada a la mesa de trabajo, cerca de la ventana, cosiendo el forro de seda de color frambuesa a un sombrero Dolly Varden. Siguió cosiendo, aunque levantó la vista, irritada.
– ¿Quién te lo dijo?
Violeta vivía en la pensión de la señora Gilí, con otras seis señoras mayores. Aunque difundían las novedades más rápido que la Western Union, era un misterio cómo lo lograban.
– ¿Lo hizo?
Los ojos de Violet se abrieron como platos.
Agatha sintió un calor en la nuca.
– Ayer, cuando saliste de aquí, fuiste directamente al restaurante de la señora Gill, a cenar. Esta mañana, caminaste cuatro manzanas para llegar aquí. En nombre del cielo, ¿cómo hiciste para enterarte tan pronto de algo así?
– ¡Lo hizo! ¡Ya veo que lo hizo! -Violet se cubrió los labios-. Tt-tt. Daría el broche de perlas de mi madre si un hombre como ese me invitara a cenar. Tt-tt.
– ¡Qué vergüenza, Violet! -Agatha hizo un nudo, cortó el hilo y empezó a enhebrar otra vez-. Tu madre, que en paz descanse, se horrorizaría si te oyese decir algo semejante.
– No, no se escandalizaría. A mi madre le gustaban los hombres apuestos. ¿Alguna vez te mostré el daguerrotipo de mi padre? Ahora que lo pienso, el señor Gandy se parece a papá, pero es mucho más apuesto. Tiene el cabello más oscuro y los ojos…
– ¡Violet, ya he escuchado suficiente! Te aseguro que la gente comenzará a burlarse si no dejas de hablar de ese hombre.
– Dicen que anoche, en el restaurante de Cyrus y Emma, te pagó un pollo asado.
– Bien, están equivocados. Después de lo que me hizo ayer por la mañana, ¿crees que aceptaría que me pagara la cena? ¡La comida se me quedaría en la garganta!
– Entonces, ¿qué fue lo que pasó?
Con un suspiro, Agatha se dio por vencida. Si no contestaba, no lograría que Violet trabajara ese día.
– Se ofreció a pagar mi comida, pero le dije, en términos muy concretos, que prefería morir de hambre. Yo pagué.
– Se ofreció… -Los ojos de Violet destellaron como zafiros-. Oh, verás cuando se lo diga a las chicas.
Se llevó la mano al pecho y cerró los párpados arrugados, que se estremecieron cuando suspiró.
«Senil -pensó Agatha-. Te quiero mucho, Violet, pero estás volviéndote senil por vivir con esas mujeres ancianas». Ninguna de las «chicas» tenía menos de sesenta.
– ¿No te parece que estás un poco mayor para ponerte tan acaramelada con un hombre de cuarenta?
– No tiene cuarenta. Sólo treinta y ocho.
A Agatha la desconcertó que Violet lo supiera con tanta exactitud.
– Y tú, sesenta y tres.
– No, todavía no.
– Bueno, los tendrás el mes que viene.
Violet ignoró la precisión.
– Pasé cinco veces delante de él por la acera, y en cada ocasión me sonrió, levantó el sombrero y me dijo «señora».
– Después, sin duda fue al otro extremo de la calle y estuvo con una de las muchachas de vida airada.
– Bueno, al menos no tiene a ninguna trabajando en su local… hay que decirlo.
– No, todavía no. Pero aún no llegaron los vaqueros.
En los ojos de Violet apareció una expresión preocupada:
– Oh, Agatha, ¿crees que lo hará?
Agatha alzó una ceja y la aguja suspendida en el aire se expresó por ella.
– Después de lo que hizo llevar ayer, yo no pondría las manos en el fuego por él.
– Las chicas dijeron que el señor Gandy es un… -Al escuchar que se abría la puerta de la tienda, Violet se interrumpió-. Espera un minuto. Iré a ver quién es.
Agatha siguió cosiendo. Violet apartó la cortina y se asomó.
– ¡Oh! -escuchó Agatha.
En tono agitado e infantil.
– Buenos días, señorita Parsons. Hermosa mañana, ¿verdad? -dijo una voz de barítono, arrastrando las palabras.
Agatha se irguió y miró con la boca abierta las cortinas que revoloteaban.
– Caramba, señor Gandy, qué sorpresa.
Violet parecía haber chocado con una cerca de postes y haberse dado un golpe que la había dejado tonta.
Scott Gandy alzó el sombrero y le dirigió su más encantadora sonrisa.
– Me atrevo a decir que lo es. Supongo que no vienen muchos clientes varones.
– Ninguno.
– Y sospecho que no soy muy bienvenido después de lo que pasó en la calle, ayer por la mañana.
«¡Dulce Salvador, tiene hoyuelos!, -pensó Violet-. ¡Y trae el vestido de Agatha!» Llevaba el vestido gris y las enaguas blancas pulcramente plegados sobre el brazo. Eso le recordó a Violet que no debía disculpar la rudeza del hombre con excesiva rapidez. Se inclinó hacia adelante y murmuró:
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