Transcurridos unos minutos y aburrida con aquella conversación, Vitória se dirigió a Aaron para preguntarle por su profesión. Mientras, León charlaba con Eduardo sobre las riquezas del subsuelo de Brasil. Cuando hubieron tomado los postres, todos se alegraron de que Eduardo y dona Alma se despidieran.

– Nosotros no tomaremos café. Pero los jóvenes podéis seguir charlando un rato en el salón. Seguro que tenéis mucho que contaros. ¡Ah, Pedro! En el escritorio tengo una caja de unos excelentes cigarros: ofrece uno a tus invitados.

Ya en el salón Vitória sirvió el mejor coñac que tenían en cinco copas, mientras su hermano, Joao Henrique y Aaron se concentraban en el ritual de encender un cigarro. León se preparó una pipa.

– ¿Y eso lo ha aprendido usted de los esclavos? -le preguntó Vitória burlona mientras le ofrecía una copa.

– No, aprendí a apreciar la pipa en Inglaterra.

– León -se inmiscuyó Joao Henrique-, hagas lo que hagas, siempre metes la pata. ¿No sabías que sólo fuman en pipa los esclavos? Los caballeros no lo hacen, resulta vulgar.

– Será vulgar, pero es un gran placer. ¿Has fumado en pipa alguna vez?

– Por supuesto que no. Como tampoco he fregado nunca el suelo, ni he lavado una camisa o comido cresta de gallo hervida. Son cosas que no forman parte de nuestro mundo.

– Del tuyo quizás no. En mi mundo yo mismo decido lo que es bueno para mí y lo que no. Quizás debería probar alguna vez las crestas de gallo hervidas.

El humo de la pipa olía bien, mucho mejor que el de los cigarros. El aire del salón casi se podía cortar, y Vitória sintió que le temblaban un poco las piernas a causa de la inusual cantidad de alcohol que había bebido en la cena. Se dejó caer en un sillón y pidió a Aaron que abriera la ventana. Éste se levantó de un salto para cumplir enseguida su deseo. El humo se mezcló con el húmedo aire fresco que olía a tierra y en el que flotaba el suave aroma de las flores del café. León miraba a Vitória continuamente, y aunque ella no sabía muy bien por qué, en aquel momento se sintió irresistible.

Pero Joao Henrique, Aaron y Pedro acabaron con la magia del momento hablando otra vez de los esclavos. ¡Cielos, qué aburridos podían llegar a ser los hombres!

Aaron creyó complacerla formulándole una pregunta de la que suponía ella tendría ciertos conocimientos.

– ¿Quién va a trabajar las nuevas tierras? ¿Tienen ustedes suficientes braceros?

Vitória se alegró de que la tomaran en serio. Aunque precisamente en aquel momento preferiría hablar sobre otros temas más espirituales. La música, la literatura, el teatro, las joyas o las flores: cualquier cosa menos las cuestiones económicas. Pero en cuanto se incorporó y se dispuso a dar una breve respuesta, cambió de actitud.

– Si nuestros trescientos esclavos incrementan su productividad en un veinticinco por ciento, lo que es bastante realista, sólo necesitaríamos sesenta hombres más.

Vita miró a León de reojo. Éste escuchaba atentamente. Ella prosiguió:

– A largo plazo resulta inevitable la adquisición de nuevos esclavos. Pero hoy en día no resulta fácil conseguir buenos braceros, por lo que me parece que este año vamos a tener que recurrir a trabajadores libres. Para nosotros es mucho menos lucrativo, pero bastante mejor que dejar parte de nuestras tierras sin recolectar.

– ¿Cuánto…? -le interrumpió Joao Henrique. Pero ella ya había previsto la pregunta y, a su vez, le interrumpió a él:

– Con cuatro arrobas o, lo que es lo mismo, un saco de café, conseguimos unos veinte mil réis. El trabajador recibe por cada cesto que recolecta unos diez vintéms, es decir, doscientos réis. Entre diez y quince cestos suponen, tras desgranar los frutos y lavar y secar los granos, un saco de café, siempre que no se hayan recogido granos verdes o negros. Luego hay que descontar los costes por almacenamiento, transporte y demás. Así pues, por cada saco que recolecta un trabajador asalariado nosotros ganamos unos cinco mil réis. Si nuestros esclavos hacen la recolección nos queda, después de descontar todos los costes de alojamiento y manutención, el doble. A ello hay que añadir que los esclavos no roban tanto como los trabajadores libres. Nos supone unas pérdidas de casi el cinco por ciento. A pesar de nuestra vigilancia, esos bribones siempre consiguen quitarnos una parte de la cosecha y venderla de forma ilegal.

– Eso supone unas pérdidas de…

– Sí, querido senhor Castro, de dos contos de réis. Por esa suma se podría comprar un par de bonitos caballos o varios instrumentos musicales.

– A propósito de música -dijo Pedro-. Vita puede haceros mañana una demostración de sus habilidades al piano.

– Pero que no nos amedrente tanto como con la demostración de su capacidad de cálculo -bromeó Joao Henrique. Sólo a él le hizo gracia la broma.

No obstante, Vita se dio cuenta de la indirecta y enseguida se despidió de su hermano y sus amigos.

Era ya más de medianoche, y Vitória cayó rendida en la cama. Su cuerpo estaba agotado, pero su mente seguía bien despierta. Se le pasaron mil cosas por la cabeza, un caótico caleidoscopio de pequeñas impresiones que durante el día no había percibido con tanta claridad. El desgarro en la manga de Aaron, los silencios de su hermano Pedro, la pérfida mirada del capataz Franco Pereira, Luiza con su pipa sentada en las escaleras de la entrada trasera después de realizar el trabajo diario, el arañazo en el piano, el regalo de León que ni siquiera había abierto. Aunque su último pensamiento antes de dormirse fue que no se habían bebido el Lafite.

Capítulo cuatro

Florença, la fazenda de la familia Soares, estaba como a una hora a caballo desde Boavista. Hacía mucho tiempo que Vitória quería visitar a su amiga Eufrasia. Pero ahora, cuatro semanas después de que Eduardo da Silva comprara las tierras a su vecino, lo que le convirtió a él en el mayor fazendeiro del valle y a Afonso Soares en el hazmerreír del pueblo, tenía que ver a Eufrasia. ¿Con quién iba a hablar si no de la carta que había recibido unos días antes? ¿Con su madre? ¿Con el servicio? No, para hablar sobre temas románticos hacía falta una amiga de la misma edad.

Vitória cabalgó por la avenida de palmeras que daba acceso a la mansión de Florença. Su pensamiento no se apartaba de la carta, y por eso no se percató de los pequeños indicios de decadencia que ya podían verse. Las palmeiras imperiais estaban descuidadas, grandes hojas marchitas que debían haber sido cortadas hacía tiempo colgaban tristes de los troncos. Ni el desvaído color de la puerta ni el fantasmal silencio que inundaba todo la hicieron tomar conciencia. Tocó la oxidada campana que había junto a la puerta. Nada. Tocó de nuevo, y por fin notó un movimiento en el interior de la casa. Vitória vio cómo alguien apartaba una cortina en la planta superior.

– ¡Soy Vita!-gritó.

Unos minutos después Eufrasia abrió la puerta. Iba todavía en bata, en sus ojos se notaba que había llorado. Llevaba el pelo sin peinar.

– ¡Cielo santo, Eufrasia! ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha muerto alguien?

– Casi se podría decir que sí -dijo Eufrasia con amargura-. Entra.

– ¿Por qué abres tú la puerta? ¿Dónde está Maria da Conceiçao?

Maria da Conceiçao era la sirvienta de los Soares, una mulata de mediana edad que llevaba tanto tiempo en Florença que Vitória la recordaba siempre allí y prácticamente formaba parte de la familia.

– Maria ha sido vendida. Igual que el resto de los esclavos. Y nuestras tierras, el ganado, la casa de verano en Petrópolis, la plata y el cuadro de Delacroix. Sólo nos queda la casa, y los muebles más necesarios. ¡Ay, Vita, es horrible!

Eufrasia se echó a llorar. Vitória abrazó a su amiga.

– ¿Por qué no has venido a verme? Os podríamos haber ayudado.

Eufrasia se soltó de sus brazos.

– ¿Vosotros? ¡Vosotros sois los culpables de nuestra miseria!

Vitória se dio cuenta demasiado tarde de que había metido la pata. Eufrasia pensaba que la familia da Silva era la causante de su desgracia. Aquello era un disparate. Sin la pasión por el juego de su padre no habrían llegado nunca a aquella situación. Pero se consolaba diciendo lo contrario. Más tarde, cuando Eufrasia se hubiera calmado un poco, tendrían tiempo para hablar de ello. Miró a su amiga seriamente.

– Eufrasia, creo que si te arreglas un poco verás las cosas de otro modo. Lo mejor será que subas a tu habitación, te vistas bien, te peines y te laves la cara. Mientras tanto prepararé café. Luego seguiremos hablando. ¿Entendido?

Eufrasia asintió y se marchó. En la escalera se detuvo, se giró hacia Vitória y le lanzó una forzada sonrisa.

En la cocina Vitória encontró enseguida lo que buscaba. En el fogón había todavía ascuas, con lo que el café se hizo al momento. Alguien parecía haberse ocupado de la cocina. Estaba todo bastante recogido, y Vitória no podía imaginar que Eufrasia, sus padres o sus dos hermanos pequeños estuvieran en condiciones de mantener todo ordenado, avivar el fuego o calentar agua para lavar.

En el salón Vitória encontró unas tazas. Preparó una mesa pequeña y se sentó. En el papel pintado a rayas rosa y blanco se veía que donde habían estado colgados los cuadros quedaban unas marcas más claras con el borde gris oscuro. En toda la pared sólo había una fotografía en un marco de madera de cerezo. La familia Soares en tiempos mejores: el padre de pie detrás de dona Isabel, sentada en un sillón de orejas; los niños, de entre siete y once años, con sus vestidos de fiesta, apoyados en los brazos del sillón. ¡Qué niña tan encantadora había sido Eufrasia! Vitória retiró la vista del cuadro y echó un vistazo al salón. En los sitios en que había estado tapado por las alfombras de Aubusson, el suelo de madera estaba más oscuro y menos gastado que en las zonas donde la madera había estado expuesta al sol y al roce de los zapatos. La vitrina seguía en su sitio, pero faltaban las piezas finas, las porcelanas de Sajonia, las tazas de Charpentier, la tabaquera de Sèvres, la copa de Bohemia o la jarra de Doccia, que en su momento había sido el orgullo de dona Isabel. La fina capa de polvo que se había posado alrededor de las piezas que ya no estaban expuestas delataba la cantidad de copas, botellas, jarrones, tacitas y figuras que faltaban.

Arriba se oyeron voces, y poco después Eufrasia bajó la escalera.

– Mi madre se niega a saludarte.

En el fondo Vitória se alegraba, pues no soportaba a dona Isabel. Pero al mismo tiempo estaba indignada. ¿Qué culpa tenía ella de que Afonso Soares fuera un fracasado? Si su padre no hubiera comprado las tierras lo habría hecho otro.

– No te enfades -le dijo Eufrasia-. No es sólo por ti sino porque tiene un aspecto horrible. En los últimos meses ha envejecido diez años.

– ¿Dónde está el resto de la familia?

– Mi padre está en Río, donde seguramente se entregará a su vicio con más desenfreno que nunca. Jorge y Lucas están en el colegio. Gracias a Dios está pagado de antemano, así que podrán quedarse al menos hasta Navidad. Jorge tiene muy buenas notas, es posible que consiga una beca. Y Lucas tendrá que marcharse. Quizás vaya a la academia militar, ya tiene dieciséis años.

– ¿Y qué va a ser de ti? No puedes quedarte aquí encerrada esperando tiempos mejores.

– ¿No? -dijo Eufrasia soltando una seca carcajada-. En tu opinión, ¿qué debo hacer? ¿Ir a los bailes y hechizar a mis múltiples admiradores con mis trajes viejos? ¿Atraer todas las miradas con mi peinado imposible porque no tengo una doncella que me arregle el pelo? ¿Exponerme a preguntas impertinentes sobre mi familia?

– ¿Por qué no?

Aunque se conocían de toda la vida, Vitória todavía se sorprendía de que Eufrasia diera tanta importancia al aspecto externo y a la opinión de los demás. Un vestido le gustaba no tanto por su hechura o por su costoso material sino por el efecto que causaba en su entorno. Se aprendía hermosos versos no cuando le gustaban, sino sólo cuando eran adecuados para recitarlos en público y causar impresión. Cuando Eufrasia tenía nueve años un joven esclavo que se había enamorado locamente de ella le regaló una preciosa figura tallada en madera, un par de palomas sobre una rama. El trabajo era de gran precisión y singular delicadeza. El joven era todo un artista. Pero Eufrasia tiró el regalo sin apreciarlo. ¿Qué iba a hacer ella con un trozo de madera?

Ahora, después de tanto tiempo sin ver a Eufrasia, aquella superficialidad le resultó a Vitória más desagradable que nunca. Las circunstancias contribuían a destacar ese rasgo de su amiga. ¿Por qué no se preocupaba más por el estado anímico de su padre, las necesidades de sus hermanos, el miedo de su madre o el abandono de sus esclavos? No parecían importarle mucho los sentimientos de los que la rodeaban, sólo le impresionaba lo que hacían: la madre parecía una vieja, el padre bebía y jugaba, los hermanos no podrían seguir en una escuela de prestigio, los esclavos se habían ido… ¿Qué dirían sus amigos y conocidos de todo esto? A Eufrasia le daba igual que María da Conceiçao, que había servido sacrificadamente a los Soares y se sentía muy unida a ellos, pudiera superar o no la pérdida de su hogar y la humillación de ser vendida.