– Sólo si brinda conmigo.

– ¡Por supuesto!

Aaron y Vitória sonrieron y alzaron las copas. Parecían no tener en cuenta a León, hasta que éste levantó su copa medio vacía y dijo:

– ¡Por la sinhazinha más bella del país!

– Sí -admitió Aaron-, por la sinhazinha más bella del país.

– Y por los invitados más… notables que Pedro ha traído nunca.

Vitória inclinó la cabeza mirando a León y a Aaron. Aunque se sentía halagada, no podía dejar de notar un cierto tono de ironía en la voz de León. Todavía no se le había pasado la irritación. Mientras Aaron estaba en su habitación había tenido que explicar cómo se había producido el malentendido con León Castro. Pedro y Joao Henrique se habían partido de risa mientras ella se había sentido totalmente ridícula. Se bebió su copa de un trago.

– ¿Ha aprendido eso de los esclavos? -preguntó León, visiblemente divertido por el nerviosismo de Vitória.

– No, lo he aprendido de los amigos de mi hermano. -Y muy solemnemente añadió-: A los esclavos de Boavista no les está permitido el consumo de alcohol, excepto los días festivos.

– Por supuesto que no -respondió León con el énfasis de un estricto funcionario.

Vitória decidió ignorar las impertinencias de Castro. Se dirigió a Aaron.

– Cuénteme cómo ha ido el viaje, Aaron. Puedo llamarle Aaron, ¿verdad?

– Claro que sí, Vitória.

– Vita. Mis mejores amigos me llaman Vita.

– Bien, Vita. -Aaron le contó lo que habían visto durante el viaje y sobre lo que habían hablado. De pronto se acordó del artículo que les había leído Joao Henrique-. Joao Henrique ha compartido con nosotros la lectura del Jornal do Commércio y nos ha leído una interesante colaboración, cuyo autor está sentado ante nosotros. ¿Habéis hablado ya sobre ello? -añadió mirando a León.

– No, y tampoco deberíamos hacerlo en este momento.

– Tienes razón. Debemos esperar a que vengan Pedro y Joao Henrique. Les interesará saber de dónde has sacado esa historia.

Vitória no sabía de qué hablaban, pero no tenía intención de preguntar. Sólo le daría a Castro una oportunidad para ridiculizarla. Inició una conversación sin importancia y Aaron y Castro la siguieron complacidos. También ellos querían aliviar la tensa atmósfera y no sacar ningún tema espinoso.

Acompañando a Pedro y Joao Henrique llegó también Eduardo da Silva a la veranda. Se hicieron las presentaciones y se intercambiaron palabras de cortesía. Luego se trasladaron todos al comedor. La mesa estaba preparada para un banquete y los caballeros colmaron a Vitória de elogios por ello.

– ¡Qué flores más maravillosas! Parece mentira que en la provincia tengan algo así…

– Sí, querido senhor de Barros. Además, no las encontrará en Río.

– ¿Cómo se llaman esas plantas tan magníficas? -quiso saber Joao Henrique.

Los demás se miraron entre sí, pero dejaron que Vitória respondiera a Joao Henrique.

– Café.

– ¿Café?

– Exactamente. Ha tenido que ver muchas desde el tren.

Joao Henrique soltó una sonora carcajada.

– ¡Esa sí que es buena! Realmente buena. No sabía que el café se utilizara también como adorno.

– Y no se utiliza -intervino Eduardo da Silva-. Cada rama que se corta hace disminuir la cosecha.

– Pero papai, con las doce mil arrobas que produce al año eso no se nota.

– Dentro de poco casi dieciséis mil.

– Eso significa… Pai, ¡ha salido bien! -Vitória se arrojó al cuello de su padre. Pedro los miraba sin comprender.

– Hoy he cerrado el acuerdo con el senhor Afonso. Ahora somos propietarios de sus tierras y, con ello, de la fazenda más grande del Valle del Paraíba.

– ¡Es fantástico, padre! ¡Enhorabuena! ¡Brindemos por ello!

Pedro llamó a Félix para que trajera otra botella de champán de la bodega. No fue necesario poner en antecedentes a los amigos de Pedro. Ya se habían dado cuenta de que se trataba de la compra de unas tierras que la familia da Silva tenía gran empeño en adquirir.

Vitória mandó a Miranda a buscar a dona Alma. Poco después su madre bajó la escalera como si nunca hubiera tenido el más mínimo dolor. Llevaba un vestido de seda gris y debajo, un cuello de encaje rosa, algo poco habitual en ella. Le sentaba bien, resaltaba aún más la palidez de su piel y su esbelta figura. Todos estaban de pie en el comedor, pero una vez que hubo llegado dona Alma y brindaron por el buen negocio del padre y por los invitados, tomaron asiento. En la cabecera de la mesa se sentaron los padres de Vitória, a un lado estaba Vita sentada entre Aaron y Joao Henrique y a otro Pedro junto a León. Miranda y Félix esperaban en la puerta. Vitória les hizo una señal. Podían empezar a servir.

Dona Alma rezó una breve oración mientras el primer plato humeaba ya ante ellos, una cremosa sopa de espárragos y cangrejos de río. ¡Realmente Luiza podía hacer milagros! ¿De dónde había sacado aquellos espárragos, de los que no habían hablado por la mañana? ¿Los habría traído Pedro de Río sin decirle nada? Miró a su hermano y supo que había acertado. Su significativa sonrisa le delataba.

Durante la cena dona Alma conversó animadamente con Joao Henrique, que se sentaba a su izquierda, y Eduardo da Silva respondía con paciencia a las preguntas que le planteaba León sobre la fazenda, la producción de café y los esclavos. Sólo Vitória observó con qué poco apetito se tomaba Aaron la sopa y cómo dejaba los cangrejos en el fondo del plato. No hizo ningún comentario, pero cuando llegó el segundo plato Aaron la miró confuso.

– El asado tiene muy buen aspecto. Pero discúlpeme si no tomo.

Vitória seguía sin entender. ¿Qué había de malo en él? Luiza había rellenado la carne con ciruelas pasas y castañas, una exquisitez importada, y tanto su aspecto como su olor eran insuperables.

Pedro carraspeó.

– Su religión le prohíbe comer carne de cerdo. Ha sido un error por mi parte, debía habértelo dicho antes.

Vitória comprendió al momento. ¡Cielo santo, qué situación tan inadmisible! Al oír el nombre de Aaron tenía que haberse dado cuenta y tomar las medidas oportunas.

– No se preocupe por mí, querida Vita. Tengo bastante con la guarnición.

– ¡Oh, no! Veré qué le pueden preparar en un momento. ¿Come usted carne de vaca y pollo?

Aaron asintió y Vitória se levantó de un salto para ir a la cocina. Aaron intentó impedirlo, pero ella salió enseguida. Se sentía incómodo siendo el centro de atención a causa de sus hábitos alimentarios. Dona Alma empezó a bombardearle con preguntas sobre su origen y su religión, y cuánto más contaba, más se le fruncía el ceño, o al menos eso le parecía a él.

Pedro tuvo la misma impresión. En aquel momento se avergonzó de su madre, que con sus anticuadas ideas no encajaba ni en esa época de finales de siglo ni en ese abierto país.

– ¿No es maravilloso vivir en un país en el que tantas nacionalidades, religiones, culturas y razas se mezclan en un único pueblo? ¡Esta variedad sólo se da en Brasil!

Dona Alma no pareció compartir aquella opinión, pero se abstuvo de hacer cualquier comentario.

– En los Estados Unidos de América ocurre lo mismo -le contradijo León.

– ¿Ha estado allí alguna vez? -preguntó Eduardo.

– ¡Oh, sí, muchas veces! -Luego León habló detalladamente sobre sus visitas a Washington, sus encuentros con políticos y la situación de los negros, que hacía ya veinte años que no vivían como esclavos. Hizo un rápido esbozo de las leyes y medidas que habían permitido la integración de los negros en la sociedad.

Vitória regresó y le pidió en voz baja a Aaron que tuviera unos minutos de paciencia. No quería interrumpir el discurso de León, por el que mostraban un interés evidente el resto de los comensales. Ella misma se sintió enseguida atraída por el tema. León era un buen orador. Lo que contaba sonaba razonable, sin moralina; era interesante, pero no prescindía de un tono melodramático; era ameno, sin tocar temas espinosos. Su sonora voz mantenía la intensidad adecuada y el ritmo perfecto. Con las manos gesticulaba poco, pero con efectividad. Habló sobre las todavía malas relaciones entre los Estados del Norte y del Sur, sobre los desatinados deslices de algunos diplomáticos que había conocido en Washington, y sobre su breve encuentro con el presidente Chester Arthur, quien, al igual que la mayoría de los americanos, tenía la extraña costumbre de tomar el café con leche por la tarde y por la noche. Habló de las grandes industrias que habían llevado el bienestar al Noreste, aunque dejando tristes paisajes, y del atraso del Sur, que seguía viviendo de la agricultura y, por tanto, le resultaba difícil salir adelante sin esclavos. Habló de los negros que llevaban una existencia modesta trabajando en libertad como artesanos o agricultores, pero también de los ataques de blancos racistas a las poblaciones de negros.

En las pausas que León hacía entre frase y frase sólo se oía el ruido de los cubiertos. Todos disfrutaban de la comida, incluso Aaron, al que habían servido entretanto un plato de pollo asado, comía con gran apetito. León era el único que apenas había tocado el plato.

– Pero, por favor, senhor Castro, coma antes de que se le enfríe el asado -le invitó dona Alma.

– Lo siento, disculpen, me he abandonado a mis recuerdos y me he saltado todas las normas de urbanidad. Deben de haberse aburrido bastante. -Probó un bocado-. ¡Exquisito, absolutamente exquisito! -Hizo un gesto de reconocimiento a dona Alma, que recibió el elogio con benevolencia.

– Yo encuentro su relato sumamente interesante -dejó caer Vitória. Era verdad, pero nunca lo habría dicho si no estuviera furiosa con su madre.

León la miró con una provocadora sonrisa, pero no dijo nada.

– Sí, ha sido muy interesante -dijo también Aaron-. Luego tienes que contarnos más detalles de tus experiencias en los Estados Unidos. Y también si allí se han dado casos de personas que hayan vendido a su propia madre…

Pedro y Joao Henrique casi se atragantaron. Dona Alma y su marido se miraron ofendidos. Vitória se sorprendió.

– ¿Qué…?-comenzó una frase, pero Joao Henrique ya había mordido el anzuelo y lo explicó.

– En un artículo que sale hoy en el periódico León cuenta el caso de un hombre, hijo bastardo de un fazendeiro y una negra, que heredó las propiedades de su padre y, con éstas, a su madre. Le regaló la libertad a la mujer, pero nuestro buen León no se conformó con este desagradable proceso. Se planteaba que el hombre habría podido vender a su madre.

– ¿Dónde sale eso? ¿En el Jornal do Commércio?

Pedro asintió. De tanto aguantarse la risa tenía los ojos llenos de lágrimas.

Vitória lamentaba haber leído con atención únicamente las páginas de economía, el resto del periódico sólo lo había ojeado. Aquel artículo no lo había visto.

– Es la realidad, la triste realidad -dijo León-. ¿No lo sabía, senhorita Vitória? En Brasil la ley autoriza la venta de un familiar. El caso que expongo en el artículo mencionado ha ocurrido en realidad. Naturalmente, he cambiado los nombres para proteger a las personas implicadas.

– ¡Es increíble, León, de verdad! ¿Te permite el redactor jefe del periódico inventarte cualquier cuento de terror y decir luego que todo es verdad, que sólo has cambiado los nombres? -objetó Joao Henrique.

– Claro que lo permite. Y es más: valora cualquier historia real fuera de lo común, y en los casos más escandalosos lo normal es cambiar los nombres.

– Admite que tu fantasía aporta una gran parte de esas historias “verídicas” -dijo Pedro.

– En absoluto. Pensad un poco. Seguro que en vuestro vecindario hay algún bastardo, descendiente del amo. No se habla de ello, pero todos conocen al menos un caso. Si un día el hijo hereda la fazenda y vende los esclavos, puede ocurrir que venda a sus propios hermanos.

– ¡Un bastardo no puede ser considerado un hermano! -dijo dona Alma furiosa.

– ¿No?

Vitória miró a León pensativa. Nunca se había parado a pensar seriamente en esas cosas, ya que en Boavista seguro que no había “hermanos” suyos andando por ahí. Pero cuanto más pensaba en ello, más de acuerdo estaba con León. La mitad de la sangre que corría por las venas de esos bastardos era del padre.

– No -respondió Eduardo en lugar de su mujer-. Pero no deberíamos seguir tratando en la mesa un tema tan desagradable.

Nadie se atrevió a contradecirle. Para reconducir la conversación, dona Alma le preguntó a Joao Henrique por las últimas novedades en la Corte. Joao Henrique impresionó a Pedro con su detallada exposición, totalmente imaginaria, puesto que, como él, no había tenido ningún contacto con la familia imperial. Dona Alma contó, como siempre, su encuentro con el emperador, que si bien había tenido lugar quince años antes, era sin duda el acontecimiento más importante de su vida. Vitória y Pedro se lanzaron una mirada elocuente: habían escuchado aquella historia mil veces y su madre añadía cada vez un detalle nuevo para que quien la escuchaba pensara que tenía una gran confianza con el monarca. Y Joao Henrique, que para este tipo de historias era un público muy agradecido, simuló estar muy interesado y profundamente impresionado. Dona Alma estaba feliz.