Pedro parecía estar al margen de esta conversación. Siguió hablando alegremente:

– A nuestro héroe de los oprimidos y los esclavos lo has debido de conocer ya. Se iba a reunir aquí con nosotros. ¿Dónde se esconde?

– ¿Quién? -Vitória miró a su hermano sorprendida.

– León Castro.

– Aquí no ha venido ningún León Castro.

– No puede ser. Salió un día antes que nosotros. ¿Se habrá perdido?

– Antes de que aclaremos esta cuestión, entrad en casa y tomad algo fresco. Vamos. -Vitória se dirigió a Aaron Nogueira y Joao Henrique de Barros-. Luego les enseñaré sus habitaciones. Félix subirá su equipaje. Tómense todo el tiempo que quieran para cambiarse, no cenaremos hasta que estén listos.

Los tres hombres dejaron sus carteras en el vestíbulo y siguieron a Vitória hasta la veranda. Pedro se sentó en el balancín, Joao Henrique de Barros y Aaron Nogueira compartieron el banco de madera, sobre el que Vitória había dispuesto unos cojines bordados del salón. Ella se acercó un sillón de mimbre. Apenas se hubieron sentado llegó Miranda con una gran bandeja con café, limonada, galletas saladas y bombones. Vitória la ayudó a disponer las tazas, los platos y las fuentes sobre la mesa. El sol brillaba todavía e inundaba todo de una cálida luz. Aaron no podía quitar los ojos de Vitória. Su cabello, cuidadosamente recogido para la ocasión, desprendía brillos dorados y su piel reflejaba la luz del sol en un suave tono melocotón. ¡Qué ser tan maravilloso!

Mientras servía café con una cafetera de plata a los amigos de su hermano, se disculpó por la ausencia de sus padres.

– Nuestra madre nos acompañará en la cena, no se encuentra muy bien. Y a nuestro padre le reclamaron en los establos poco antes de su llegada. Tienen problemas con una yegua a punto de parir.

– ¡Ah, sí, los placeres de la vida en el campo! -comentó Joao Henrique con un cierto gesto de fastidio.

– ¿Lo dice por experiencia? -preguntó Vitória.

– ¡Cielo santo, no! Yo nací y crecí en Río de Janeiro, soy un auténtico carioca. La ciudad carece de la cultura que he podido apreciar en mis estancias en Lisboa y París, pero es mucho más civilizada que la provincia.

¡Menudo fanfarrón! Considerar la ciudad como civilizada era un sarcasmo. Por muchos palacios, teatros, universidades, bibliotecas, hospitales, cafés y grandes tiendas que hubiera, Vitória nunca consideraría que una ciudad en la que el propio emperador vivía prácticamente al lado de una cloaca y cuyo hedor respiraba, era mejor que un pantano maloliente. Aunque las calles estuvieran iluminadas con lámparas de gas, aunque hubiera una conexión por tren directa con Vassouras, en Río de Janeiro sólo había alcantarillado en los barrios altos de la ciudad. En muchos barrios se recogían las aguas residuales en grandes recipientes que luego se vaciaban en el mar. O simplemente se esperaba a las grandes lluvias que inundaban las calles estrechas y arrastraban consigo toda la inmundicia. Aquí en Boavista tendrían menos estímulos culturales e intelectuales, pero al menos disponían de un sistema de desagüe.

– Pues yo pienso -objetó Aaron Nogueira-, que Boavista y el maravilloso recibimiento que nos ha preparado la senhorita Vitória demuestran lo contrario. En cualquier caso, considero que todo esto -e hizo un gesto con los brazos señalando a su alrededor- es grandioso. Y mucho más civilizado de lo que esperaba. Nuestro querido Pedro se comporta en ocasiones como si viniera de la selva.

– ¿No tenéis otra cosa que hacer que burlaros de mí? Pensad mejor en León. No quiero ni imaginar lo que puede haberle pasado.

– A ése no le pasa nada malo. Probablemente haya bebido en algún sitio más vino de lo debido y ahora esté durmiendo la mona. A ser posible con una belleza de piel tostada a su lado -opinó Joao Henrique con una sonrisa mordaz.

– ¡Joao Henrique! ¡Modérate! No digas esas cosas delante de mi hermana.

Vitória controló su indignación. Sabía que muchos hombres blancos, incluidos algunos de buena familia, perseguían a las esclavas, y conocía también las consecuencias. En Boavista había algunos mulatos sobre cuyo padre se especulaba a escondidas. Su padre y su hermano se habían librado de cualquier sospecha, que siempre había recaído sobre el vigilante de los esclavos, Pereira, o el encargado del ganado, Viana.

En aquel momento apareció Miranda.

– Sinhá, en la puerta trasera hay alguien que desea hablar con usted.

– ¡Caramba! -se sorprendió Vitória.

A esa hora no era habitual. El sol se estaba poniendo, en media hora sería de noche. Todos sabían lo deprisa que se echaba la noche encima y todos, desde el más ilustre viajero hasta el más humilde vagabundo, habrían buscado cobijo mucho antes. Debía tratarse de una emergencia.

Vitória avanzó deprisa por el largo pasillo que llevaba a la zona de servicio y a la puerta trasera. Sus botines de seda blanca, que asomaban indiscretos bajo el vestido de moiré verde manzana, resonaban sobre el suelo de mosaico. ¡Conque en casa no se corría! Cuando llegaba gente de la ciudad, lo que suponía un agradable cambio en la rutinaria vida de la fazenda, no quería perderse ni un segundo de conversación. Y ni dona Alma ni Miranda veían lo deprisa que iba por el pasillo.

Enojada, abrió la puerta, que sólo estaba ligeramente entornada. Se quedó sin palabras. Ante ella estaba el mismo hombre que había llamado por la mañana. Pero tampoco era el mismo. El caballero que la miraba fijamente, con una ceja levantada en un gesto de fingida sorpresa, llevaba traje de etiqueta. Iba tan elegante como los figurines que Vitória veía en las ilustraciones de las revistas europeas. Pero no parecía un disfraz, al contrario. Llevaba con perfecta naturalidad una levita gris oscuro de paño fino. En el bolsillo superior asomaba un pañuelo de seda roja con sus iniciales. Los zapatos de charol negro no tenían ni una mota de polvo y ni un solo pelo se escapaba de su arreglada cabellera, que, más allá de cualquier moda, era larga y estaba recogida con una cinta de terciopelo negro.

Con exagerada cortesía se quitó el sombrero de copa e hizo una profunda reverencia ante Vitória.

– Senhorita Vitória, ya sé que no compra nada. Pero ¿aceptaría un regalo de un amigo de su hermano? -dijo entregándole un pequeño paquete con un lazo azul claro.

¡León Castro! Vitória estaba muy avergonzada. Tomó el regalo confiando en que no se notara el temblor de sus manos. Fue inútil.

– Pero sinhazinha, querida señorita. Perdone mi impertinencia. Me llamo León Castro, y no tenía ninguna intención de importunarla.

Vitória intentó contenerse, pero a pesar de aquellas palabras de cortesía no pudo callarse.

– No me importuna, me ofende.

Aquel hombre había tenido la desfachatez de llamar a la puerta de atrás vestido de etiqueta… ¡sólo para humillarla! ¿No había sido ya bastante desagradable que le echara por la mañana? ¿Tenía que ridiculizarla ahora con aquella indigna comedia?

– ¡Sígame! -Le dejó entrar y cerró la puerta con fuerza. Quería ir delante de él y para eso tenía que pasarle. Pero León estaba en el centro del pasillo y no parecía tener intención de apartarse. Cuando ella se deslizó por un lado, él la miró con una sonrisa burlona. ¡Qué atrevido y desvergonzado! No obstante, en el breve momento de proximidad corporal no pudo por menos que apreciar su perfume de hierbas.

Una vez conseguido, Vitória atravesó el vestíbulo con paso apresurado. Dejó el regalo en la consola al pasar junto a ella. No se volvió ni una sola vez hacia Castro, pero por sus pasos sintió que la seguía de cerca. Vitória se sentía observada. Por fin llegaron a la veranda.

– ¡Dios mío, León! ¿Te ha mandado el periódico en busca de una buena historia? -Pedro se puso de pie y dio unos golpecitos joviales a su amigo en la espalda.

– Pues sí. Y tu encantadora hermana ha sido muy amable ayudándome en la investigación.

Pedro miró a Vitória sin comprender.

– ¿Qué quiere decir?

Vitória no contestó. Estaba colorada de furia y vergüenza. ¡Lo que faltaba, el tipo era un escritorzuelo! Ahora convertiría el pequeño incidente en un artículo en el que todas las sinhazinhas de los alrededores de Río aparecerían como unas provincianas engreídas y maleducadas.

Joao Henrique se levantó para saludar a su amigo. Cuando también Aaron se puso en pie, lo hizo con tal desatino que tiró una copa. La limonada le cayó encima y, mientras los demás se reían de su torpeza, él dirigió a Vitória una mirada que ella comprendió al momento.

– ¡Venga conmigo, tenemos que lavar enseguida la mancha con agua y jabón!

Se detuvieron en el vestíbulo.

– ¿La ha molestado León? -dijo Aaron sonriendo-. Le gusta hacerlo. Todos hemos pasado por ello.

Vitória estaba asombrada por su capacidad de observación. Creía que su gesto no dejaba entrever su estado de ánimo.

– Esta mañana estuvo aquí. Como iba muy sucio y parecía peligroso, ni siquiera le di la oportunidad de presentarse. Le eché bruscamente. ¡Cielos, qué vergüenza!

Aaron se rió.

– ¡Bah! Es su truco más viejo, y Joao Henrique también ha caído. Tranquilícese. Y en cuanto a mi pantalón, no se preocupe. Le vendrá bien una buena limpieza. Será mejor que vaya a mi habitación y me cambie.

Vitória llamó a Félix y le indicó que mostrara a Aaron su habitación y le llevara el equipaje. Luego irguió la espalda, se armó de valor para volver a ver al escritorzuelo y le dio a Aaron un leve beso en la mejilla.

– ¡Gracias!

No imaginaba las consecuencias de lo que acababa de hacer. En cuanto Félix deshizo las maletas y se llevó el pantalón para lavar y la chaqueta para coser, Aaron se dejó caer sobre la cama como en trance. Con la mirada fija en el techo, se abandonó a la ensoñación que Vitória había provocado en él. Él quería una mujer así, completamente igual. Con su inmaculada piel blanca, su pelo negro y su delicada figura, parecía sacada de un cuento. Sus ojos eran de un azul turbador y su perfil, con la frente alta y la nariz recta, era el más aristocrático que había visto nunca. Y esta belleza concordaba con su carácter, que parecía ser abierto, despierto y libre.

¡No! No podía dejarse llevar por un sueño así, debía sacárselo de la cabeza cuanto antes. Ella era católica, sus padres nunca la entregarían a un judío. Y él estaba prometido con Ruth, una agradable joven a la que conocía desde hacía tiempo. Era la hija del abogado Schwarcz, un vecino de sus padres en Sao Paulo, y algún día él trabajaría en su bufete. ¡Pero Ruth era tan sencilla! No dudaba de que sería una esposa perfecta, pero nunca provocaría en él la misma turbación que Vitória había desencadenado con una simple mirada.

¡Se acabó! Al fin y al cabo, Vitória también tendría algo que decir al respecto, y era más que improbable que se interesara por él. Él, un hombre casi sin recursos que no tenía nada más que inteligencia y grandes ambiciones. Sabía que en Brasil podría llegar a algo. Sus padres habían pasado muchas privaciones para pagarle los estudios en la mejor Facultad de Derecho del país. Les estaba muy agradecido por ello, tanto que haría siempre lo que ellos quisieran. Si insistían en que se casara con Ruth, tenía que aceptarlo, por muy duro que le resultara. Pero ello no iba a privarle de disfrutar de la estimulante presencia de Vitória.

Aaron se aseó, peinó sus rizos rebeldes, se puso su mejor traje y se encaminó a la veranda. En la escalera se detuvo a contemplar los cuadros colgados en la pared. Había bodegones holandeses, paisajes invernales franceses y alemanes, batallas navales portuguesas y numerosos retratos de la familia da Silva. A Pedro lo reconoció enseguida, un joven muchacho sentado en un sillón demasiado grande. Vitória también se parecía mucho: en el cuadro, en el que aparecía con unos doce años, estaba casi tan guapa como ahora. Luego se detuvo en otros retratos. Por las placas de latón supo que se trataba de los padres. Eduardo da Silva imponía un cierto respeto con su uniforme ricamente adornado con galones, bandas y condecoraciones. El cuadro mostraba un hombre con una buena apariencia, y Aaron se preguntó si sería así en realidad. Justo a su lado estaba el retrato de dona Alma. Era de una belleza etérea, pero su mirada parecía de acero y sus labios eran demasiado finos para darle la expresión de dulzura que tanto gustaba en los retratos de la época. Aaron se preguntó por qué no había retratos de los abuelos, lo que era habitual en las familias de renombre. Ya se lo preguntaría a Pedro cuando no hubiera nadie delante.

Cuando llegó a la veranda, Joao Henrique y Pedro se marchaban para cambiarse. León había tomado asiento en el banco y disfrutaba de una copa de champán.

– Ya hemos pasado al aperitivo. ¿Tomará una copa? -dijo Vitória, ofreciéndole una.