Pedro no tuvo más remedio que sonreír.

– ¡Pareces un loco!

– Sí, pues estoy a punto de perder la razón.

En aquel momento llegó Joao Henrique de Barros, con un aspecto impecable y un gesto arrogante. Aaron se quedó asombrado.

– ¿Cómo consigues moverte entre este gentío sin que te afecte?

Joao Henrique se golpeó con un gesto expresivo la palma de la mano con su pequeña fusta.

– La actitud adecuada, amigo mío.

Pedro miró su reloj de bolsillo e hizo un gesto para que se pusieran en marcha.

Poco después de que los jóvenes encontraran su compartimento y se instalaran en él, la locomotora de vapor lanzó un estridente silbido. Aaron, que estaba asomado a la ventanilla observando extasiado, desde una distancia segura, el colorido ajetreo de la estación, perdió el equilibrio y casi se cae. Joao Henrique le miró por el rabillo del ojo con gesto de censura, mientras Pedro se echaba a reír.

Cuando el tren dejó atrás la ciudad, Joao Henrique sacó de su cartera de piel una botella de coñac y dos copas.

– ¡Vamos a pasar este rato lo mejor posible. ¿De acuerdo?

– Por favor, Joao Henrique, ¿no crees que es demasiado pronto para empezar a beber?

– Aaron, no seas aguafiestas. -Joao Henrique sirvió dos copas, le ofreció una a Pedro y levantó la otra-. ¡A la salud de nuestro querido Aaron!

Pedro pensó para sus adentros que Aaron tenía razón: era demasiado pronto para beber. Pero asumió el papel del vividor que no rechaza ningún placer y se entrega sin problemas a la ociosidad. Y además: ¿acaso no eran jóvenes?

– ¡Por Boavista! -exclamó Pedro. No pensaba seguir las indirectas de Joao Henrique.

– ¡Por Boavista! -Aaron brindó con una cantimplora que sacó de su gastada cartera.

Joao Henrique levantó las cejas con fingido reconocimiento.

– Tu rabino estaría orgulloso de ti.

– Lo estaría. Al contrario que tu confesor, que se pone enfermo en cuanto te acercas al confesionario.

– ¿Acaso crees que voy a deleitar al viejo Padre Matías con un relato detallado de mis excesos? No, tendrá que esperar mucho…

– Joao Henrique, Aaron, ¿podéis dejar las peleas para otro momento? Estoy harto. Ni siquiera sé cómo he podido invitaros a los dos a la vez.

De hecho, en Río Pedro evitaba reunirse con demasiada frecuencia con los dos al mismo tiempo. Eran como el perro y el gato, como el fuego y el agua. Siempre se estaban peleando, y el más mínimo detalle les servía para intercambiar frases mordaces. En cierta ocasión habían discutido tan agriamente sobre un libro que casi llegan a las manos. Pedro les echó de su casa. Si querían pegarse, sería en otro sitio. En su casa, mejor dicho, en la residencia de su padre que él ocupaba durante su estancia en Río, debían comportarse adecuadamente.

Pero a veces no podía evitar que los dos coincidieran. Eran sus dos mejores amigos. Cada uno tenía cualidades que Pedro valoraba. Aaron tenía una cabeza brillante. Era muy ingenioso, pero a la vez podía ser tan serio, formal y disciplinado que los demás jóvenes le consideraban un empollón. Su torpeza le hacía parecer un sabio distraído, lo que en modo alguno era. Sabio sí, distraído no. A ello se unía su incapacidad para vestirse bien. Aaron no tenía dinero para ello, pero tampoco veía necesario disponer de un vestuario impecable. Pedro había intentado explicarle que un abogado debía vestir mejor, aunque sólo fuera para convencer a sus clientes de sus aptitudes. La gente se dejaba deslumbrar por los detalles externos, y Aaron debía tenerlo en cuenta. Aunque pudiera parecer muy competente, con una indumentaria adecuada conseguiría mucho más.

Los desaliñados trajes de Aaron le daban a Joao Henrique continuos motivos de burla. Joao Henrique estaba siempre impecable. Pedro no le había visto nunca con el más mínimo detalle inadecuado. En las reuniones oficiales daba una impresión sumamente seria; en el teatro era de una elegancia despreocupada; en la iglesia conseguía, a pesar de sus ricos trajes, dar una imagen de modestia y humildad. Ni siquiera en sus juergas nocturnas tenía mal aspecto. Pedro no había visto nunca a Joao Henrique ejerciendo su profesión, pero podía imaginarse perfectamente que sus pacientes, ante su impecable aspecto, le considerarían un portento de la medicina, lo que en cierto modo incluso aceleraría el proceso de curación. Sin embargo, no era el estilo de Joao Henrique lo que más admiraba Pedro. Valoraba ante todo su firme seguridad en sí mismo. Ni las personalidades más importantes, ni los mejores profesores o los más famosos cantantes de ópera, ni jugando a las cartas, ni en los exámenes: nadie ni nada hacía perder a Joao Henrique el dominio de sí mismo. Únicamente Aaron podía hacer que le hirviera la sangre con una simple observación.

Cuando estaba con Joao Henrique, Pedro se contagiaba de aquel aplomo. A su lado se sentía fuerte e intocable. No es que Pedro fuera una persona débil. Pero el bochorno que sentía en ciertos establecimientos de dudosa reputación o la inseguridad que le invadía ante los altos dignatarios desaparecían si estaba junto a Joao Henrique. Le hacía sentirse como un adulto. Éste era precisamente el motivo por el que le había invitado a Boavista. Con Joao Henrique sería más fácil que su padre le viera como un hombre, no como un niño. Además, sus apellidos harían desaparecer los reparos que dona Alma pondría a sus otros invitados. Por todo ello merecería la pena soportar durante unos días las disputas entre sus amigos.

El paisaje se deslizaba lentamente ante los tres jóvenes. Joao Henrique había encendido un cigarro y leía el periódico cómodamente reclinado en el asiento de terciopelo rojo. Pedro iba sentado en el sentido de la marcha junto a la ventana, frente a él estaba Aaron. Ambos miraban por la ventanilla, pensativo y retraído uno, animado y lleno de expectativas el otro.

Niños de piel oscura casi desnudos corrían junto al tren saludando. En las afueras de Río el panorama estaba constituido por perros que ladraban, cabañas en ruinas, cerdos en sus pocilgas, mujeres tristes con sus bebés a la espalda. Pero este deprimente escenario fue sustituido paulatinamente por la naturaleza salvaje del interior del país. Cuanto más se acercaba el tren a las montañas, más exuberante e impenetrable se hacía la vegetación. Entre las piedras de la vía del tren crecían delicadas hierbas, en el borde florecían orquídeas salvajes. Aquí y allá descubría Pedro un tucán en la selva. Vio inquietos colibríes y brillantes mariposas azules gigantes, vio monos encaramados a los plataneros, e incluso tuvo una rápida, visión de una urutu que se había enroscado en el grueso tronco de una caoba. ¿O era su imaginación que le había jugado una mala pasada? A pesar de los informes de los investigadores que a diario anunciaban fascinantes descubrimientos de nuevos animales, plantas y enfermedades en Brasil, Pedro apenas había visto serpientes. Pero, al fin y al cabo, aquello era la selva y no tenía mucho en común con los apacibles campos de cultivo del valle del Paraíba.

Joao Henrique rompió el silencio con una breve y ruidosa carcajada.

– ¿Sabéis lo que escribe León en el Jornal do Commércio? ¡Es inconcebible! Escuchad:

»Con una inusitada pretensión se presentó ayer, miércoles 21 de septiembre de 1884, un tal Carlos Azevedo en la prefeitura de Sao Paulo: él, hijo ilegítimo y único del recientemente fallecido fazendeiro Luiz Inácio Azevedo, quería regalar la libertad a una esclava que había heredado de su padre y que constara en los registros de la ciudad. El nombre de la esclava era María das Dores. Era su madre.

»¿Se sorprenden, estimados lectores? ¿No quieren creer que en una época tan avanzada como la nuestra, en un país tan floreciente como el nuestro, un hombre puede recibir en herencia a su madre? Pues créanlo. Y avergüéncense de nuestra indigna legislación. Mientras los negreros sin escrúpulos puedan abusar impunemente de las mujeres de color y mientras las personas sean tratadas como objetos que pasan de padres a hijos, Brasil no podrá ser considerado un “país civilizado”.

»En este caso la esclava tuvo la suerte de que su amo reconociera al hijo ilegítimo y éste le regalara la libertad. Pero igualmente podría haberla vendido, y lo habría hecho amparado por nuestras leyes. Yo les pregunto: ¿Qué clase de país es éste, donde un hombre puede vender a su madre? En mi opinión sólo existe una solución: ¡hay que abolir la esclavitud!

Aaron y Pedro rieron.

– ¡Ja! -se regocijó Aaron-. Ya se ha desbordado su imaginación otra vez.

– ¿De dónde sacará esas historias? -se preguntó Pedro asombrado-. Algo así es imposible de imaginar. Y cita incluso nombres, todo ese drama debe de ser demostrable.

– Pronto le veremos -objetó Joao Henrique-, entonces nos explicará los detalles.

Luego siguió enfrascado en la lectura de su periódico. Pedro y Aaron empezaron a charlar. El tiempo, la política, la salud de la princesa Isabel, los precios del café, la calidad de los cigarros de la marca “Brasil Imperial”, la situación de los negros en Río, la nueva moda de bañarse en el mar y la expresión del rostro del revisor desviaron su atención del paisaje. Cuando se dieron cuenta de dónde estaban, Aaron se sorprendió.

– ¡Cielo santo! ¿Todo eso son cafetales?

– Sí. -El propio Pedro estaba tan emocionado con la vista que sólo pudo responder con un monosílabo.

– ¡Es maravilloso!

Ambos admiraron en silencio el paisaje que se deslizaba ante ellos.

De vez en cuando veían a lo lejos una fazenda, constituida generalmente por blancos y sólidos edificios brillando al sol que no dejaban entrever la elegancia que se desplegaba en su interior.

– Aquélla es la fazenda de los Sobral -dijo Pedro, señalando con el dedo hacia el sur-. No sé si lo podrás apreciar desde aquí, pero la casa grande, la mansión, tiene un pórtico con columnas. Imagínate, ¡columnas! ¡Como en Norteamérica!

– ¿Qué hay de malo en ello? -preguntó Aaron.

– De verdad, Aaron, a veces parece que llegaste emigrado ayer y no hace once años. No hay nada malo en ello. Pero en Brasil se mantiene el estilo de construcción tradicional portugués, y en él no tienen cabida las columnas en una casa de campo. Sobran, ¿sabes? Nos gusta más lo austero, sin adornos. Una casa como la de los Sobral resulta demasiado arrogante. No es humilde.

Aaron sonrió.

– Naturalmente -prosiguió Pedro-, todos sienten envidia de ese grandioso pórtico, aunque nadie lo reconoce.

– ¿Y cómo es vuestra casa? -quiso saber Aaron.

– Hazte una idea tú mismo, en unas dos horas habremos llegado. Pero bueno, te adelantaré algo: tiene aspecto de que en ella vive gente honrada y muy católica. Por fuera al menos. Aparte de un par de pequeños detalles que revelan la vanidad y el orgullo de nuestra familia: el paseo de palmeras, la fuente delante de la casa, los adornos de porcelana en la escalera, las tallas en las contraventanas…

– ¡Está bien, está bien! No me desveles todo. Aguantaré.

Cuando el tren pasó junto a las primeras casas de Vassouras, Joao Henrique dejó el periódico a un lado y miró por la ventanilla. Pasaron junto a modestas casas de madera con pequeños huertos, talleres de carpinteros, cerrajeros y herreros; luego junto a casas de piedra de dos pisos en cuyos patios traseros había ropa tendida. En conjunto, Vassouras daba la impresión de ser una pequeña ciudad limpia y agradable. Pero la estación tenía otro aspecto. No se diferenciaba mucho de la estación de Río. Por el andén se movían descargadores y mozos, vendedores de periódicos, limpiabotas y numerosas personas bien vestidas que acudían a recoger a alguien.

El corazón de Pedro empezó a latir con fuerza. Se asomó por la ventanilla esperando descubrir algún rostro conocido. Por fin vio a José, el cochero de Boavista.

– ¡José! ¡Aquí!

El viejo negro saludó con la mano. Se abrió paso, junto a un mozo, entre el gentío del andén y corrió junto al tren hasta llegar a la altura de Pedro.

– ¡Nhonhô! -gritó, y su arrugado rostro esbozó una sonrisa que dejó ver unos dientes perfectamente blancos.

Joao Henrique miró a Pedro con incredulidad.

– ¿Nhonhô? Dios mío, ¿cuántos años cree que tienes?

– ¿Qué significa “Nhonhô”? -quiso saber Aaron.

– Es una deformación de senhor y sinhó -explicó Pedro-. Los esclavos llaman así a los amos jóvenes.

– ¡A los amos menores de cinco años! -añadió Joao Henrique.

– ¡Bueno, déjalo! José siempre me ha llamado nhonhô, y creo que ya no le podré quitar la costumbre.

Dieron a José parte de sus cosas por la ventanilla. Las maletas más grandes las llevaron ellos mismos por el estrecho pasillo del tren.

Una vez fuera, Pedro dio unos golpes joviales al viejo esclavo en la espalda.

– ¡Bien, mi viejo, tienes buen aspecto! ¿Cómo va tu gota?