– No muy mal, nhonhô. Si Dios quiere, podré seguir guiando los caballos durante muchos años. Vamos, el coche está en la entrada de la estación.

Y allí estaba. El esmalte verde oscuro brillaba con el sol de la tarde, la capota de piel estaba plegada. En la puerta se veía el escudo del barón de Itapuca, que representaba una planta de café bajo un arco de piedra. En lengua indígena arco de piedra se decía itapuca, y aunque sólo se trataba de una sencilla formación geológica en el límite de la finca marcado por el río, aquel arco de piedra había constituido para el emperador una buena ocasión para recuperar un nombre del tupí-guaraní para el joven barón.

José le dio un vintém al muchacho que había cuidado el coche durante su ausencia. Luego cargó las cosas en el coche con la ayuda de Pedro y Aaron. Joao Henrique se quedó a un lado y no movió ni un dedo. Por fin estuvo todo cargado. Los tres amigos se sentaron en el carruaje, José se subió al pescante e inició la marcha.

Sólo entonces, cuando el esclavo se sentó y se le subió un poco el pantalón, pudo verse que no llevaba zapatos. A nadie le sorprendía el aspecto del negro de pelo blanco con su librea, bajo cuyo pantalón con adornos dorados asomaban unos pies grandes y callosos. Incluso Aaron conocía el motivo: los esclavos no podían llevar zapatos. Era uno de los rasgos característicos de los esclavos que los distinguía de los negros libres. La venta de zapatos estaba estrictamente reglamentada. Los esclavos que escapaban y conseguían de algún modo hacerse con unos zapatos, estaban a salvo de sus perseguidores.

No había nada de extraño en que los esclavos que trabajaban en el campo y llevaban una sencilla vestimenta de tela gruesa no llevaran zapatos. Pero aquellos que trabajaban en las casas, que a veces iban vestidos con los trajes viejos de sus amos, que les conferían un porte más distinguido, presentaban una extraña apariencia con los pies desnudos.

El carruaje traqueteaba por las calles empedradas de Vassouras. Joao Henrique y Aaron estaban sorprendidos ante el cuidado aspecto de la ciudad. Las casas estaban pintadas de blanco, rosa, azul cielo o verde claro. En el extremo sur de la plaza principal, la Praça Barao de Campo Belo, se alzaba la iglesia de Nossa Senhora da Conceiçao, a la que se accedía por unos escalones de mármol. En el extremo occidental de la plaza estaba el majestuoso ayuntamiento, frente al que se encontraban la biblioteca y el cuartel de policía. La plaza estaba rodeada de palmeras y almendros, a la sombra de los cuales unos bancos de madera invitaban a descansar. Se veía a amas negras con niños blancos, grupos de viudas vestidas de negro que miraban con severidad a los jóvenes que pasaban, y senhores con gesto ocupado que parecían tener prisa.

– ¡Qué bonito! -exclamó Aaron.

– Sí, es cierto. -Los ojos de Pedro adquirieron un brillo de melancolía. ¿Cómo podía olvidar lo agradable y tranquila que era la ciudad? ¿Por qué había cambiado realmente aquella vida idílica por el laberinto de Río? Cuando en aquel momento un hombre que pasaba por la calle se tocó el sombrero y le saludó con una leve inclinación, recordó el porqué. Rubem Leite, el notario, le había reconocido al momento. Y todos los que se querían dar importancia le reconocerían también. Le adularían, le importunarían, le pedirían un préstamo o intentarían convencerle de absurdas transacciones económicas. A él, el joven señor de Boavista, que allí todavía era nhonhô. A él, cuyos primeros pasos vivieron todos, cuyos alaridos cuando perdió una vez a su ama no olvidaban y cuyas primeras andanzas juveniles seguían siendo objeto de burla.

Creían conocer a Pedro da Silva, pero ahora era otro. En el anonimato de la gran ciudad no podía impresionar a nadie con su nombre, allí se valoraban otras cualidades. Aquí, en la provincia, nadie valoraría sus capacidades. Para los habitantes del valle sería siempre el hijo de Eduardo da Silva, un niño malcriado. ¡Cómo le molestaba esa memoria colectiva! Probablemente la viuda Fonseca seguiría el resto de su vida mirándole sorprendida por lo mucho que había crecido. Y seguro que su viejo maestro todavía se asombraría de que su pequeño Pedro, que cuando era un niño mostraba una aversión extrema a las asignaturas de letras, fuera hoy voluntariamente al teatro o tomara un libro entre sus manos.

El carruaje dejó atrás la ciudad. La calle empedrada pasó a ser un camino de tierra, y el coche rodaba ahora algo más silencioso tras los dos caballos. El sol brillaba en el cielo. En los campos se oía un leve zumbido, pero el viento de la marcha libraba a Pedro, Joao Henrique y Aaron de mosquitos, marihondos y otros insectos. Olía suavemente a la flor del café. El coche pasó junto a un grupo de esclavos que volvía de los campos. Llevaban cestas sobre la cabeza e iban cantando.

– ¡No llevan cadenas en los pies! -se sorprendió Aaron.

– ¡Pues claro que no! Con heridas en los tobillos no podrían trabajar.

– Pues yo pensaba…

– Sí -le interrumpió Pedro-, tú has leído muchos artículos de León. Aquí se trata bien a los esclavos. Muy pocos escaparían. Al fin y al cabo, no conocen la libertad y no sabrían qué hacer.

– ¿Entonces por qué están los periódicos llenos de anuncios en los que se busca a esclavos fugitivos?

– Sólo en la provincia de Río de Janeiro viven cientos de miles de esclavos. Que se escapen diez al día es una insignificancia. El sábado a lo mejor aparecen cincuenta anuncios en el periódico; parecen muchos, pero no lo son.

Aaron no parecía estar de acuerdo con el cálculo, pero dejó el tema.

– ¿Sabes cuántos de los negros que escapan son encontrados? -preguntó Joao Henrique.

– No -respondió Pedro-. Supongo que no muchos. Las características de muchos de ellos coinciden. Si en un anuncio pone “de mediana estatura, unos treinta años, responde al nombre de José”, no habrá muchas posibilidades de encontrarle. Otra cosa es cuando el huido tiene algún rasgo especial, alguna cicatriz, una deformidad o algo similar.

– A mí me dan pena -dijo Aaron-. Cuando alguien arriesga tanto, pasa tantas privaciones y cambia conscientemente un presente medio soportable por un futuro no precisamente de color rosa, es que valora mucho su libertad. Y si son suficientemente valientes y listos para escapar, entonces ya cuentan con las principales cualidades que necesita un hombre libre… y se han ganado su libertad.

– ¡Otra vez! -Joao Henrique miró a Aaron como a un niño que no entiende algo muy sencillo después de explicárselo mil veces-. Los negros no son como nosotros. Tú los has visto en Río. En cuanto son libres aprovechan esa libertad para beber, pelearse, mentir. Tienen las cabañas sucias, sus numerosos hijos corren por ahí desnudos, sus mujeres trabajan como prostitutas. Realmente, no son mejores que los animales.

Pedro confió en que el viejo cochero no hubiera oído su conversación. Joao tenía razón en parte, pero él sabía que muchos esclavos eran personas formales y fieles a las que no se podía comparar con la chusma de la ciudad y que se ofenderían si les metieran a todos en el mismo saco, como había hecho Joao Henrique.

Por fin llegaron a la entrada de Boavista. La puerta de hierro forjado con el escudo de la familia estaba abierta en espera de su llegada. Tras ella se extendía una larga avenida flanqueada por altas y elegantes palmeiras imperiais, palmeras reales, que llevaba a la mansión. Desde esa perspectiva se veía sólo la fachada de la casa grande, una amplia casa de dos pisos. Era blanca, con un tejado de tejas rojas y las contraventanas pintadas de azul. Cinco escalones conducían a la gran puerta principal. A derecha e izquierda había siete grandes ventanas y, también a ambos lados de la puerta, dos grandes bancos de madera pintados en el mismo azul que las contraventanas. Totalmente simétrico y a primera vista sencillo y austero, el edificio recordaba a un monasterio. Pero esa impresión se desvanecía cuando se contemplaba la casa más de cerca. Una alegre fuente chapoteaba ante ella. Los adornos de cerámica azul a ambos lados de la escalera y las glicinias que trepaban junto a la puerta principal le hacían perder su aspecto severo. Tras las ventanas se veían acogedoras cortinas y bajo el tejado una delicada moldura de madera propia de una casa de muñecas que parecía no encajar demasiado con aquella severa arquitectura.

Pedro habría podido describir de memoria cada detalle de la casa grande y del resto de las construcciones de Boavista. Allí había crecido, lo conocía todo perfectamente. Pero ahora, después de casi un año de ausencia y con invitados que nunca habían estado allí, veía la casa con otros ojos. Con los ojos de sus amigos. Notó de pronto lo femenina que resultaba la moldura del tejado en un edificio por lo demás tan masculino. Vio que el felpudo con el escudo del visconde resultaba un tanto ostentoso. Pero también pudo apreciar que la casa, veinticinco años después de su construcción, estaba en perfecto estado e irradiaba dignidad. Pedro se movía entre el orgullo del propietario y la sensación de ser responsable de todo, incluso de aquello que quedaba fuera de su alcance.

Mientras Joao Henrique y Aaron se desperezaban y estiraban tras el fatigoso viaje, a Pedro le entró una extraña prisa. Descargó el equipaje, con el cochero, sin dejar de hablar.

– Este calor no es normal en esta época del año, pero esperad a que entremos, dentro se está muy fresco. Lamento que el viaje haya sido tan largo, pero no se puede evitar. Cuando se lleva el ganado por los caminos tras las lluvias se forma mucho barro. Y, claro, siempre salpica algo, pero no os preocupéis, aquí en el campo es normal. La sirvienta limpiará enseguida vuestras maletas y vuestros trajes. Bien, ¿y? ¿Qué opináis de la casa? Os vais a quedar boquiabiertos cuando veáis el resto, esto es sólo una cuarta parte del complejo.

En ese momento se abrió la puerta principal. Tras ella apareció Vitória. Pedro pensó que se había arreglado demasiado, pero cuando iba a esbozar una disculpa se fijó en el rostro de Aaron. Su amigo estaba petrificado. Acababa de ver a la muchacha más hermosa del mundo.


Capítulo tres

– ¡Pedro! -Vitória voló hasta los brazos de su hermano-. ¡Deja que te vea, Pedrinho, hermano del alma! ¡Cielos, cómo has cambiado!

– ¡Y tú, Vita! ¡Estás cada día más guapa! -Miró con admiración a su hermana, que, en un inusual alarde de coquetería, dio una vuelta ante él. Quizás se debió a la excitación del momento.

– ¿Te gusta mi vestido? No quería que te avergonzaras de mí ante tus amigos.

– ¡Qué tonterías dices, Vita! Incluso con harapos parecerías una reina. Pero, bueno, te voy a presentar a nuestros invitados. Éste es mi compañero de estudios Joao Henrique de Barros, el médico más prometedor bajo nuestro sol tropical.

El hombre tomó la mano que Vitória le tendió y la besó con una elegante reverencia.

– Mis respetos, senhorita Vitória. Su hermano nos ha hablado mucho de usted. Pero olvidó mencionar su arrebatadora belleza.

Vitória calculó que tendría unos veinticinco años, sería algo mayor que su hermano. Joao Henrique de Barros llevaba barba inglesa y vestía a la moda. Adulador y presumido. A Vitória no le resultó simpático. Su voz tenía un cierto tono pedante y, aunque no se le pudiera considerar feo, a Vitória no le gustó su aspecto. Tenía la frente algo echada hacia atrás y sus pequeños ojos se hundían en unas profundas y arrugadas órbitas. A lo mejor ese horrible inglés, Charles Darwin, tenía razón con su novedosa teoría. Joao Henrique de Barros descendía realmente del mono.

– Y éste -continuó Pedro, empujando hacia delante a un pequeño pelirrojo-, éste es Aaron Nogueira, que acaba de terminar la carrera de Derecho. ¡Un abogadillo, pero de los listos!

– ¡Senhorita! -Aaron Nogueira besó la mano a Vitória. La agitación le impidió decir una palabra más. Le habría gustado decir mil cosas, innumerables cumplidos y piropos se agolparon en su cabeza, pero en el momento decisivo no se le ocurrió nada mejor que callar.

– ¿Qué te ocurre, Aaron? ¿Te has quedado mudo? -Y dirigiéndose a Vitória explicó-: Ante el juez no es tan tímido. Al revés, allí habla hasta marear a cualquiera.

El rostro de Aaron Nogueira se iluminó con una leve sonrisa que acentuó sus hoyuelos y le dio un aspecto malicioso. Enseguida recuperó el control:

– ¡Precisamente! ¡No querréis que una dama tan encantadora se maree!

A Vitória le gustó aquel hombre.

– Puede estar tranquilo. No suelo desconcertar a los hombres con desmayos, sino con mi presencia de ánimo.

– ¡Qué gusto da ver a una sinhazinha capaz de pensar! -observó Joao Henrique.

– Casi tanto como encontrar a un médico sincero -respondió Vitória sin inmutarse-. O a un abogado tímido -añadió sonriendo amablemente a Aaron. Éste estaba maravillado.