– Entonces, ¿qué se propone hacer conmigo, señor Westgaard? ¿Dejarme en la escalera de la estación?
La boca del hombre se frunció como una fresa seca y las cejas se unieron en severo reproche, mirándola desde abajo del ala del sombrero de paja.
– No permitiré que ninguna mujer viva bajo mi techo -afirmó de nuevo, cruzando los brazos empecinado.
– Es posible, pero si no es en su casa, será mejor que me lleve a la casa de alguien menos intolerante que usted, y yo estaré más que feliz de morar bajo el techo de esa otra persona, salvo que quiera que le lleve ajuicio.
¿Y eso a qué venía? ¡No tenía ni la más remota idea de cómo llevar a juicio a alguien, pero tenía que pensar en algo para poner en su lugar a ese patán inculto!
– ¡Un juicio! Wcstgaard descruzó los brazos. No se le había escapado la palabra intolerante, pero la pequeña insolente le lanzaba amenazas e insultos con tanta velocidad que necesitaba atajarlos de uno en uno.
Linnea irguió los hombros y trató de impresionarlo como una mujer mundana y audaz.
– Tengo un contrato, señor Westgaard. y en él se determina que el alojamiento y la pensión están incluidos como parte de mi salario anual. Lo que es más, mi padre es abogado en Fargo- de modo que, para mí, el costo legal sería ínfimo si decidiera plantear un juicio al consejo escolar de Álamo por romper el contrato y por designarlo a usted como…
– ¡Está bien, está bien! -Levantó las manos grandes, endurecidas-. Ya puede dejar de ladrar, muchachuela. La dejaré en la casa de Oscar Knutson para que él haga lo que quiera con usted. Como quiere ser presidente del consejo escolar, dejemos que se gane su dinero.
– ¡Soy la señorita Brandonberg, no una muchachuela! Para dejar escapar la exasperación, le dio una breve palmada a la falda.
– Sí, buen momento para aclararlo- Se volvió hacia la carreta y el caballo que los esperaban, dejándola rabiar en silencio. ¡Dejarme en la casa de Oscar Knutson, caramba…!
La realidad siguió burlándose de sus románticos ensueños. No había ningún coche Stanhope, ni bayos de pura sangre. En cambio, Westgaard la llevó hasta una carreta granjera a la que estaban enganchados un par de animales de grandes músculos, bastante viejos, y se subió sin ofrecerle la mano, por lo que no tuvo más alternativa que aferrarse por sí misma a la parte de atrás, alzarse las faldas y subir sola al asiento, que le quedaba a la altura del hombro.
¡Vaya con los caballeros de sombreros altos! ¡Este grosero no sabría qué hacer con un sombrero de castor de copa alta aunque saltara sobre él y le mordiese la enorme nariz! ¡La audacia del tipo de tratarla como si ella fuese…como si fuese… menos que nada! ¡Ella, que había obtenido con tanto esfuerzo el título de maestra en la Escuela Normal de Fargo! ¡Ella, con elevada educación, mientras que él debía de ser incapaz de juntar dos palabras sin parecer un asno ignorante…!
La desilusión de Linnea siguió hasta que el hombre sacudió las riendas y ordenó:
– ¡Arre!
Los pesados caballos los condujeron a través de uno de los poblados más tristes que hubiese visto en su vida. ¿Teatro de ópera? ¿En verdad había albergado la fantasía de una ópera? Al parecer, el establecimiento más cercano a la cultura que había en el pueblo era el almacén de ramos generales, que oficiaba al mismo tiempo de Correo: allí", sin duda llegaría la cultura bajo la forma del catálogo de Sears Roebuck. Los edificios más impresionantes eran los silos de cereales que se veían junio a los rieles del ferrocarril. Los demás eran pequeños cubículos con falsas fachadas, y estos, por otra parte, eran escasos. Linnea contó dos proveedores de aperos agrícolas, dos bares, un restaurante, el almacén de ramos generales, un hotel, un banco y una combinación de barbería y farmacia.
El corazón se le fue a los pies. Westgaard miraba serio hacia delante, sosteniendo las riendas con unas manos de dedos como salchichas polacas, la piel igual que la de un indio viejo… tan diferentes de los blancos dedos que había imaginado.
No la miraba, y ella tampoco a él.
Pero Linnea vio esas ásperas manos bronceadas.
Y el hombre vio los zapatos de tacón alto.
Y la muchacha notó cómo se encorvaba hacia delante y miraba con el entrecejo fruncido bajo ese espantoso sombrero.
Él, cómo ella se sentaba erguida como una lanza y contemplaba todo con aire quisquilloso, bajo esas ridículas alas de pájaro.
Linnea pensaba lo horrible que era volverse viejo e irritable.
Theodore pensaba lo tontas que se ponían tas personas cuando eran jóvenes… siempre trataban de parecer mayores.
Pero ninguno de los dos pronunció palabra.
Anduvieron varios kilómetros hacia el Oeste, luego giraron hacia el Sur y el paisaje siempre era el mismo: plano, dorado y ondulante, salvo donde habían estado las trilladoras. Ahí era plano, dorado y quieto.
Al cabo de media hora de viaje, Westgaard entró en el patio de una granja idéntica a todas las que habían pasado: una casa de madera estropeada por la intemperie, una línea de álamos que brindaban protección del viento del lado Oeste, aunque los árboles no estaban del todo crecidos y se inclinaban un poco en dirección Sur Suroeste; un cobertizo de mejor aspecto que la casa; graneros rectangulares; silos hexagonales y el único elemento de aspecto amistoso que dominaba sobre todos los demás: el molino de viento, que giraba lentamente, emitiendo un quedo suspiro.
Una mujer asomó a la puerta y se acomodó un mechón de cabello en el moño que llevaba en la nuca. Alzó una mano a guisa de saludo y esbozó una amplia sonrisa:
– ¡Theodore! -exclamó, bajando los dos peldaños de madera y cruzando el retazo de hierba, tan dorado como los campos de alrededor-. ¡Hola! ¿A quién traes? Creí que ibas al pueblo a buscar al nuevo maestro-
– Es este, Hilda. Y usa tacones altos y sombrero con alas de pájaro.
Linnea se encrespó. ¡Cómo se atrevía a burlarse de su atuendo! Hilda se detuvo junto a la carreta y miró, con el entrecejo fruncido, primero a Westgaard, luego a Linnea.
– ¿Es este? -Se protegió los ojos con la mano y miró de nuevo.
Dio una palmada, retrajo el mentón y sonrió con áspero humor-. Oh, Theodore, estás burlándote de nosotros, ¿eh? Westgaard señaló a su pasajera con el pulgar.
– No, es ella la que nos gastó una broma. Ella es L. I. Brandonberg.
Antes de que Hilda Knutson pudiese responder, Linnea se inclinó y le tendió la mano, otra vez irritada por la grosería de Westgaard, que no la presentaba como era debido.
– Mucho gusto. Soy Linnea Irene Brandonberg.
La mujer aceptó la mano, aunque sin entender por qué.
– Una mujer -dijo, perpleja-. Oscar contrató a una mujer.
A su lado, Westgaard lanzó una exclamación desdeñosa.
– Creo que lo que Oscar contrató es a una muchacha vestida con la ropa de la madre, haciéndose pasar por mujer. Y no se quedará en mi casa.
Hilda se puso seria.
– Vamos, Theodore. siempre has alojado a los maestros. ¿Quién otro la recibirá?
– No lo sé, pero yo no. Por eso quiero hablar con Oscar. ¿Dónde está? Escrutó el horizonte con la vista.
– No lo sé con exactitud- Empezó con el centeno del Oeste esta mañana, pero es difícil saber dónde estará en este momento. Si enfilas en esa dirección, podrías verlo desde el camino.
– Eso haré, pero ella se queda aquí. No vendrá a mi casa, así que bien puede quedarse aquí, contigo, hasta que encuentres otro sitio para ella.
– ¡Aquí! -Hilda se oprimió el pecho con las manos-. Pero si yo no tengo cuartos desocupados, tú lo sabes. No estaría bien meter a la maestra con los chicos. Llévatela tú, Theodore.
– Nooo, señor. Yo no tendré a ninguna mujer en mi casa. Linnea estaba indignada. ¡Cómo se atrevían a tratarla como si fuese el orinal que nadie quería limpiar!
– ¡Basta! -gritó, cerrando los ojos y levantando las manos como un policía-Lléveme de regreso al pueblo. Sí aquí no me quieren, estaré encantada de abordar el próximo tr…
– ¡No puedo hacer eso!
– Mira lo que has hecho. Theodore: has herido sus sentimientos.
– ¡Yo! ¡Oscar fue quien la contrató! ¡Oscar fue el que nos dijo que era un hombre!
– ¡Bueno, entonces habla con Oscar! -Alzó las manos, disgustada, y luego, recordando las regias de cortesía, estrechó la mano de Linnea otra vez y le palmeó los nudillos-. No le preste atención a este Theodore: encontrará un lugar para usted. Lo que sucede es que está preocupado porque está perdiendo tiempo y tendría que estar en los campos ahora que el trigo está maduro. ¡Bueno, Theodore -te ordenó, volviéndose hacia la casa-, ocúpate de esta joven, tal como le comprometiste a hacer! Tras lo cual se apresuró a entrar.
Derrotado, a Westgaard no le quedó más alternativa que emprender la búsqueda de Oscar, llevando junto con él a la muchacha, aunque no quisiera.
Como pasaba con casi todas las granjas de Dakota, la de Knutson era inmensa. Olearon el horizonte por encima de los campos de trigo, de avena y de centeno mientras avanzaban por el camino de grava, pero no había rastros de la cuadrilla ni de la segadora que recorriesen el terreno en uno y otro sentido. Muy erguido, Westgaard escudriñaba ese océano de oro con el entrecejo fruncido, tratando de divisar algún movimiento en el confín más lejano, pero lo único que se movía eran las espigas mismas y una bandada de cuervos vocingleros que volaban sobre sus cabezas trazando recorridos siempre cambiantes para luego aterrizar sobre la avena. La carreta llegó ante un campo segado, con la cosecha apilada hasta donde el ojo alcanzaba. El cereal secándose al sol llenaba el aire chispeante de una dulce fragancia. Con un sutil movimiento de las riendas, Westgaard hizo virar a los caballos y pasaron del camino de grava a un sendero herboso que atravesaba el campo segado. El sendero era irregular, pues estaba destinado principalmente a brindar acceso a los campos. Cuando la carreta se sacudió, Linnea se sujetó el sombrero, que amenazaba caérsele-
Westgaard le lanzó una mirada de soslayo y su boca esbozó una breve semisonrisa, pero la joven tenía la barbilla baja mientras intentaba volver a acomodar el alfiler de sombrero para sujetar el horrible artefacto.
Balanceándose y sacudiéndose por el sendero, llegaron a una pequeña elevación del terreno, y Westgaard canturreó:
– ¡Sooo!
Obedientes, los caballos se detuvieron y los viajeros posaron la vista en la interminable extensión de centeno cortado de Oscar Knutson, al que no se veía por ninguna parte-
Con las riendas en una mano, Westgaard se quitó el sombrero y se rascó la cabeza con la otra, farfulló algo por lo bajo y volvió a encasquetarse el sombrero con gesto irritado.
Le tocó el turno de sonreír a Linnea. "¡Me alegro, este grosero lo merece!", pensó, "Como aceptó quedarse conmigo, ahora tiene que tolerarme, le guste o no".
– Tendrá que venir a mi casa hasta que pueda aclarar esto -se lamentó Westgaard. chasqueando las riendas y haciendo girar a los caballos.
– Iré.
Theodore le lanzó una mirada suspicaz, inquisitiva, pero la muchacha estaba sentada rígida y recatada sobre el asiento de la carreta y miraba adelante. Pero su ridículo sombrero estaba un poco ladeado. Theodore sonrió para sí.
Arrancaron con rumbo al Sur, luego al Oeste- Por todos lados se oía el sonido sibilante del grano seco. Las pesadas cabezas de las espigas se alzaban un momento hacia el cielo y luego su propio peso las hacía hacer reverencias.
Linnea y Theodore sólo hablaron tres veces. Ya hacía casi una hora que viajaban cuando la muchacha preguntó:
– Señor Westgaard, ¿a qué distancia de Álamo vive usted?
– A treinta y dos kilómetros -respondió.
Después todo fue silencio y lo único que se oía era el bullicio de los pájaros, el grano y el ritmo acompasado de los cascos de los caballos- En tres ocasiones vieron máquinas segadoras que reptaban a lo lejos, tiradas por caballos que parecían minúsculos a esa distancia, las cabezas gachas, concentrados en la labor.
Linnea volvió a romper otra vez el silencio cuando, a la derecha, apareció una construcción que otrora fue blanca y que tenía campanario.
Con mirada ansiosa, trató de captar la mayor cantidad de detalles posible: largas ventanas estrechas, peldaños de cemento, un patio plano con un bosquecillo de álamos en el linde, la bomba. Pero Westgaard no aflojaba la marcha de la yunta, que seguía sin interrupciones, y ella, aferrándose del costado de la carreta, estiró el cuello, mientras la construcción se alejaba hacia atrás con demasiada velocidad para que pudiese ver todo lo que quería. Se dio la vuelta para enfrentarlo y preguntó:
– ¿Esa es la escuela?
Sin quitar la vista de las orejas de los caballos, refunfuñó:
– Sí.
¡Qué tipo intratable y terco! Apretó los puños en el regazo, furiosa.
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