– Sobre la mejor manera de integrarla en las empresas que tengo en la actualidad. En ese tipo de cosas.

– Pero… pero no puedes. ¡Marcus, no puedes disolver Colette! ¿Cómo puedes decirme que no habrá recortes en el personal si hay una fusión?

– No puedo hacerte ninguna promesa.

– ¿No puedes o no quieres? -le espetó ella, mientras seguía preparando el café.

Marcus se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros, apretando suavemente mientras bajaba la cabeza y le hablaba al oído.

– Cualquiera de las dos. Ambas. Tú eliges -dijo él, dándole la vuelta-. No quiero hablar de trabajo contigo, Sylvie.

Ella lo miró, con lágrimas en los ojos. La pasión por su empresa se había vuelto a apoderar de ella cuándo volvió a hablar.

– No puedo separar mi vida como tú, en esos pequeños compartimientos -añadió, antes de deslizarse por debajo del brazo de Marcus y dirigirse hacia la habitación-. Voy a buscar unas cuantas cosas. Esta noche, me iré a dormir con Rose. Tú te puedes quedar con mi cama.

Sylvie no se volvió a mirarlo y se metió corriendo en su habitación.


Marcus no hacía más que dar vueltas en el sofá cama de Sylvie. Finalmente, se levantó después de pasar una noche casi en blanco. Suponía que era una estupidez, pero había hablado en serio lo de no querer dormir en su cama sin ella. Aunque todavía no había amanecido, la luz que iluminó la esfera de su reloj le dijo que eran casi las seis y media.

Estaba solo en el apartamento de Sylvie. ¡Maldita sea! Se había hecho muchas ilusiones sobre pasar la noche en su casa, pero dormir solo en un incómodo sofá cama no había sido una de ellas. Agarró las toallas que ella le había preparado antes de marcharse y se metió en el cuarto de baño. Allí, abrió la ducha y se metió debajo, deseando que el agua pudiera llevarse todos sus problemas.

Fusión. En su corazón, sabía que no era aquello lo que había pensado. Colette dejaría de existir cuando hubiera terminado de absorberla entre sus empresas. Se convertiría en joyas Grey, una división de Empresas Grey, o algo por el estilo.

«Es solo un negocio. Un buen movimiento empresarial. Colette ha estado teniendo problemas últimamente. El nombre de Grey volverá a lanzarla». No quiso pensar en el hecho de que habían sido los rumores sobre que Grey fuera a absorber a Colette lo que había hecho bajar el precio de sus acciones. No era culpa suya. Él no había empezado los rumores. Aunque tampoco había hecho nada para suprimirlos. Entonces, Colette había lanzado aquel pleito contra Grey. Y lo habían perdido, porque no habían podido demostrar, tal y como él había sabido, que él tuviera nada que ver con aquellos rumores, aunque casi hubiera deseado que así fuera. Varios inversores se habían puesto en contacto con él antes de que Marcus les hubiera ofrecido comprarles su parte.

Aquellos pensamientos le hicieron pensar en su trabajo. Decidió ir a casa a cambiarse antes de ir a su despacho aquella mañana. Aquello le recordó por qué estaba en aquel apartamento en vez de su espaciosa casa.

Se vistió y se acercó a la ventana. En Youngsville no solía nevar tanto como en otras partes del estado, pero tenía que haber más de treinta centímetros de nieve sobre el suelo. Seguía nevando ligeramente, pero las carreteras estaban limpias. Así conseguiría llegar a su casa y cambiar el Mercedes por un vehículo más apropiado para aquellas condiciones.

Encendió la televisión y puso el tiempo. Habría más nieve aquella noche. Parecía que el invierno había empezado con toda su fuerza.

En la cocina, recalentó el café que Sylvie no se había tomado la noche anterior. No estaba muy bueno, pero él tampoco estaba de buen humor. Se lo acababa de tomar y se estaba poniendo el abrigo cuando la puerta principal se abrió. Sylvie entró lentamente y se detuvo en seco cuando vio que él estaba despierto.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días.

Estaba encantadora, como siempre. Iba ya vestida para su trabajo, con un bonito traje color lavanda que resaltaba más aún su piel color marfil y sus exóticos rasgos. También parecía algo turbada.

– Sobre lo de anoche… -comentó Sylvie.

– Sé que quieres que…

– No. Sé que no es justo que me hables sobre tu negocio -musitó ella-. Siento haberme enfadado tanto contigo anoche, solo que… Por favor, si puedes, analiza con cuidado a todo el personal antes de que empieces con los despidos. Hay muchas personas maravillosas trabajando allí que no se merecen encontrarse sin trabajo por culpa de una vieja deuda.

– No es una vieja deuda -replicó Marcus, impacientemente, aunque sabía que no era así-. Es un negocio. Sin embargo, te prometo que tendré cuidado cuando, y sí, tengo que tomar decisiones de recorte de personal.

– Gracias.

– Creía que no ibas a volver a hablarme nunca -susurró él, tomándola entre sus brazos. Entonces, tras levantarle la barbilla, trató de darle un beso. Sin embargo, ella se zafó antes de que pudiera hacerlo.

– Si fuera lista, no lo haría. No obstante, supongo que no debo de serlo mucho porque no he podido hacerlo.

– Me alegro.

Entonces, la besó posesivamente, con un profundo intercambio que prendió fuego a lo más profundo de su ser.

– Mañana por la noche, tengo entradas para una obra de teatro en el Ingalls Park Theatre. Ven conmigo.

– De acuerdo.

Entonces, Marcus se marchó. Primero fue a su casa y luego a su despacho. Se sentía satisfecho del modo en que estaban progresando las cosas entre ellos.


Había rodeado los hombros de Sylvie con su brazo. Estaban sentados en el palco privado de Marcus, la noche siguiente, viendo una hermosa producción de Canción de Navidad de Dickens. Aunque Sylvie había tratado de concentrarse en la obra, la cercanía de Marcus la distraía constantemente. La palma de su mano le rodeaba el hombro y su dedo pulgar le acariciaba suavemente la piel de cuello.

Debería despreciarse por su debilidad. Debería haber mostrado algo de coraje y haber resistido a la tentación. No debería estar allí con él, implicándose afectivamente con él. Sin embargo, tanto si le gustaba como si no, ya estaba implicada.

Además, si era sincera consigo misma, le gustaba. Mucho. No había salido con muchos hombres a lo largo de sus veintisiete años. Una vez hubo superado sus problemas de infancia y de juventud, se había centrado en sus estudios y, cuando había empezado a trabajar en Colette después de terminar la universidad, se había entregado enteramente a su carrera. No había tenido mucho tiempo para hombres. Tampoco había habido muchos candidatos llamándole a la puerta para que cambiara de opinión. Había llegado a la conclusión de que era demasiado… No sabía cómo definirse. ¿Autosuficiente? ¿Inteligente? ¿Con fuerza de voluntad? Tal vez un poco de todo. Los hombres con los que había salido habían sido cosa de una sola noche. No había salido con nadie una segunda vez, pero no le había importado.

Si Marcus no le volvía a pedir una cita, sí le dolería. Él le hacía sentir cosas que no había experimentado en toda su vida, y no solo eran sensaciones físicas. Pensó en el broche de Rose, e inclinó la cabeza para verlo de nuevo sobre su vestido. Tal vez aquello había sido lo que les había unido…

«Tonta», se dijo. «Es solo una estúpida superstición». Sin embargo, le parecía que Marcus era para ella, de un modo en que nunca había sentido antes. Efectivamente, Marcus era un buen hombre y estaba segura de que, al final, cambiaría de opinión sobre Colette.

Cuando terminó la obra, Marcus la ayudó a ponerse el abrigo y la ayudó a bajar las escaleras.

– ¿Te apetece tomar algo? -le dijo él, al oído.

Sylvie se echó a temblar al sentir su aliento contra la oreja.

– Sí.

Él la agarró de la mano y salieron del teatro. Entonces, se dirigieron a un agradable bar, donde se sentaron en una apartada mesa. Marcus pidió vino para los dos mientras ella se dirigía al tocador.

Cuando regresó, había un hombre muy alto, con un llamativo cabello gris, de pie al lado de la mesa, hablando con Marcus. Él se levantó al ver que Sylvie se acercaba.

– Sylvie, te presento a Kenneth Vance. Kenneth es el director del teatro. Ken, esta es Sylvie Bennett.

– Encantado de conocerla, señorita Bennett.

– ¡Oh! -exclamó ella-. El placer es todo mío, señor Vanee. Hemos visto la obra de su teatro. Fue maravillosa.

– Gracias -respondió Vance, con una sonrisa-, pero puede darle también las gracias a Marcus. Sin sus cuantiosas contribuciones, sería extremadamente difícil ofrecer la calidad teatral que tenemos.

Para sorpresa de Sylvie, Marcus pareció algo incómodo.

– Si no te callas, Ken -dijo -, no te volveré a dar un centavo.

– Entonces, mis labios están sellados -replicó el hombre, con una sonrisa.

Unos pocos minutos más tarde, los dos se montaron en un enorme todoterreno que Marcus conducía en aquella ocasión por la nieve.

– Hmm -comentó Sylvie, mientras se acomodaba en el asiento-. Filantropía. ¿Qué otras causas apoyas?

– Oh, bueno, ya sabes cómo es esto… Se da un poco aquí, otro poco allí…

– Sí, claro. Supongo que tu idea sobre lo que es poco difiere mucho de la mía.

– Me imagino que no son tan diferentes -susurró él, entrelazando los dedos con los de ella-. Tú tienes un corazón muy grande.

– ¿Y has llegado a esa conclusión porque…?

– Hace falta un corazón muy grande para estar tan preocupada por todas las personas con las que trabajas. Admiró esa cualidad tuya.

Aquel hubiera sido el momento adecuado para volver a preguntarle sobre Colette. Sin embargo, Sylvie decidió morderse la lengua.

– El señor Vanee es encantador. ¿Hace mucho que lo conoces?

– Desde hace una década. Está entregado a su teatro. Creo que Ken haría casi cualquier cosa para mantenerlo a flote -comentó Marcus. Entonces, se dio cuenta de que aquello era lo mismo que le ocurría a Sylvie con Colette.

– Parece estar muy comprometido.

– Lo está. En realidad es mi madre la que hizo que me implicara en todo esto. Estuvo en el consejo de dirección durante muchos años, pero ahora prefiere viajar y me sugirió que ocupara su lugar.

Sylvie se sintió inmediatamente muy intrigada. Resultaba difícil imaginarse a Marcus con una madre, imaginárselo de niño. Era tan… masculino. Su personalidad era tan firme y decidida.

– No sabía que tu madre vivía aquí.

– ¿No pudiste sacar esa información del ordenador el otro día, cuando fuiste a mirar?

Sylvie hizo un gesto de burla. Sabía que su madre pertenecía a los Cobham, una importante familia de Chicago. Nada más.

– Yo nací en Youngsville -dijo él-. Mi madre es de Chicago. Conoció a mi padre en una exposición de arte de la ciudad. Cuando se casaron, se instalaron en Youngsville.

– Y empezó Van Arl.

– Efectivamente.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No. Soy hijo único.

– ¿Tienes más familia en la zona?

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? ¿Y cuándo me toca a mí?

– Tú ya me has interrogado. Sabes mucho más de mí que yo sobre ti.

– Es cierto. Bueno, pues esta es la versión abreviada. Mis abuelos ya han muerto. Mi padre murió cuando yo tenía dieciocho años. Mi madre vive a unas pocas manzanas de distancia de mí casa, en un apartamento. ¿Qué más quieres saber?

– No sé… ¿Cuál es tu color favorito?

– El azul -respondió él, riendo-. ¿Y el tuyo?

– El rojo. ¿Cuál es tu tipo de música favorito?

– La clásica. ¿Y la tuya?

– Me gusta toda la música.

– Bien. Otra pregunta. ¿Tienes algún pasatiempo?

– Creo que no. Supongo que soy adicta al trabajo, pero me gusta leer cuando tengo tiempo libre.

– ¿Y qué actividades te gustan?

– Me gusta bailar, pero eso ya lo sabes. Esquiar es divertido y me gusta también nadar. Juego al tenis tres veces por semana después de trabajar, pero eso es más por mantenerme en forma que porque me guste.

– ¿El tenis? Tendremos que jugar en alguna ocasión.

– No. Yo solo juego para divertirme. Tú, por otro lado, eres seguramente una de esas personas a las que no les gusta perder.

– No me gusta que se me lea tan fácilmente.

– Lo siento, pero es que va con el tipo de personalidad típica de los tiburones de las finanzas.

– ¿Es así como me ves? ¿Como un tiburón de las finanzas?

– Bueno, no creo que hayas hecho tu fortuna trabajando por nada o cavando zanjas. Por otro lado, dedicas parte de tu dinero a causas benéficas, así que no careces de buenas cualidades.

– Es un alivio. Sylvie…

– ¿Sí?

– ¿Qué hemos conseguido con esto? Es decir, aparte de conseguir un poco de información trivial sobre el otro.

– ¡No es trivial! Yo creo firmemente en conocer bien a alguien antes… bueno antes de…

Había comenzado la frase antes de pensar en cómo acabarla. Sin embargo, había decidido que no había manera adecuada de hacerlo.