El chico tendió los brazos y fue con Theron como si lo hubiese conocido desde siempre. Theron sonrió, orgulloso, a todo el grupo, mientras Jenny y Daphne se aproximaban poco a poco.

Con un nudo en la garganta, Lorna dijo:

– Es hora de que conozcáis a Jens.

Durante décadas, se repetiría la historia del día en que Jens Harken fue presentado a la familia de Lorna Barnett, y ella a la de él, al aire libre en los jardines del club de yacht, después de que Jens cruzara victorioso la línea de llegada y ganara la Copa Desafío Trienal entre White Bear y Minnetonka. De cómo Lorna se presentó con el hijo vestido de marinero, y cómo Jens y Lorna se besaron a plena luz del día, ante varios cientos de espectadores. Y cómo Gideon y Levinia Barnett los observaban de lejos, después de que Gid perdió la carrera en un barco que se llamaba como su hija. Y cómo Jens Harken, en otro tiempo, había sido ayudante en la cocina de los Barnett. Y que el día de la regata empezó nublado y terminó soleado, como si el cielo mismo bendijera la nueva vida de la pareja. Y que Gideon Barnett, tras haberse rehusado a entregar a Harken la copa el año anterior, por fin cedió e hizo los honores.


Todas las embarcaciones habían llegado. Al fin, la banda dejó de tocar. La sombra moteaba la única copa que quedaba sobre la mesa cubierta de blanco, bajo un gran olmo.

El comodoro Gideon Barnett la puso en las manos de Jens Harken.

– Felicitaciones, Harken -dijo Barnett, ofreciéndole la mano.

Jens la tomó:

– Gracias, señor.

Fue un apretón firme que duró un poco más de lo necesario, convirtiendo en duda la amargura. Si el semblante de Barnett era sombrío, el de Jens no tenía trazas de vanagloria. Este era el abuelo de su hijo. Tanto las facciones como los talentos de Gideon, y quizás hasta su temperamento, pasarían a través de la sangre, tal vez durante generaciones. Sin duda, debía de haber una manera de disolver ese amargo odio.

El apretón de manos terminó.

– Señor, me gustaría que la copa quedara en el club. Ese es su lugar.

Por un momento, Barnett pareció abrumado, pero no tardó en recobrarse y contestar:

– El club la acepta. Es un buen gesto, timonel.

– Pero la tendré el día de hoy, si no hay inconveniente.

– Por supuesto.

Jens se dio la vuelta y alzó la copa bien alto sobre la cabeza. El estallido de aplausos pareció desgarrar la tela que cubría la mesa. Vio a Lorna y a Danny esperándolos… y a Levinia a lo lejos, con aire de sentirse muy poco segura de sí misma, y percibió que el rencor de Gideon Barnett comenzaba a exhibir las primeras fisuras. Entre los dos había pasado una corriente subterránea cuando se estrecharon las manos e intercambiaron las primeras palabras civilizadas en casi dos años. Lo habían hecho delante de muchas personas y, por cierto, podrían hacerlo algún día en privado. No obstante, llevaría tiempo, perdón y que las dos partes se tragaran parte de su orgullo.

Jens bajó de la tarima, apartó de la mente a Gideon y a Levinia Barnett y se encaminó hacia la hija de ambos. Sin embargo, todavía no era el momento. Todos querían tocar el trofeo, después, la tripulación tenía que beber champaña en la copa, y que Tim les tomara fotografías con la copa alzada sobre sus cabezas. Después, Jens se sometió a una entrevista con un círculo de fotógrafos, pero mientras tanto lanzaba miradas a Lorna. El niño se había dormido sobre su hombro. Todavía de pie, con el chico dormido encima, la mejilla contra el pelo rubio, Lorna mantenía la vista clavada con fervor sobre Jens.

Por fin, dio por concluida la entrevista.

– Caballeros, ha sido un día muy largo. -Estrechó las manos y desechó preguntas ulteriores-. Ahora, tengo que celebrarlo en privado. Si me disculpan…

Saludó a los tripulantes, estrechó las manos a todos, terminando con Davin.

En voz queda, Jens le dijo:

– Tal vez no vuelva a casa esta noche.

– Escucha, Jens, Cara y yo… bueno, nos sentimos mal por ocupar tu casa porque tú tienes tu propia familia que…

– No digas una palabra más. Después habrá tiempo para eso. Todavía no dijo si se casaría conmigo. Pero si me sueltas la mano, tengo intenciones de pedírselo.

Davin apretó el antebrazo musculoso de Jens y dijo:

– ¡Adelante!

Por último, Jens se volvió hacia Lorna.

Lo esperaba, balanceando suavemente a Danny, dormido sobre su hombro. Bajo la boca abierta del pequeño se había formado una mancha húmeda sobre el vestido color melocotón, tomando al satén de un tono más intenso. El viento, que hacía rato había amainado, le había soltado el cabello castaño del peinado alto. El sol le había bronceado las mejillas y la frente. En dos años, se había convertido en el motivo más importante que Jens tenía para vivir.

– Salgamos de aquí -dijo, acercándose-. ¿Quieres que lo lleve en brazos?

– Oh, sí, por favor…, pesa mucho.

Jens le dio la copa y tomó al niño dormido, que abrió los párpados un momento y los cerró otra vez sobre el hombro de Jens.

– Dejé una bolsa con pañales debajo de un árbol.

Fueron a buscarla y caminaron, al fin los tres, hacia el camino de grava, con el brazo de Jens sobre los hombros de Lorna.

– ¿A dónde vamos? -preguntó la mujer.

– A cualquier lugar donde estemos solos.

– Pero, ¿a dónde?

Detuvo un coche, y la ayudó a subir.

– Al hotel Leip -ordenó. Después se volvió hacia Lorna y la consultó-: ¿De acuerdo?

Los ojos contestaron antes que los labios:

– Sí.

Dejó la copa en el suelo, entre las rodillas de los dos. El padre acomodó al pequeño en el hueco del brazo izquierdo, tomó la mano de la mujer con la suya libre y la observó: la suya, ancha, áspera y enrojecida por el viento. Los dedos de ella eran finos como sombras, mientras que los suyos eran gruesos y toscos como una cuerda. Se llevó la mano de Lorna a los labios y le besó el dorso, liberado al fin, ahora que podía dar rienda suelta a sus emociones.

– ¡Mi Dios! -susurró, dejando caer la cabeza hacia atrás, sobre el asiento, y cerrando los ojos-. No puedo creer que estés aquí.

Se quedó así un rato, con la mano de Lorna apretada en la suya, frotando la piel suave con el pulgar, oyendo el golpeteo de los cascos del caballo y el roce de las ruedas sobre la grava. Sentía el aire fresco sobre su piel quemada. El pañal empapado del niño le traspasaba los pantalones. Se le ocurrió que si le pedían que describiese el paraíso, siempre describiría ese momento. Abrió los ojos. Lorna tenía el rostro dado la vuelta y se apretaba un pañuelo contra la boca.

Levantó la cabeza y la consoló:

– Eh, eh… -haciéndole girar la cabeza-. ¿Estás, llorando?

Al oírlo, Lorna liberé un sollozo suave y se acurrucó contra él con la mejilla sobre la manga.

– No puedo evitarlo.

– Ya pasó el tiempo de llorar.

– Sí, lo sé. Lo que pasa es que…

No tenía motivos. Soplé, y se secó los ojos arrasados.

– Entiendo. Yo me siento igual. Hemos pasado por un infierno tan duro, que es difícil aceptar el paraíso.

– Sí, algo así.

Viajaron un rato en silencio, pasando bajo el arco de las hayas, que proyectaban vetas verdes y doradas a medida que avanzaba el anochecer. Sentían el olor del lago a rocas mojadas, a algas, a aire saturado de humedad mezclado con olor a caballo, la tibieza del sol en las mejillas izquierdas y el aire fresco en las derechas. Un guijarro saltó y golpeó el coche. Un pájaro sabanero gorjeó a lo lejos. Ladró un perro. El metal del trofeo se había entibiado contra las rodillas de los dos.

En un momento dado, Jens dijo:

– Sin embargo, tu padre me estrechó la mano -como si hubiesen estado hablando al respecto.

– Sí, lo vi.

– Y me felicitó. ¿Sabes una cosa? -Miró hacia abajo, mientras Lorna alzaba la vista-. Aunque lleve un tiempo, creo que superaremos esos obstáculos. Estoy seguro. Algo era diferente. Algo era…

Lo dejó pendiente.

– Algo lo hizo cuestionarse su propia tozudez.

– Eso me pareció.

– Ese algo fue Danny -dijo Lorna.

Contemplaron a su hijo dormido.

– Sí, es probable.

Más tarde, Jens pregunté:

– ¿Hoy tu padre no te dijo nada?

– No.

– ¿Tu madre tampoco?

– No.

Le oprimió la mano y la puso sobre su corazón.

– Pero estoy seguro de que les dolió no hacerlo. Y las chicas, Theron, tu tía Agnes, ¿no quedaron encantados con Danny?

– Sin duda.

No se le ocurrieron más frases de consuelo.

En el hotel Leip, le dijo al empleado:

– Necesitamos dos habitaciones.

– ¿Dos?

El joven de protuberante manzana de Adán y barbilla huidiza pasó la vista del niño dormido en brazos de Jens a Lorna, después otra vez a Jens.

– Sí, dos, por favor.

– Muy bien, señor. Con gusto lo atenderé, en especial porque los invitados a la regata ya se fueron de la ciudad.

Jens firmó el registro primero, y después le pasó la pluma a Lorna.

Firmaron Lorna y Daniel Barnett.

El empleado sacó dos llaves de sendos clavos colgados de la pared, y salió de detrás del escritorio.

– ¿Maletas, señor?

Lorna le entregó la bolsa con pañales con las manijas retorcidas. El muchacho observó el contenido, claramente visible por la abertura pero, sin hacer más preguntas, los condujo a las habitaciones.

Lorna llevó a Danny a la primera. Jens fue a la segunda. En un minuto, regresó a la de Lorna, entrando sin llamar, y cerró con mucho cuidado para no hacer ruido con el pestillo. Lorna había acostado a Danny en la cama y comenzaba a aflojarle la ropa.

– Espera un minuto -murmuré Jens-. Todavía no lo despiertes.

La mujer se irguió y lo miró. Jens dejó las llaves sobre el tocador, atravesé lentamente la habitación y se paré frente a ella. Le tomó la cabeza entre las manos con delicadeza, acarició los pómulos con los pulgares mientras los ojos de ambos se encontraban. Los labios de Lorna estaban entreabiertos, la respiración, rápida y agitada.

– Jens… -susurró, en el instante en que la cabeza de él comenzaba a descender y los brazos la atraían hacia él.

Al fin, al fin el beso que tanto habían anhelado. Desde que la vio en el jardín del club, desde que lo vio navegar en el Manitou hasta el muelle del club, este instante destellaba como una promesa en el horizonte. Se unieron todo a lo largo: bocas, pechos, caderas que buscaban y encontraban a su par. Con las manos y los cuerpos, y murmullos guturales, se apropiaron de lo que se les negó tanto tiempo. Los corazones hambrientos los apretaron más entre sí. Las manos de ella se abrieron sobre la espalda de él, le acariciaron las costillas, se hundieron en el pelo de Jens. Este sostuvo la cabeza de ella en el hueco de las manos, el moño desecho llenándole las manos y derramándose como si la pasión provocara ese desborde. Más, más… no tenían manera de saciarse con ese primer contacto. Apropiarse no fue suficiente: el beso se convirtió en una lucha por lograr lo imposible, embeberse uno en el otro, transformarse en parte del corazón, de la sangre y los músculos del otro. Se enlazaron, se curvaron, hasta que, como dos olas que chocaran, perdieron el sentido de la diferencia entre los dos y se convirtieron en uno.

Jens apartó la boca, le sostuvo la cabeza con las manos y habló en la boca abierta de Lorna.

– ¿Te casarás conmigo?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo, mañana… en cuanto la ley nos lo permita.

– Ah, Lorna, Lorna… -Cerró los ojos con fuerza, y la estrechó contra sí-. Cuánto te amo.

– Yo también te amo, Jens, y siento haberte herido. Me sentí desgraciada sin ti. -Se apartó, le tomó el rostro entre las manos y fue posando los labios en la boca, las mejillas el ojo, la boca, hablando entre la lluvia de besos. Tan desdichada…, tan equivocada…, tan enamorada que mi vida sin ti carecía de sentido… Y ese día que te vi en la casa de la señora Schmitt, que vi a Danny contigo… Oh, mi querido, queridísimo, pensé que prefería morir antes de que te fueras.

– Shhh… después… hablaremos después. Ven aquí.

La alzó y se hundió en una silla tapizada, con Lorna sobre el regazo. Antes de que los pesos se apoyaran, las bocas estaban unidas, y las manos del hombre hacían barridos sobre los pechos, las caderas, el vientre. Subían por la garganta, el pelo, donde comenzó a buscar las hebillas que aún quedaban. Como tenía la mano izquierda sujetándola, lo hizo con torpeza, y la muchacha lo ayudó dejando caer cuatro hebillas al suelo, sacudiendo la cabeza hasta que sintió el cabello suelto, después le enlazó el cuello con los brazos y lo besó como si fuese un melocotón que acaban de pelar. En medio del beso, Jens intentó abrir los botones de la espalda de vestido, pero resultó difícil.

Se impacientó:

– Siéntate. No llego.