En su propia habitación, con la lámpara siseando aún, y rodeado por la parafernalia náutica, Theron Barnett estaba tendido de espaldas en la cama cuya cabecera y pies tenían forma de timón de barco. Apoyaba el flaco tobillo derecho sobre la rodilla izquierda levantada, y tenía la camisa de noche enrollada alrededor de las caderas. En la mano derecha, sostenía unos anteojos de bronce extendidos en su máxima longitud. Los movía en el aire haciendo sonidos de flatulencias con la boca, al mismo tiempo. El invierno pasado, había estudiado la Guerra Civil, y estaba fascinado con la batalla entre el Monitor y el Merrimack.
– ¡Prrr!
Imitando un motor, hizo sumergirse y girar los anteojos hasta que los brazos le quedaron colgando por el lateral de la cama de cara al suelo, con la barbilla incrustada en el borde del colchón. Alzó los pies descalzos, los agité, los cruzó, canturreé un poco y se puso a juguetear con los anteojos abriéndolos y cerrándolos una y otra vez. De repente, se incorporé, se arrodillé en medio de la cama y, guiñando un ojo, miró por el catalejo de bronce al papel de la pared: ante sus ojos se cernía un bergantín con las velas plegadas.
– ¡Ah, del barco! ¡El bergantín fueron diez grados a proa!
No tenía idea de lo que significaban esas palabras. Hizo girar los anteojos alrededor del cuarto y descubrió una armada completa rodeando su navío.
– ¡Hombres, a la artillería! ¡Todos a cubierta!
Una descarga de artillería disparé a su barco y Theron cayó, con los párpados cerrados y trémulos, sus dedos se aflojaron y soltaron los prismáticos.
Cuando cayó exhausto sobre la cama deshecha, oyó las risitas de sus hermanas en el cuarto vecino. Se puso de pie sobre la cama, tomó el brazo de la lámpara de gas, la apago, fue de prisa a la ventana y abrió la cortina, probando los prismáticos en' la ventana de sus hermanas que daba a la bahía, y que se encontraba en la misma fachada que la suya propia. Pero la ventana de las hermanas estaba oscura, y no pudo ver otra cosa que cortinas blancas y el vidrio negro.
Desilusionado porque él, Black Barnett, el temido y odiado espía yanqui, esa noche no presenciaría ninguna artimaña, dejó los prismáticos sobre el asiento de la ventana y se encaminó hasta la cama, bostezando.
El ritual de los domingos por la mañana en Rose Point Cottage comenzaba a las ocho con el desayuno, y seguía con la Iglesia, a las diez. Lorna se despertó a las seis y media, se incorporó, miró el reloj y saltó de la cama.
La señora Schmitt había dicho que los criados quedaban libres en cuanto terminase el desayuno, y eso significaba que tendría que acorralar a Harken antes de las ocho, si quería que le respondiese a sus preguntas.
A las siete cuarenta y cinco, ya vestida y peinada como para ir a la Iglesia, Lorna entró otra vez en la cocina por la escalen trasera de los criados. Glynnis, la doncella que servía en el comedor, acababa de volver de la despensa con una pila de platos limpios. La señora Schmitt estaba preparando los huevos; la ayudante pelirroja exprimía espinacas en un tamiz, y la otra picaba hierbas sobre la tabla de picar. Harken, apoyado sobre una rodilla, troceaba el hielo con una picadora.
– Discúlpeme -dijo Lorna, deteniendo otra vez todas las acciones.
Tras el primer sobresalto, la señora Schmitt recuperó el habla.
– Lo siento, señorita, el desayuno aún no está listo. Pero estará sobre la mesa a las ocho en punto.
– Oh, no vine por el desayuno. Quiero hablar con Harken.
Harken dejó caer una astilla de hielo en un cuenco de cristal, y se levantó lentamente, secándose la mano en los pantalones.
– ¿Sí, señorita? -dijo con cortesía.
– Quiero que me explique cómo puede ganar mi padre la carrera el año que viene.
– ¿Ahora, señorita?
– Sí, si no le molesta.
Harken y la señora Schmitt intercambiaron miradas antes de que los ojos de la mujer se posaran en el reloj.
– Bueno, señorita, me encantaría, pero ahora Chester todavía no ha vuelto y tenemos que terminar de preparar el desayuno a las ocho, y tengo que ayudar a la señora Schmitt.
Lorna también dio un vistazo al reloj.
– Oh, sí, qué tonta soy. Entonces, quizá pueda más tarde. Seguirá siendo importante.
– Por supuesto, señorita.
– ¿Después de la Iglesia?
– En realidad… eh…
Se aclaró la voz y pasó el peso de un pie a otro. Rodeó con el pulgar el extremo aguzado de la picadora del hielo.
La señora Schmitt reanudó la preparación de los huevos y señaló:
– Es su día libre, señorita. Pensaba ir a pescar. Chicas -les dijo a las criadas-, terminen con esas hierbas y con la espinaca, vamos, dense prisa.
Las dos muchachas empezaron a meter las espinacas en moldes con forma de barcos, y Lorna comprendió que estaba estorbándolos. Le dijo a Harken:
– Oh, claro, no me atrevería a molestarle en su día libre. Pero quisiera oír más acerca de su plan. Sólo llevará unos minutos. ¿Irá a pescar aquí, en el lago?
– Sí, con el señor Iversen.
– ¿Con nuestro señor Iversen? ¿Se refiere a Tim?
– Sí, señorita.
– ¡Eso lo arregla todo! En cuanto regresemos de la Iglesia, conduciré el laúd, el barco pequeño, hasta el barco de Tim, y así podremos hablar unos minutos y a usted le quedará toda una tarde de pesca. ¿No le parece agradable?
– Sí, por supuesto, señorita.
– Entonces, estamos de acuerdo. Lo veré en el barco de Tim en cuanto pueda escapar.
Cuando Lorna se fue, la señora Schmitt lanzó a Harken una mirada de soslayo. Estaba batiendo salsa de queso y la doble papada se movía como las barbas de un pavo.
– Será mejor que te fijes en lo que haces, Jens Harken. Casi pierdes el empleo en esta semana; esta vez, lo perderías seguro. Y yo no podré salvarte.
– Pero, ¿qué tendría que haber hecho? ¿Rechazarla?
– No sé, pero ella es el ama, y tú el criado, y nunca deben mezclarse. Será conveniente que no lo olvides.
– No vamos a escabullimos para vemos en secreto. A fin de cuentas, Iversen estará ahí.
La señora Schmitt resopló y dejó con un golpe la cuchara de madera.
– Lo único que digo es que tengas cuidado con lo que haces, jovencito. Tienes veinticinco, y ella dieciocho, y no está bien visto.
En el desayuno, Lorna sufrió una leve desilusión al ver que Glynnis servía el café en lugar de Harken. Esa mañana, papá y mamá estaban especialmente silenciosos. Jenny, Daphne y Theron parecían letárgicos por haberse acostado tan tarde la noche anterior. La tía Henrietta estaba concentrada indicándole a la tía Agnes cuánto debía comer, que tuviese cuidado con la salchicha muy condimentada pues, si comía mucho, le produciría dispepsia. Como de costumbre, la tía Agnes charlaba con el personal.
– Caramba, gracias. Glynnis -dijo, cuando esta le sirvió el café-. ¿Cómo está hoy tu diente?
Levinia lanzó una mirada severa a Agnes, que no la vio, y le sonrió a la muchacha de toca y delantal blancos. No tenía más de dieciocho años, el rostro picado de viruelas, y la nariz que parecía un bollo inflado.
– Mucho mejor, gracias.
– ¿Tiene noticias de Chester?
– No, señora, desde que se fue, no sé nada.
– Qué pena que el padre esté enfermo.
– Sí, señora, pero es viejo. Chester dice que tiene setenta y siete.
Levinia se aclaró la voz, alzó la taza y la depositó con fuerza sobre el platillo.
– Glynnis, si no te mueves con esa cafetera, se me enfriará el desayuno.
– Oh, sí, señora.
Glynnis enrojeció y se apresuró a continuar las tareas.
Cuando salió, Henrietta regañó a su hermana:
– Por el amor de Dios, Agnes, me gustaría que controlaras tu impulso de conversar con las criadas. Es muy embarazoso.
Agnes la miró con expresión inocente.
– No sé por qué. Sólo le preguntaba a la pobre chica por su dolor de muelas. Y en cuanto a Chester, estuvo con nosotros muchos años. ¿No te importa que su padre esté enfermo?
Levinia dijo:
– Claro que nos importa, Agnes. Lo que quiere decir Henrietta es que no tenemos que conversar con los criados durante el desayuno.
Agnes replicó:
– Tú no, Levinia, pero a mí me gusta hacerlo. Esa Glynnis es una chica muy gentil. Por favor, Daphne, pásame la manteca.
Levinia alzó una ceja e intercambió una mirada con Henrietta.
Lorna fue al aparador y cuando se sirvió más frutas echó una segunda mirada al cuenco de cristal con hielo que estaba debajo, recordando a Harken de rodillas picándolo con la picadora, unos minutos atrás. Al volver a la mesa, dijo:
– Si nadie usará el laúd, me gustaría llevármelo, al volver de la Iglesia. ¿Puedo, papá?
Hasta el momento, Gideon no había dicho palabra. En ese momento, sin levantar la vista del plato donde cortaba y pinchaba un trozo de salchicha, dijo:
– Lorna, sabes que no apruebo que las mujeres naveguen.
Se metió la salchicha en la boca, engrasándose el bigote.
Lorna lo contempló, y se esforzó por conservar la calma. Si fuera por él, debería estar siempre con corsé, sentada a la sombra contemplando cómo se iba la vida, igual que mamá, y si bien podía discutirle, con su padre era mejor la persuasión. Mientras creyese que él tenía la última palabra, las mujeres de la casa tendrían una posibilidad de salirse con la suya.
– Me quedaré cerca de la orilla, y no saldré sin sombrero.
– Bueno, me imagino que usarás sombrero -intervino la tía Henrietta-. ¡Con un alfiler afilado!
La tía Henrietta jamás dejaba de advertir a sus sobrinas que siempre llevaran un alfiler con buena punta. Sostenía que era la única arma, y Lorna se preguntaba con frecuencia qué hombre en su sano juicio había hecho creer alguna vez a su tía que necesitaba semejante arma. Más aún, ¿qué hombre haría pensar así a Lorna en medio del lago White Bear, una tarde dominical de sol radiante?
– Me cercioraré de que sea afilado -aceptó con falsa sumisión-. Y estaré de regreso en casa a la hora que tú digas.
Gideon se limpió el bigote y observó a su hija mientras agarraba la taza de café. Lorna se dio cuenta que estaba de mal humor.
– Puedes llevarte el bote de remos…
Cuando Gideon, por indiscreción de Theron, se enteró de que Lorna había obligado a uno de los muchachos, Mitchell Armfield, a que le enseñara a navegar en el falucho, tuvieron un terrible altercado.
– ¡El bote de remos…! -gimió-. ¡Pero, papá…!
– El bote, o nada. Dos horas. Y llevarás salvavidas. Si llegaras a volcar, con esas faldas te irías derecho al fondo como si tuvieses un anda.
– Sí, papá -admitió. Y le dijo a la madre-: Se me ha ocurrido que, si te parece bien, podría llevar un canasto para comer en el bote.
Como el domingo sólo estaban los criados imprescindibles y las comidas del mediodía y de la noche estaban constituidas por alimentos fríos, era el día más conveniente para eso.
– Está bien -aceptó Levinia-. Pero me preocupa que estés en el agua tú sola.
– ¡Yo puedo acompañarla! -intervino Theron, esperanzado.
– ¡No! -exclamó Lorna.
– ¡Por favor, mamá! ¿Puedo?
Debajo de la mesa, Theron, ansioso, juntó las rodillas.
– Madre, lo llevé conmigo a la ciudad esta semana, aunque hubiese preferido ir sola, y fue con Taylor y conmigo la otra noche, al concierto de la banda. ¿Tengo que llevarlo otra vez?
– Lorna tiene razón. Esta vez, puedes quedarte en casa.
Lorna exhaló un suspiro de alivio y se apresuró a terminar el desayuno antes que los demás.
– Voy a avisar a la señora Schmitt.
Bebió el último sorbo de café y salió de prisa antes de que alguien cambiase de idea.
Jens Harken estaba en la cocina cuando Lorna asomó otra vez la cabeza por allí. Estaba de rodillas junto a la caja para el hielo quitando el recipiente en que se recogía el agua. Cuando la puerta del pasillo se abrió, alzó la vista y se encontró con la de Lorna. Los ojos eran tan azules como ella los recordaba, el rostro apuesto, los hombros anchos.
Se levantó, sosteniendo el ancho recipiente con agua que se balanceaba, y le dirigió un saludo silencioso con la cabeza mientras se dirigía a la puerta trasera para arrojar el agua al jardín.
– ¿Señora Schmitt? -llamó Lorna, tratando de atisbar por la rendija de la puerta.
La cocinera vino corriendo desde la despensa, donde estaba contando la cubertería de plata, en ausencia de Chester.
– Oh, señorita, es usted otra vez.
– Sí.
Lorna le lanzó una sonrisa, al comprender que lo que iba a pedir acortaba las pocas horas libres de que gozaba el personal de la cocina por semana. Harken estaba de vuelta y se arrodillo para poner otra vez la fluente.
– ¿Podría prepararme un cesto antes de irse? Unas pocas cosas del buffet del mediodía que pueda llevarme en el bote.
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