El hijo de Lisa, en cambio, tendría un abuelo joven, apuesto, recién divorciado, que vivía en White Bear Lake, y como abuela a una mujer de negocios, demasiado ocupada para cocinar pastelitos, que vivía en Stillwater.
Desde su divorcio Bess lamentaba con frecuencia la pérdida de la tradición y la unidad familiar, pero nunca tanto como esta noche, en que pensaba en el advenimiento de una nueva generación. Había conocido a sus abuelos, Molly y Ed LeClair, los padres de su madre, que habían muerto cuando ella estudiaba en el instituto. Al recordarlos se entristeció, ya que durante su infancia ellos habían vivido en Stillwater; en una casa sobre North Hill, a la que Bess iba en bicicleta para hurgar en el frasco de las galletitas de la abuela Molly u observar cómo el abuelo Ed pintaba sus pajareras. El anciano conocía trucos para atraer a las aves y se los había enseñado; una casita de techo inclinado, sin percha, con el fondo separable. En verano, sobre los jardines de la abuela Molly, siempre había pájaros revoloteando.
Los tiempos habían cambiado. El hijo de Lisa tendría que visitar a su abuela en su despacho, y a su abuelo sólo cuando tuviera edad suficiente para conducir.
Por otra parte, los pájaros habían desaparecido de Stillwater.
Bess suspiró y se apartó de la ventana. Se quitó el traje y lo dejó sobre el sofá. Vestida sólo con la blusa, las braguitas y las medias de nailon, encendió el fuego de la chimenea del comedor de diario, se sentó en el suelo y clavó la vista en las llamas. Se preguntó qué pensaría Michael acerca de convertirse en abuelo; dónde estaría Randy; qué clase de marido sería Mark Padgett; si Lisa en verdad lo amaba; si lograría soportar esa charada que Lisa le pedía que representara.
Sonó el teléfono y Bess miró su reloj de pulsera. Eran más de las once. Se acercó al teléfono, que descansaba en una mesa de vidrio que había entre dos sillas bajas de respaldo redondo y descolgó el auricular.
– ¿Diga?
– Hola.
– ¡Ah, hola, Keith!
Levantó la vista hacia el techo y se colocó un mechón detrás de la oreja.
– Has regresado tarde a casa.
– Hace apenas unos minutos.
– ¿Y bien? ¿Qué tal la cena con Lisa?
Bess se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el respaldo.
– Me temo que no muy bien.
– ¿Por qué?
– Lisa me invitó para algo más que una simple cena.
– ¿Para qué más?
– ¡Oh, Keith! He estado llorando…
– ¿Qué pasa?
– Lisa está embarazada.
Keith dejó escapar un silbido.
– Quiere casarse dentro de seis semanas -añadió Bess.
– ¿Con el padre de la criatura?
– Sí. Se llama Mark Padgett.
– Recuerdo que alguna vez lo has mencionado.
– Mencionarlo, eso es todo. ¡Hace menos de un año que lo conoce!
– ¿Y qué hay de él? ¿También quiere casarse?
– Dice que sí.
– Entonces no entiendo… ¿Cuál es el problema?
Ese era uno de los inconvenientes de Keith: por lo general no comprendía sus problemas. Hacía tres años que salían juntos, y en todo ese tiempo nunca se había mostrado comprensivo cuando ella lo necesitaba. En particular se mostraba intolerante con sus hijos, lo que a menudo la irritaba. Él no tenía hijos, y algunas veces ese hecho creaba un abismo entre ellos que Bess no estaba segura de poder sortear jamás.
– El problema es que yo soy su madre. Quiero que se case por amor, no porque las circunstancias lo exijan.
– ¿Ella lo ama?
– Dice que sí, pero ¿cómo…?
– ¿Él la ama?
– Sí, pero…
– Entonces ¿por qué estás tan alterada?
– ¡Eso no lo soluciona todo, Keith!
– ¿Estás alterada porque te vas a convertir en abuela? ¡Eso es una estupidez! Nunca he logrado entender a la gente que se trastorna tanto por esas zarandajas…, por cumplir treinta años, o cuarenta, o por convertirse en abuelos. Me resulta bastante ridículo. Lo que importa es mantenerse activo y sano, sentirse joven por dentro.
– ¡No estoy alterada por eso!
– Bueno, entonces ¿por qué?
Arrellanada en la silla, con la barbilla apoyada en el pecho, Bess contestó:
– Michael también estaba allí.
Se produjo un breve silencio.
– ¿Michael?
– Lisa lo organizó todo, nos invitó a los dos y después salió del apartamento con una excusa para que nos viéramos forzados a hablar.
– ¿Y?
– Fue infernal.
– Bess, quiero ir a verte -dijo Keith con resolución tras una pausa.
– Son más de las once -repuso Bess.
– Esto no me gusta.
– ¿Qué haya visto a Michael? ¡Por el amor de Dios! En seis años no he mantenido una conversación civilizada con ese hombre.
– Tal vez no, pero ha bastado una sola noche para alterarte. Deseo verte.
– Keith, por favor…, tardarás una media hora en llegar aquí, y yo debo estar mañana temprano en el despacho para atender unos asuntos de contabilidad, Créeme, no estoy alterada.
– Has dicho que has estado llorando.
– No por Michael, sino por Lisa.
Por el silencio de Keith, ella previó su reacción:
– Me estás rechazando otra vez, Bess. ¿Por qué lo haces?
– Por favor, Keith, esta noche no. Estoy cansada y supongo que Randy llegará pronto a casa.
– No pienso quedarme toda la noche.
Aunque Bess y Keith mantenían relaciones íntimas, ella había establecido desde el principio que, mientras viviera con su hijo, él no dormiría nunca en su casa. A Randy ya le había afectado bastante la canita al aire de su padre. Aunque el muchacho podía suponer que tenía una relación amorosa, nunca se lo confirmaría con hechos.
– Keith, ¿podríamos reanudar esta conversación en otro momento? Créeme, he tenido un día muy duro.
Keith dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Está bien -concedió-, sólo te llamaba para saber si querías cenar conmigo el sábado por la noche -añadió con acritud.
– ¿Estás seguro de que todavía lo deseas?
– Bess, a veces no entiendo por qué continúo contigo.
– Lo siento, Keith -se disculpó contrita-. Sí, por supuesto, me encantaría salir a cenar el sábado. ¿A qué hora?
– A las siete.
– ¿Voy con mi coche?
Keith vivía en St. Paul, a unos cincuenta kilómetros, y sus restaurantes favoritos se hallaban en esa zona.
– Ven a mi casa. Luego conduciré yo.
– De acuerdo. Ah, Keith…
– ¿Qué?
– Lo siento mucho, de veras.
Bess oyó el suspiro que Keith exhaló.
– Lo sé.
Después de colgar el auricular, Bess permaneció largo rato inclinada en la silla, con las puntas de los pies apoyadas en el suelo, los codos en las rodillas, la vista fija en el fuego de la chimenea. ¿Qué pretendía de Keith? ¿Lo utilizaba para escapar de su soledad? Un día, tres años atrás, él había entrado en su negocio cuando ella llevaba tres años sin un hombre; tres años en los que sus intentos por mantener relaciones ocasionales habían sido fallidos; tres años en los que había opinado que todos los hombres deberían estar en el fondo del mar. Entonces apareció Keith, un vendedor de telas, que arrastró hacia el interior del local una enorme caja de muestras de un metro por cincuenta centímetros y anunció que trabajaba en Robert Allen Fabrics y que ella había decorado el hogar de sus mejores amigos, Sylvia y Reed Gohrman; necesitaba hacer un regalo a su madre para el día de la Madre y, si ella quería echar un vistazo a las muestras mientras él examinaba su mercadería, tal vez ambos encontraran algo que les gustara. Si no, se iría y no volvería a verlo nunca más.
Bess se había echado a reír; Keith también. Al final compró un florero de cuarenta dólares, decorado con rosas de cristal, y ella lo envolvió para regalo.
– Su madre estará encantada.
– Mi madre nunca está encantada con nada -repuso él-. Es muy probable que venga para cambiarlo por esas tres ranas que sostienen esa esfera de vidrio.
– ¿No le gustan a usted?
Keith observó las tres repugnantes ranas de bronce, cubiertas por una pátina verde y con las patas delanteras levantadas sobre la cabeza para aguantar una bola de vidrio claro. Arqueó una ceja e hizo una mueca.
– Bueno, ésa es una pregunta intencionada, y usted todavía no me ha dicho qué le parecen mis muestras.
Ella las había mirado y le habían gustado. Keith le había asegurado que su compañía mantenía un riguroso control de calidad, retiraba de inmediato las telas defectuosas, proveía muestras gratis en lugar del catálogo completo -lo que requería que los dueños de los negocios firmaran un contrato por un año y aceptaran abonar todas las piezas- y permitía aplazar los pagos.
Bess quedó impresionada, y Keith se marchó consciente de ello.
Una semana después la llamó para preguntarle si le apetecía salir con él y sus amigos Sylvia y Reed Gohrman. A ella le atraía su estilo. Además, necesitaba una cita, y la presencia de amigos comunes le garantizaba que no tendría que luchar a brazo partido al final de la noche.
Él se había comportado con impecable cortesía: ninguna indirecta, ninguna insinuación sexual, ni siquiera un beso de despedida hasta el segundo encuentro. Se vieron durante seis meses antes de que la relación se convirtiera en íntima y a renglón seguido le pidió que se casara con él. Por espacio de dos años y medio, ella le dijo que no. Por espacio de dos años y medio, él se mostró cada vez más frustrado por su negativa. Bess intentó explicarle que no estaba dispuesta a correr otra vez ese riesgo, que sacar adelante su negocio se había convertido en su principal fuente de realización personal, que todavía tenía problemas con Randy y no quería imponérselos a un marido. La verdad era que no lo amaba lo suficiente.
Keith era agradable (un calificativo demasiado vago pero certero para describirlo), pero cuando estaban juntos ella sólo sonreía, nunca rebosaba de júbilo. Cuando la besaba, se sentía confortada, nunca apasionada. Cuando hacían el amor, quería la luz apagada, no encendida, y cuando terminaban insistía en irse a su casa, a su cama, para dormir sola.
Por supuesto, los hijos de Bess constituían otro problema. Keith había estado casado muy poco tiempo, cuando tenía algo más de veinte años y, al no tener hijos, siempre se mostraba un poco celoso de Lisa y Randy y un tanto egoísta en su manera de encarar muchos conflictos. Si Bess rechazaba una cita a causa de un compromiso previo con Lisa, se ofendía. Consideraba ridículo que no le dejara pasar la noche en su casa, dado que Randy tenía diecinueve años y no era tonto.
Había algo más… El codiciaba su casa.
La primera vez que entró en ella, se había quedado parado ante las puertas correderas de vidrio, contemplando el río y suspirando. «¡Qué maravilla…! -había exclamado-. Me entran ganas de poner una tumbona aquí y no moverme jamás.»
En primer lugar, Bess odiaba las tumbonas. Además sintió cierta irritación ante la mera sugerencia de que él se instalara en su hogar. Por un instante estuvo incluso en un tris de argüir que aún pertenecía a Michael. Después de todo era su ex esposo quien había pagado la vivienda y la había ayudado a amueblarla y decorarla. ¿Cómo se atrevía ese advenedizo a plantearse la posibilidad de usurpar el sitio que siempre había sido el favorito de Michael?
Había muchas facetas de Keith que le disgustaban, de modo que no podía evitar preguntarse por qué seguía viéndolo.
La respuesta era simple: se había convertido en un hábito y, sin él, se sentiría mucho más sola.
Suspiró y se acercó a la chimenea, retiró la pantalla metálica, movió los leños y miró cómo se elevaban las chispas. Se sentó frente al hogar, con los brazos alrededor de las rodillas.
Oh, Lisa, no empeores el error que ya has cometido, pensó. No es grato contemplar el fuego sola, deseando que las cosas hubieran sido diferentes.
Sintió un calor intenso y las braguitas de nailon parecían atraparlo y extenderlo sobre su piel. Hundió la frente en sus brazos. La casa estaba silenciosa y fría. Nunca había sido muy acogedora después de la marcha de Michael. Era su hogar y nunca renunciaría a él, pero debía reconocer que era triste, solitario.
Fuera habían desaparecido casi todas las luces del otro lado del río. Se levantó y se dirigió al comedor principal, deslizó los dedos por el respaldo de las sillas al pasar, atravesó una arcada que conducía al salón, que se extendía por toda el ala este de la casa, con la vista del río al fondo y una panorámica de la calle al frente. En un rincón había dos grandes ventanales y, en las sombras, un piano majestuoso, negro, brillante, silencioso desde que Lisa había llegado a la mayoría de edad y se había independizado. Sobre él reposaban retratos familiares enmarcados, que todos los jueves la asistenta retiraba para limpiar el polvo. En Navidad, un arreglo de globos de vidrio rojo y ramas verdes los desalojaba. Era la única función del piano.
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