Gwen y Robert parecían felices y relajados, sentados juntos, hablando en voz baja, cuando no reían con sus anfitriones, mientras jugaban al mentiroso, o cogidos de la mano, sin decir nada, contemplando el Mediterráneo, abstraídos en sus pensamientos, muy cerca el uno del otro. Pascale y Diana los miraban de vez en cuando. La primera seguía insistiendo en que era una vida a la que Robert no se adaptaría nunca, ni querría hacerlo. Era demasiado jet set para él, especialmente si se pensaba en lo sensata que había sido la vida compartida con Anne. Sencillamente, no eran esa clase de personas, pero Robert parecía estar pasándolo bien y se le veía tan cómodo hablando con Henry y con su fabulosa esposa o con los otros dos actores a bordo como con los viejos amigos que había traído con él.

Eric estaba claramente impresionado por Cherie, igual que John. Les había dejado sin habla cuando se quitó la parte de arriba del biquini y siguió charlando con ellos como si tal cosa. Era ciertamente la costumbre en Francia, pero ninguno de los dos estaba preparado para el efecto que tendría en ellos.

A la hora de la cena, todos estaban extremadamente cómodos unos con otros y cuando, finalmente, el bote los llevó de vuelta a Coup de Foudre, Diana dijo que se sentía como Cenicienta mientras veía cómo los lacayos volvían a ser ratones y la carroza, una calabaza.

– ¡Guau! ¡Vaya día! -Pascale tenía la mirada perdida en el horizonte mientras uno de los miembros de la tripulación del Talitha G la ayudaba a bajar desde el bote a su diminuto muelle.

Los tres actores del barco la habían colmado de atenciones y detestaba tener que marcharse. Se moría de ganas de contarle a su madre a quién había conocido y en qué yate había estado. Se sentía como una reina por un día.

– Te deja sin aliento, ¿eh? -le dijo Eric a John mientras servía vino para todos en la sala de la villa-. Vaya vida que llevas -le dijo a Gwen, admirándola todavía más por no jugar a hacerse la estrella.

En cierto sentido, verla con sus amigos había puesto las cosas en perspectiva. Pero a Robert le gustaba eso de ella, el hecho de que estuviera tan a sus anchas con los amigos de él como con los suyos propios y que no se diera aires de importancia. Se había dado cuenta de ello la primera vez que la vio y el tiempo que había pasado con ella desde entonces se lo había confirmado.

Por una vez, Diana y Pascale tenían muy poco que decir y la forma en que la miraban parecía haber cambiado sutilmente. De ninguna manera la habían aceptado, solo porque conociera un montón de estrellas de cine, pero estaban dispuestas a reconocer, por lo menos en privado, que quizá había más en ella de lo que al principio habían sospechado. No podía negarse que Robert parecía muy feliz. Sin embargo, seguían sintiendo una abrumadora necesidad de protegerlo. De qué, ya no estaban tan seguras, pero ambas seguían igualmente convencidas de que Gwen no podía ser tan buena y sincera como parecía. Pero ahora resultaba más difícil asignarle intenciones perversas. No había ninguna razón para que estuviera con Robert, excepto que le importaba de verdad.


Aquella noche, Robert y Gwen se fueron a tomar algo en la ciudad, en el Gorilla Bar, y se demoraron un rato en la discoteca. De camino a casa, él la besó de nuevo, como había hecho antes, y le dio las gracias por el maravilloso día que les había ofrecido a todos ellos, presentándoles a sus amigos, y se echó a reír al recordar la cara de John cuando Cherie se quitó la parte de arriba del biquini.

– ¡Te relacionas con gente muy lanzada! -comentó.

Ella asintió sonriendo y al hacerlo pareció todavía más joven.

– Son muy divertidos, en pequeñas dosis. -Las personas con las que habían estado aquel día eran todos buenos amigos suyos, pero mucha de la gente de Hollywood no la atraía en absoluto. Había mucha más sustancia en ella-. Hace falta más que eso para que la vida sea interesante, me temo. Y si te dejas, esa vida acaba estropeándote.

Estaba claro, por lo menos a ojos de Robert, que eso no le había pasado a ella. La admiraba enormemente por ser quien era.

– ¿No te aburres con estos viejos amigos míos?

Para empezar, eran todos bastante mayores que ella y sus vidas eran mucho más vulgares. Especialmente la suya, pensaba Robert, que era lo bastante sensato para no verse como una figura romántica. Pero lo más importante era que ella lo veía así y mucho. Gwen no había conocido nunca a nadie que la impresionara tanto, a quien admirara tanto. Ya antes de ir a Saint-Tropez, se había dado cuenta de que se estaba enamorando de él. Las buenas noticias eran que él parecía corresponder a sus sentimientos.

– Me gustan tus amigos -dijo tranquilamente, mientras volvían en coche a casa-. No creo que yo les guste mucho, pero puede que lo superen. Me parece que lo único que quieren es ser leales a Anne. Quizá con el tiempo, comprenderán que no estoy tratando de ocupar el lugar de nadie, de que me gusta estar contigo -dijo con una sonrisa y él se inclinó para besarla otra vez.

– Haces que me sienta muy afortunado -dijo él.

Todavía se debatía consigo mismo, pensando en Anne, en lo mucho que la había amado, en lo diferente que era de Gwen y en los muchos y maravillosos años que habían pasado juntos. Pero ya no estaba allí, por mucho que él lo lamentara. Trataba de decirse que tenía derecho a que hubiera alguien en su vida, aunque no fuera alguien tan deslumbrante como Gwen. No podía imaginar que ella quisiera estar con él mucho tiempo, aunque solo fuera porque le llevaba veintidós años, lo cual a él, si no a ella, le parecía mucho. Ella nunca había parecido intimidada por la diferencia de edad.

– Soy yo la afortunada -dijo Gwen mientras conducían bajo la luz de la luna-. Eres inteligente, divertido, increíblemente atractivo y una de las mejores personas que he conocido nunca -dijo mirándolo y él sonrió cohibido.

– Dime, ¿cuántas copas has bebido, exactamente? -le preguntó bromeando.

Ella se echó a reír y le acarició el brazo. Siguieron dando botes por el camino lleno de baches y un momento más tarde, él detuvo el coche, la cogió entre sus brazos y la besó como es debido; luego entraron en la casa, cogidos de la mano, procurando no hacer ruido para no despertar a los demás. La dejó frente a su habitación, con un beso prolongado, y cuando entró en su propio dormitorio, se detuvo y fijó la mirada en la foto de Anne que había encima de la mesita de noche. Se preguntó qué pensaría ella de todo aquello, si opinaría que era un viejo bobo o si desearía que le fuera bien. No estaba del todo seguro. Ni siquiera estaba seguro de lo que él mismo sentía, pero cuando no le daba demasiadas vueltas, tenía que admitir que era más feliz con Gwen de lo que nunca hubiera creído posible. Sin embargo, tenía que recordarse constantemente que no iba a ninguna parte, que era solo una fase divertida de su vida, que los otros le recordarían para tomarle el pelo durante muchos años y que él recordaría mucho tiempo.

Cuando se metió en la cama, permaneció despierto, preguntándose en qué estaría pensando Gwen en su habitación. Se moría de ganas de llamar a su puerta y besarla de nuevo, pero no se atrevía y seguía teniendo miedo de permitirse hacer algo más que besarla. Sabía que si lo hacía, sentiría que Anne lo estaba observando. Lo último que quería era traicionar a ninguna de las dos.

Se quedó dormido y soñó con las dos, en un sueño embrollado donde veía a Anne y a Gwen paseando por un jardín cogidas del brazo y sus amigos lo señalaban con dedos acusadores y le gritaban algo ininteligible. Era un sueño perturbador y se despertó varias veces. Cuando volvió a dormirse, soñó con Mandy. Sostenía la foto de su madre en las manos y lo miraba con tristeza.

– La echo mucho de menos -decía suavemente.

– Yo también -respondía él, llorando en su sueño.

Esta vez, cuando se despertó, tenía la cara húmeda de lágrimas. Se quedó en la cama mucho rato después, pensando en Anne y luego en Gwen.

Lo sobresaltó un golpecito en la puerta. Se puso un par de pantalones caqui y le sorprendió ver a Gwen. Todavía era temprano y no había oído levantarse a los demás.

– Buenos días -dijo ella en voz baja-. ¿Has dormido bien? No sé por qué, pero estaba preocupada por ti.

Estaban en el rellano, hablando, y ella estaba muy hermosa, descalza, con un camisón y una bata blancos.

– He tenido unos sueños extraños de Anne y tú andando por un jardín.

Ella pareció sobresaltarse al oírlo.

– ¡Qué cosa tan rara! Yo he soñado lo mismo. He estado despierta mucho rato, pensando en ti -dijo suavemente, mirándolo.

Con el pelo revuelto, tenía un aspecto muy atractivo y fuerte.

– Yo también pensaba en ti. Quizá deberíamos habernos hecho una visita -dijo, muy bajito, para que nadie lo oyera. Le encantaba sentir a Gwen tan cerca, de pie, allí a su lado, sonriéndole-. Me doy una ducha y me reúno contigo para desayunar, dentro de diez minutos.

Cuando apareció, tenía un aspecto inmaculado, perfectamente rasurado, vestido con pantalones cortos y una camiseta. Ella llevaba unos pequeños shorts blancos y una camiseta sin espalda, un atuendo que perdió todo su brillo cuando se presentó Agathe con su última creación. Llevaba unos sostenes de tul de color rosado, con pequeños capullos de rosa, y unos pantalones ajustados, también rosa. Al entrar, Eric comentó que se parecía a uno de sus caniches. Estaban empezando a disfrutar esperando a ver qué llevaría cada día y lo estrafalario que sería. Nunca los decepcionaba y tampoco lo hizo aquella mañana. Se entretuvieron charlando antes de que los demás se levantaran. Era agradable tener tiempo para ellos. Los otros sonrieron abiertamente al entrar en la cocina para desayunar. Agathe era una diversión mejor que la televisión.


Justo cuando Diana entraba, sonó el teléfono. Era una llamada para Eric, de Estados Unidos, y la telefonista le dijo a Pascale que era una llamada personal. Eric frunció el ceño y luego fue a la habitación de al lado para hablar, algo que no le pasó inadvertido a su mujer. Pero cuando volvió a la cocina diez minutos más tarde, parecía relajado y libre de preocupaciones.

– Uno de mis colegas -explicó a todos, en general.

Diana se concentró en sus cruasanes y bebió un largo trago de café, igual que si fuera whisky. En los treinta y dos años que llevaban casados, ninguno de sus socios lo había llamado nunca mientras estaban de vacaciones. Ella sabía exactamente quién era y, apenas acabado el desayuno, lo acusó de ello.

– Era Barbara, ¿no es verdad? -Así se llamaba la mujer con la que tenía una relación.

Él vaciló un momento y luego asintió. No quería mentirle.

– ¿Y por qué te ha llamado?

– ¿A ti qué te parece? -dijo, con aspecto disgustado, de pie en la sala. No quería que los demás lo oyeran-. Esto tampoco es fácil para ella.

– Y si yo te dejo, ¿te casarás con ella?

Eso era lo que de verdad la preocupaba. Se preguntaba si aquellos dos solo se habrían dado un tiempo para ver si su matrimonio se partía en pedazos o si era verdad que habían puesto fin a su relación, como Eric le había dicho antes de salir de Nueva York.

– Claro que no, Diana. Le llevo treinta años. Además, ni siquiera se trata de eso. Yo te quiero. Cometí un error, hice algo increíblemente estúpido. Me equivoqué y lo he reconocido. Ahora, por amor de Dios, no le des más vueltas. Olvidémoslo y sigamos adelante.

– ¡Qué fácil te resulta decirlo! -dijo, mirándolo con ojos llenos de desolación.

No podía superarlo. La habían traicionado y rechazado. En esos momentos se sentía como si tuviera mil años y ya no confiaba en él. Y no ayudaba precisamente saber que era lo bastante vieja como para ser la madre de la otra mujer. Por vez primera en su vida, se sentía vieja y poco atractiva para él. Él había tratado de hacerle el amor varias veces desde que llegaron, pero Diana se había negado. No podía y no sabía si podría nunca más.

– Ya no sé qué más decirte. Supongo que tendrá que pasar tiempo para que vuelvas a confiar en mí -dijo Eric.

Mientras tanto, sabía que debía tener paciencia y pagar por sus pecados, pero no era fácil para ninguno de los dos. Barbara le suplicaba que volviera con ella. Había embaucado a su secretaria, que sentía lástima por ella, y había conseguido sacarle su número de teléfono en Francia. Él le repitió que era imposible y le pidió que no volviera a llamarlo. Ella estaba llorando cuando colgaron y él se sentía como si fuera un monstruo. Pero no podía quejarse a su mujer. Ambas lo odiaban. Era una situación lamentable para él, pero reconocía que todo había sido culpa suya.

Justo cuando Eric y Diana dejaron de hablar, entró Gwen, con aspecto feliz y relajado; vio, al instante, la angustiosa expresión de sus caras. Era fácil comprender que algo terrible les estaba pasando y no quería entrometerse. Diana no parecía estar más cerca de reconciliarse con su marido que cuando llegaron a Saint-Tropez, a pesar de que habían compartido algunos momentos agradables. Pero la verdad la acosaba y no importaba lo bonito que fuera Saint-Tropez ni lo deliciosa que fuera la comida ni lo encantadora que era la luz de la luna; él la había traicionado y nada podía hacer que ella lo olvidara. Era la razón por la que le había dicho a Pascale, la noche que llegaron, que tenía que divorciarse. No podía imaginar que lograra superarlo ni perdonarlo; lo único que hacía falta era una llamada de teléfono para recordarle la agonía que le había hecho sufrir.