– Mañana, quiero dormir hasta tarde y luego leer el periódico -respondió ella, bostezando-. ¿Quieres que vayamos al cine por la tarde?

Les gustaba el cine; por lo general, películas extranjeras o melodramas que, la mayoría de veces, hacían llorar a Robert. Cuando eran jóvenes, Anne solía burlarse de él. Ella nunca lloraba en el cine, pero adoraba la ternura de su marido y su bondadoso corazón.

– Suena bien.

Lo pasaban bien juntos, les gustaban las mismas personas, disfrutaban de la misma música y de los mismos libros, de la mayoría de las mismas cosas, más aun ahora que en sus primeros años juntos. Al principio, había más diferencias entre ellos, pero Robert había compartido tanto con ella a lo largo del tiempo, que sus gustos habían confluido y sus diferencias, desaparecido. Lo que compartían ahora era enormemente confortable, como una enorme cama de plumas en la que se sumergían, cogidos de la mano, totalmente a sus anchas.

– Me alegro de que Pascale haya encontrado la casa -dijo Anne mientras se iba quedando dormida, acurrucada contra él-. Creo que este verano que viene lo vamos a pasar bien de verdad.

– Me muero de impaciencia por ir a navegar contigo -dijo él, atrayéndola hacia sí.

Se había sentido excitado, unas horas antes, mientras se vestían para ir a casa de los Donnally, pero ahora, ella parecía tan cansada que le habría parecido injusto tratar de que hicieran el amor. Trabajaba demasiado, se exigía demasiado. Tomó nota mentalmente de hablarle de ello al día siguiente; no la había visto tan agotada desde hacía años. Ella se quedó dormida entre sus brazos, casi instantáneamente. Unos minutos después, también él dormía, roncando con suavidad.


Eran las cuatro de la madrugada cuando se despertó y oyó a Anne en el baño; tosía y parecía que estuviera vomitando. Veía la luz por debajo de la puerta y esperó un poco para ver si volvía a la cama, pero al cabo de diez, minutos no se oía nada y ella seguía sin salir del baño. Finalmente se levantó y llamó a la puerta, pero ella no contestó.

– Anne, ¿estás bien? -Esperaba oírle decir que no le pasaba nada y que volviera a la cama, pero de allí dentro no salía sonido alguno-. ¿Anne? Cariño, ¿te encuentras mal?

La cena que Pascale había preparado era deliciosa, pero sustanciosa y muy condimentada. Esperó un par de minutos más y, luego, giró suavemente el pomo y miró al interior. Lo que vio fue a su esposa, caída en el suelo, con el pelo desordenado y el camisón torcido. Era evidente que había estado vomitando; estaba inconsciente y tenía la cara gris, con los labios casi azules. Verla así lo aterrorizó.

– Oh, Dios mío… Oh, Dios mío…

Le tomó el pulso y notó que todavía latía, pero no veía que respirara. No estaba seguro de si tenía que intentar reanimarla o llamar al 911. Finalmente, corrió a buscar su móvil, volvió al lado de su esposa y llamó desde allí. Trató de sacudirla, mientras la llamaba por su nombre, pero Anne no daba señales de recuperar el conocimiento y Robert veía que los labios se le iban volviendo de color azul oscuro. La telefonista del 911 ya estaba al teléfono. Le dio su nombre y dirección y le dijo que su esposa estaba inconsciente y que apenas respiraba.

– ¿Se ha dado un golpe en la cabeza? -preguntó la telefonista con un tono profesional y Robert luchó por contener sus lágrimas de terror y frustración.

– No lo sé… Haga algo… por favor… envíe a alguien enseguida…

Acercó la mejilla a la nariz de ella, sin soltar el teléfono, pero no notó respiración alguna y, esta vez, cuando le buscó el pulso, pensó que había desaparecido y, aunque luego lo encontró de nuevo, apenas podía notarlo. Era como si se estuviera alejando rápidamente de él y él no pudiera hacer nada para evitarlo.

– Por favor… por favor, ayúdeme… Creo que se está muriendo…

– La ambulancia va de camino -dijo la voz, tranquilizándolo-, pero necesito que me dé un poco más de información. ¿Cuántos años tiene su esposa?

– Sesenta y uno.

– ¿Ha tenido problemas de corazón?

– No, estaba cansada, muy, muy cansada y está agotada -respondió y luego, sin decir nada más, dejó el teléfono y se puso a hacerle la reanimación boca a boca. Oyó cómo recuperaba la respiración y suspiraba, pero no dio ninguna otra señal de vida. Estaba igual de gris que antes. Robert volvió a coger el teléfono-. No sé qué le pasa, quizá se desmayó y se golpeó la cabeza. Ha vomitado…

– ¿Le dolía el pecho antes de devolver? -preguntó la voz.

– No lo sé. Yo estaba durmiendo. Cuando me desperté, la oí toser y vomitar y cuando entré en el cuarto de baño, estaba inconsciente en el suelo. -Mientras hablaba, oyó cómo se acercaba una sirena y lo único que podía hacer era rezar por que fuera una ambulancia para ella-. Oigo una ambulancia… ¿es la nuestra?

– Espero que sí. ¿Qué aspecto tiene ahora? ¿Respira?

– No estoy seguro… Tiene un aspecto terrible.

Estaba llorando, aterrorizado por lo que estaba sucediendo, aterrado por el aspecto que ella tenía. Mientras se enfrentaba a todo lo que sentía, sonó el timbre de la calle y corrió a apretar el botón del portero automático para que entraran. Abrió la puerta del piso, la dejó abierta de par en par y volvió corriendo con Anne. No había cambiado nada, pero en unos segundos, los enfermeros le pisaban los talones y entraban en el baño. Eran tres. Lo apartaron a un lado y se arrodillaron al lado de ella. La auscultaron, le examinaron los ojos y el responsable ordenó a los otros dos que la pusieran en la camilla que habían traído. Mientras los seguía abajo, lo único que Robert logró oír entre la confusión de sus voces fue «desfibrilador». Todavía iba en pijama y apenas tuvo tiempo de coger su abrigo y ponerse los zapatos mientras se metía el móvil en el bolsillo del abrigo, cogía la cartera de encima de la cómoda y los seguía a todo correr. Cuando llegó afuera, ya habían metido a Anne en la ambulancia y tuvo el tiempo justo de saltar al interior, a su lado, antes de que arrancaran.

– ¿Qué le ha pasado? ¿Qué le está pasando?

Se preguntaba si se habría atragantado con algo al vomitar y se habría ido ahogando sin hacer ruido, pero los enfermeros le dijeron que había tenido un ataque al corazón. Mientras se lo explicaban, uno de ellos le rasgó el camisón y le puso el desfibrilador en el pecho. Los senos de Anne quedaron al descubierto y Robert hubiera querido cubrírselos, pero sabía que no era momento para preocuparse por el pudor. Parecía que se estaba muriendo. El corazón se le había parado. Le habían puesto una mascarilla de oxígeno. Mientras Robert observaba horrorizado cómo todo su cuerpo se convulsionaba, ellos repitieron la operación.

– Oh, Dios mío… oh, Dios mío… Anne -susurraba sin apartar los ojos de ella, sosteniéndole la mano-, cariño… por favor… por favor…

El corazón empezó a latir de nuevo, pero era evidente que estaba en una situación desesperada y Robert no se había sentido tan impotente en toda su vida. Solo unas horas antes, estaban cenando con sus amigos y ella parecía cansada, pero nada que pareciera indicar algo tan trágico como esto. De haber sido así, él la hubiera llevado directamente a urgencias.

Los enfermeros estaban demasiado ocupados para hablar con él, pero según dijeron al contactar con el hospital más cercano por radio, por el momento, parecían satisfechos con el estado de Anne. Robert marcó el número de Eric en el móvil con manos temblorosas. Eran ya las cuatro y veinticinco de la mañana y Eric contestó al segundo timbrazo.

– Estoy en una ambulancia, con Anne -dijo Robert, con voz temblorosa-. Ha tenido un ataque al corazón y ha necesitado que la reanimaran. Acaban de conseguir que vuelva a latir; Dios mío, Eric, está gris y tiene los labios azules -dijo de forma incoherente, sollozando sin parar.

Eric se incorporó inmediatamente y encendió la luz. Diana se rebulló; estaba acostumbrada a las llamadas que llegaban, en mitad de la noche, desde la sala de partos y era raro que se despertara, pero esta vez había algo extraño en el tono de voz de Eric y lo miró entrecerrando los ojos.

– ¿Está consciente? -preguntaba Eric en voz queda.

– No…, la encontré en el suelo del baño… pensé que quizá se había dado un golpe en la cabeza… No sé… Eric, parece como si… -Apenas podía unir una palabra con otra.

– ¿Adónde la llevan?

– Lenox Hill, me parece.

Solo estaba a unas pocas manzanas.

– Estaré allí dentro de cinco minutos. Me reuniré contigo en urgencias o en la UCI de cardiología. Ya te encontraré… y Robert, se pondrá bien… ¡Ánimo!

Quería tranquilizarlo desesperadamente y esperaba estar en lo cierto.

– Gracias -fue todo lo que Robert pudo decir antes de poner fin a la llamada.

Los enfermeros tenían el desfibrilador preparado de nuevo, pero el corazón de Anne siguió latiendo hasta que llegaron al hospital y allí, en la acera, había ya un equipo de cardiología esperándola. La taparon con una manta, la sacaron de la ambulancia y la metieron en el hospital antes de que Robert pudiera dar las gracias a nadie ni decir nada. La camilla pasó, prácticamente volando, por su lado y lo único que pudo hacer fue correr tras ella. La llevaron directamente a la UCI de urgencias coronarias y Robert permaneció allí, con su abrigo y su pijama, sintiéndose inútil. De repente, parecía y se sentía como si tuviera mil años; lo único que quería era estar con su amada Anne. No quería abandonarla en manos de extraños.

Al cabo de unos minutos, un médico residente salió para hacerle una serie de preguntas. Cinco minutos más tarde, Eric estaba a su lado, en el pasillo, y Diana había venido con él. Se había despertado por completo al oír lo que Eric le preguntaba a Robert y había insistido en ir con él al hospital. Ambos llevaban vaqueros y gabardinas y sus caras mostraban una terrible preocupación. Pero Eric, al menos en apariencia, conservaba la calma y sabía cómo hacer las preguntas adecuadas. Entró en la unidad coronaria, dejando a Robert con Diana. Cuando volvió era evidente que no traía buenas noticias.

– Está fibrilando de nuevo. Está librando una batalla encarnizada.

Parecía que era la segunda vez que el corazón de Anne se detenía desde que la ingresaron en la unidad. El cardiólogo residente le dijo a Eric que no le gustaba el aspecto de sus constantes vitales. Cuando llegó, estaba muy cerca de la muerte.

– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Eric a Robert.

Diana apretaba la mano de su amigo entre las suyas y Eric le rodeaba los hombros con el brazo, mientras Robert lloraba lastimeramente al contarles lo que había pasado.

– No lo sé. Me desperté a las cuatro. Ella estaba tosiendo y pensé que estaba vomitando por el ruido que hacía. Esperé unos minutos y luego, ya no se oía nada; y cuando entré estaba en el suelo, inconsciente.

– ¿Tenía dolores en el pecho cuando llegasteis a casa anoche? -Eric frunció el ceño al preguntarlo.

No es que en esos momentos importara. Empezara cuando empezara, había sido un ataque muy fuerte y el cardiólogo tenía muchas dudas sobre sus posibilidades de sobrevivir. No presentaba buen aspecto.

– Solo estaba muy cansada, pero por lo demás, parecía estar bien. Habló de la casa en el sur de Francia y de ir al cine mañana. -La cabeza le daba vueltas y miró a Diana desde su considerable estatura, pero casi parecía no verla. Estaba en estado de choque por todo lo que acababa de pasar-. Tendría que llamar a los chicos, ¿no? Pero no quiero asustarlos.

– Ya los llamo yo -dijo Diana en voz baja-. ¿Te acuerdas de sus números?

Robert recitó una serie de números. Diana los fue anotando y luego dejó a Robert con Eric y fue a llamar a los hijos de Anne y Robert. Los conocía lo bastante como para asumir la responsabilidad de darles malas noticias.

– Oh, Dios mío -balbuceó Robert cuando Eric lo obligó a sentarse-, ¿y si…?

– No te precipites, la gente sobrevive a cosas así. Procura mantener la calma. No la vas a ayudar si te desmoronas o te pones enfermo. Va a necesitar que seas fuerte, Robert.

– La necesito -dijo este con voz estrangulada-, no podría vivir sin ella.

Eric rogaba en silencio por que no tuviera que hacerlo, pero no parecía, en absoluto, nada seguro. Solo podía imaginar lo duro que debía de resultarle. Sabía lo unidos que estaban y lo felices que habían sido durante casi cuarenta años. A veces, como todos los que han vivido venturosamente tanto tiempo juntos, parecían dos mitades de una misma persona.

– Ahora tienes que aguantar -decía Eric, de pie a su lado, palmeándole la espalda cuando Diana volvió.

Había hablado con los tres hijos de Robert y Anne y le habían dicho que irían al hospital inmediatamente. Los dos chicos vivían en el Upper East Side y su hija Amanda vivía en SoHo, pero a esa hora -ya eran las cinco de la mañana- sería fácil encontrar taxis. Hacía casi una hora que Robert había encontrado a Anne y que la pesadilla había empezado.