Un instante después, siguió Kristian:

– ¡Carne!

La abuela empujó la fuente de carne desde el otro lado de la mesa, y a la única que le pareció mal el modo en que lo hizo fue a Linnea. Los minutos pasaban y seguían oyéndose gruñidos y sorbetones.

– ¡Maíz!

Linnea no advirtió que se había demorado hasta que alzó la vista del plato: todos estaban mirándola.

– He dicho maíz -repitió Kristian,

– ¡Ah, maíz!

Tomó la fuente y la pasó al otro lado de la mesa, demasiado perpleja para aludir al tema de los modales esa primera noche en su nuevo hogar.

Buen Dios, ¿así comerían siempre?

Se dedicaron a segundas raciones y así le dieron tiempo para estudiarlos uno por uno.

Nissa, con sus pequeñas gafas ovaladas, la cabeza gris y la nariz respingona, también tenía la cabeza inclinada sobre el plato. Aunque como madre había fallado en inculcarles modales a sus "muchachos", era indudable que tenía control sobre ellos, Linnea estaba segura de que si esa mujer no le hubiese dado la bienvenida ella no habría estado sentada en ese momento cenando con ellos.

John. Con él al lado, se sentía como una enana. La manga rota de la camisa estaba apoyada sobre la mesa y los hombros anchos se encorvaban hacia delante como un yugo. Recordó la renuencia a estrecharle la mano. El rubor que le subió al rostro cuando la saludó con un "Señorita". Jamás tendría que temerle.

Kristian. No se le habían escapado las miradas furtivas que le lanzaba mientras comían. Lo hizo desde que se sentaron. ¡Era tan grande…! ¡Tan adulto! Qué raro sería ser maestra de un joven que le llevaba media cabeza, y que tenía hombros tan anchos como un percherón… Nissa lo había mencionado como "el hijo de Theodore", pero era tan niño como el tío o el padre y era evidente que se había enamoriscado de inmediato de ella. Tendría que cuidar de no alentarlo de ninguna manera.

Theodore. ¿Qué era lo que hacía a un hombre tan agrio y difícil de tratar? Mentiría si dijera que no le inspiraba temor. Pero nunca le permitiría saberlo aunque viviese en esa casa durante cinco años y tuviese que luchar contra él con uñas y dientes todo el tiempo. Dentro de cada persona dura había una tierna; encuéntrala y hallarás su alma. Sin duda, esa sería una tarea difícil con Theodore, pero tema intenciones de intentarlo. Inesperadamente él alzó la vista, la miró a los ojos y ella descubrió, sobresaltada, que no era un hombre viejo. Los ojos castaños eran diáfanos y sin arrugas, salvo una sola línea blanca en cada comisura. Vio en esos ojos inteligencia y hostilidad y se preguntó qué haría falta para nutrir a una y ahogar la otra. Si bien el cabello no tenía el color del centeno al atardecer, como ella había imaginado, era castaño, espeso y, a medida que iba secándose después de haber sido alisado con agua, se proyectaba hacia la frente en rizos caprichosos. Tampoco tenía una nariz demasiado grande. Era recta, atractiva y bronceada, como el resto de la cara hasta unos milímetros de la raíz del cabello, donde una banda blanca lo identificaba como granjero que trabaja al sol. A diferencia de John, usaba el cuello de la camisa abierto. Dentro, el cuello era vigoroso. Empecinado, se negaba a interrumpir el contacto visual con ella; entonces Linnea se sintió incómoda y bajó la vista a los brazos de él. A diferencia de los de John, estaban descubiertos hasta la mitad del antebrazo. Las muñecas eran estrechas, lo que hacía parecer más poderosos las manos y los brazos, que se ensanchaban hacia arriba y abajo. ¿Tendría cuarenta años? Todavía no. ¿Treinta? Era más probable. Debía ser, puesto que tenía un hijo de la edad de Kristian. Luego, con un suspiro quedo, llegó a la conclusión de que debía de estar en lo cierto: su edad estaría entre los treinta y cuarenta años, y eso era mucho.

Al alzar otra vez la vista, lo encontró con la cabeza gacha, comiendo, pero con la mirada todavía clavada en ella. Sonrojada, miró alrededor y vio que Kristian había estado observándolos a los dos. Le dedicó una rápida sonrisa y dijo lo primero que se le ocurrió:

– De modo que serás uno de mis alumnos, Kristian.

Todos los presentes dejaron de masticar y se hizo un abrupto silencio. La miraron como si le hubiesen salido colmillos. Sintió que se ruborizaba, sin saber bien por qué.

– ¿He dicho algo malo?

El silencio se estiró, hasta que al fin Kristian respondió:

– SÍ. Quiero decir que no ha dicho nada malo y que sí, será mi maestra.

Todos reanudaron la comida, bajando la vista a los platos, mientras Linnea reflexionaba en medio del silencio. Una vez más lo rompió.

– Kristian, ¿en qué grado estás?

Una vez más se detuvieron sobresaltados por la interrupción. Echando una mirada furtiva alrededor, Kristian contestó:

– En octavo.

– ¿Octavo? -Debía de tener, al menos, dieciséis años.- ¿Perdiste algún año… quiero decir, estuviste enfermo o algo así?

Con ojos dilatados, fijos, la miró y el color le subió desde la barbilla.

– No- No perdí ni un año.

– Ningún año.

– ¿Cómo dice?

– No perdí ningún año -lo corrigió.

Por un momento, el muchacho pareció perplejo, pero luego se le iluminaron los ojos y dijo:

– ¡Ah! Bueno, yo tampoco.

Linnea notó que todos la miraban, pero no pudo imaginar qué era lo que los asombraba tanto. Lo único que hacía era llevar adelante una conversación cortés, como se acostumbraba en la cena. Pero ninguno de ellos tuvo la gentileza de recoger el guante que ella arrojaba. Lo que hicieron fue guardar silencio y seguir llenándose los gaznates: lo único que se oía era el ruido de la masticación.

Theodore habló una vez, cuando se vació su plato. Se echó atrás en la silla, expandió el pecho y preguntó:

– ¿Qué hay de postre, ma?

Nissa llevó budín de pan. Linnea vio, estupefacta, cómo esperaban en silencio a que se lo sirviera y volvían a comer con renovado interés.

Miró alrededor, estudiándolos y por fin comprendió: comer era algo muy serio para ellos- ¡Nadie profanaba con parloteos el sacrosanto acto de alimentarse!

Jamás la habían tratado con tanta grosería en la mesa- Cuando terminó la comida, la rodeó un coro de eructos y a continuación todos se recostaron y se hurgaron los dientes ante las tazas de café.

¡Ni uno se disculpó! ¡Ni siquiera Nissa!

Se preguntó cómo reaccionaría la anciana si le pedía que, en adelante, le llevase una bandeja a su cuarto. Realmente le desagradaba comer con ellos y oírlos comportarse como cerdos en un abrevadero.

Pero, al parecer, en ese momento había acabado el ritual inviolable.

Theodore empujó la silla hacia atrás y le habló:

– Mañana querrá ver la escuela.

Lo que en realidad quería ver al día siguiente era el interior de un tren que la llevase de regreso a Fargo. Ocultó su desilusión y respondió con todo el entusiasmo que pudo:

– Sí, me gustaría ver con qué libros cuento para trabajar y qué elementos necesito pedir.

– Ordeñamos a las cinco y desayunamos inmediatamente después. Esté lista para irnos en cuanto hayamos terminado el desayuno- No puedo perder el tiempo que destino a ir a los campos en mitad de la mañana para llevarla allí y no pienso darle ningún paseo.

– Tendré mucho gusto en caminar. Sé dónde está el edificio de la escuela.

El hombre sorbió el café, tragó con ruido y dijo:

– Me pagan por mostrarle la escuela al nuevo maestro e informarle cuáles son sus deberes en cuanto llega aquí.

La muchacha sintió que ese maldito rubor le subía por tas mejillas, por mucho que se esforzara en impedirlo. Y, aunque sabía que era preferible ignorar la provocación, no pudo:

– ¿Maestro?

– Oh… -Los ojos de Theodore recorrieron con insolencia su peinado torcido. – Maestra, lo había olvidado.

– ¿Eso significa que me quedaré? ¿O sigue pensando en dejarme en la casa de Oscar Knutson cuando logre encontrarlo?

Con movimientos lánguidos, Theodore se reclinó, cruzó el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y manipuló el mondadientes de manera que le levantaba el labio superior, sin dejar de observarla y sin sonreír. Al fin, dijo:

– Oscar no tiene ningún sitio para usted.

– No tiene sitio para mí.

Se le escapó antes de que pudiese controlar las ganas de bajarle un poco la cresta.

El hombre se sacó lentamente el mondadientes de la boca y el labio volvió a su lugar, pero se afinó en un gesto de rabia, y Linnea vio con satisfacción, que el sonrojo también invadía su rostro. Y, aunque sabia que él había entendido a la perfección que le corregía la manera de hablar, no pudo resistirse a añadir el insulto a la injuria:

– No y ningún son doble negación y, por lo tanto, es incorrecto decir que Oscar no tiene ningún sitio. No tiene sitio.

La banda blanca que le atravesaba la frente se puso de un rojo intenso y se levantó de un salto, haciendo rascar las patas de la silla contra el suelo de madera al tiempo que le apuntaba a la nariz con un dedo largo y grueso:

– ¡Desde luego que no lo tiene, así que tengo que cargar con usted! ¡Pero no se me cruce en el camino señorita, me entiende!

– ¡Theodore! -exclamo la madre, aunque el hijo ya salía dando un portazo.

Cuando se fue, el silencio en la mesa fue mortal, y Linnea sintió que lágrimas de mortificación le hacían arder los ojos. Miró las caras que la rodeaban: las de Kristian y las de John estaban rojas como remolachas. La de Nissa, en cambio, blanca de ira y miraba hacia la puerta.

– Ese muchacho no conoce para nada los modales… ¡mira que hablarte así! -se indignó.

– Yo… lo siento. No debería haberlo provocado. Ha sido culpa mía.

– No, no es así -replicó Nissa, levantándose para empezar a despejar la mesa con movimientos airados-. Es que se puso mal por dentro cuando… -Se interrumpió de repente y echó una mirada a Kristian, que tenía la vista fija en el mantel.- Oh, es inútil tratar de enderezarlo ahora -concluyó, mientras se alejaba.

Para sorpresa de Linnea, John fue el único que hizo un gesto conciliatorio. Inició el movimiento como para tocarle el brazo y tranquilizarla y retiró la mano, indeciso, pero le dijo con su voz de bajo y su pronunciación lenta:

– Oh, no quiso decir nada con eso, señorita.

Ella lo miró con expresión amistosa y comprendió, en cierto modo, que la breve frase tranquilizadora de John representaba toda una oración para él. Lo tocó suavemente en el brazo.

– Trataré de recordarlo la próxima vez que cruce espadas con el. Gracias, John.

La mirada del hombre se posó en los dedos de la muchacha y se sonrojó intensamente. Linnea se apresuró a retirar la mano y se volvió hacia Kristian.

– Kristian, ¿te molestaría llevarme a la escuela mañana? Así no tendré que molestar a tu padre.

Los labios del muchacho se abrieron, pero no salió sonido alguno. Le echó una rápida mirada a su tío sin encontrar en él ninguna ayuda a lo que lo incomodaba y, al fin, tragó, dibujó una amplia sonrisa y se ruborizó todavía más.

– Sí, señora.

Aliviada, suspiró sin advertir que había estado conteniendo el aliento.

– Gracias, Kristian. Estaré lista en cuanto acabemos de desayunar.

El muchacho asintió y vio que se levantaba para recoger algunos platos.

– Bueno, será mejor que le eche una mano a Nissa con la vajilla.

Pero antes de que pudiese ponerse de pie, esta la rechazó.

– ¡Las maestras no limpian! -le informó-. Las tardes son tuyas. Las necesitarás para corregir tareas y todas esas cosas.

– Pero todavía no tengo nada que corregir.

– ¡Vete! -la espantó con la mano, como si fuese una mosca-. Quítale de en medio. Yo me ocuparé de la vajilla, como siempre he hecho.

Linnea vaciló:

– ¿Seguro?

Nissa la miró por debajo de las gafas ovaladas, mientras recogía tazas y platos vacíos.

– ¿Te doy la impresión de ser una persona que no está segura de las cosas?

Eso la hizo sonreír otra vez.

– Muy bien, le prometí a mi madre que le escribiría apenas llegase para informarle si había llegado sin dificultades.

– ¡Bien, bien! Ve a hacer eso.

Arriba, encendió la lámpara de petróleo y contempló otra vez el cuarto, pero la decepcionó igual que antes. Nissa había sustituido el conjunto de jarra y palangana por un lavabo moteado de azul. Al verlo volvió a sentir decepción, no sólo con respecto al cuarto y a la familia Westgaard, sino también con respecto a ella misma. Lo que más quería era comportarse como una persona madura: se había prometido muchas veces dejar atrás esos arranques infantiles y caprichosos que siempre la metían en problemas. Pero no llevaba allí ni media hora, cuando armó el primer lío. Contuvo las lágrimas.

De su primer salario de treinta dólares mensuales tendría que restar el coste de la jarra y la palangana, pero lo peor era que se había comportado como una tonta. Eso ya era bastante duro de afrontar para, además, tener que soportar el antagonismo de Theodore a cada paso. ¡Ese sujeto era despreciable!