Le apretó la manga con tanta fuerza que, sin advertirlo, lo pellizcó.
El esposo hizo una mueca y lanzó un grito.
– ¡Ay! ¡Levinia, no podemos tener en el personal…!
– No podemos permitir que el personal presencie cómo pasas por encima de mis decisiones. Si piensan que no estoy a cargo de mi propia casa, el respeto hacia mí desaparecerá. ¿Cómo podré dar órdenes a los criados de mi cocina, entonces? Insisto en volver y decirle a la señora Schmitt que puede quedarse, y si no te gusta…
La discusión fue creciendo hasta que Lorna, sonrojada, ya no pudo quedarse quieta. "¿Qué les pasa a mamá y papá que se ponen a discutir en el pasillo de la cocina en mitad de una cena formal?", se preguntó.
– Permiso -dijo, en tono suave, y se levantó de la mesa-. Por favor, sigan comiendo.
En el mismo momento en que empujaba la puerta con ambas manos, se escuchó a Gideon:
– ¡Levinia, me importa un comino que…!
– ¡Mamá, papá! ¿Qué diablos ocurre?
Lorna se detuvo, con el entrecejo fruncido, mientras la puerta se cerraba tras ella.
– ¡Todos los invitados están con la vista fija en esa puerta y se remueven en los asientos! ¿No os dais cuenta que se oye cada palabra que decís? ¡No puedo creer que estéis discutiendo por el personal de la cocina! ¿Qué os sucede?
Gideon se colocó el suéter y asumió un aire de dignidad:
– En un momento, estaré ahí. Vuelve, invítalos a pasar al recibidor y toca algo en el piano, Lorna, por favor.
Lorna los miró como si se hubiesen vuelto locos, y pasó otra vez por la puerta vaivén.
Cuando se fue, Gideon dijo en voz mucho más baja:
– Está bien, Levinia, puede quedarse.
– Y la señora Lovik también. No tengo el menor interés en pasar el verano entrenando a un ama de llaves nueva.
– Está bien, está bien…
Alzando las palmas, Gideon se dio por vencido.
– Pueden quedarse las dos, pero dile a ese… a ese… -con dedo tembloroso, señaló hacia la puerta de la cocina advenedizo que saque su pellejo de mi casa en el término de una hora pues, de lo contrario, lo usaré para tapizar una de las sillas, ¿entendiste?
Con un mohín y alzando la nariz, Levinia se dio la vuelta y se dirigió a la cocina.
Allí, todos estaban hablando a la vez, hasta que entró Levinia y cesó el parloteo. Las doncellas, que lavaban los platos en el fregadero, dejaron las manos laxas. Harken y la señora Schmitt, junto a la caja para el hielo, interrumpieron una discusión y, casi sin darse cuenta, cerraron las bocas. Hacía casi treinta y cinco grados, había vapor y todavía se percibía el olor de las coles. Por la cabeza de Levinia pasó la idea fugaz de que prefería comer alimentos crudos antes que cocinar en ese lugar.
– Señora Schmitt, mi marido habló de manera precipitada. Espero que no se ofenda. La cena de esta noche estuvo espléndida, y me agradaría mucho que se quedara.
La señora Schmitt hizo una breve y ruidosa aspiración por la nariz, cambió el peso del cuerpo a la otra pierna, y se enjugó el sudor que tenía bajo la nariz con la falda del delantal.
– Bueno, no sé, señora. Mi madre va a cumplir ochenta años, y está sola desde que murió mi padre. Estuve pensando que ya es hora de dejar este trabajo tan pesado y dedicarme a cuidarla. Tengo algo de dinero ahorrado y, para serle sincera, yo misma me siento fatigada.
– Vamos, no diga eso. Está tan ágil como el día en que la contraté. Mire qué cena tan magnífica nos ha preparado, casi sin tropiezos.
La señora Schmitt hizo algo que nunca había hecho hasta ese momento: se sentó en presencia de la patrona. Dejó caer su pesado cuerpo sobre un pequeño taburete, y la carne sobrante pareció derramarse sobre el borde, como un soufflé cuando se abre la puerta del horno.
– No sé -dijo, moviendo la cabeza con aire de fatiga-. Últimamente, me siento mareada cuando soplo esos moldes para helado. ¡Y tanta prisa…! Hay días que tengo palpitaciones en el corazón.
– Por favor, señora Schmitt…
Levinia unió las manos como una cantante lírica entonando un aria:
– Yo… No sé qué haría sin usted, ahora, en mitad del verano, aquí en el campo. No sé cómo podría reemplazarla.
La señora Schmitt apoyó su carnoso antebrazo, con la manga enrollada, sobre la mesa de madera llena de marcas, en el centro de la cocina, mientras observaba a la patrona y pensaba.
Lavinia se retorció las manos.
La señora Schmitt al ver que Ruby y Colleen seguían inmóviles, con la boca abierta, junto al fregadero, les hizo un simple ademán, sin pronunciar palabra, por indicarles que volviesen al trabajo.
Levinia dijo:
– Tal vez la convenzan tres dólares más por semana.
– Oh, señora, sin duda eso sería agradable, pero no me aliviaría el trabajo, más aún si él se va -respondió la cocinera, señalando a Harken con el pulgar, sobre su hombro.
– Estoy dispuesta a poner una doncella extra en la cocina.
– Para serle sincera, señora, no tengo mayores ganas que usted de entrenar a una nueva criada. Aceptaré, y le agradezco el aumento, pero si yo me quedo, él se queda. Es un buen trabajador, el mejor que tuve jamás en la cocina, y es voluntarioso. Además, hace el trabajo pesado de recoger, transportar y lavar las verduras, y pronto empieza la época de envasar las conservas, como usted sabe. Esas ollas para hervir son muy pesadas.
A Levinia le pareció que el armazón del corsé se le clavaba en las costillas. Contemplé a Harken con su expresión más severa, y adoptó una decisión súbita:
– Está bien, pero quiero que permanezca fuera de la vista de mi marido, y tiene que prometerme que nunca… ¡nunca, volverá a hacer algo como lo de esta noche!
– No, señora, no lo haré.
– Y no circulará por otro sitio que no sea la cocina y la huerta, ¿entendido?
En respuesta, Harken hizo una leve reverencia.
– Entonces, está resuelto. Señora Schmitt, me gustaría que por la mañana preparase esos huevos cocidos sobre botes de espinaca que al señor Barnett le gustan tanto.
– Huevos cocidos en espinaca, sí, señora.
Sin agregar nada más, Levinia salió de la cocina. Durante todo el trayecto por el pasillo mal iluminado que olía a cerrado, sintió que le palpitaba el corazón, al pensar que había desafiado los deseos de Gideon. Cuando lo descubriese, se pondría furioso, pero, ¡la cocina era su propio dominio! Pensó: "Gideon tiene la política, los negocios, la navegación y la caza, y yo, ¿qué tengo además de los elogios de mis iguales cuando de la cocina salen helados perfectos y verduras exóticas?"
Se detuvo junto a la puerta del comedor, y se acomodó el corsé. Al tocarse la frente descubrió que la tenía húmeda de transpiración, encontró un pañuelo en el bolsillo oculto de la falda, se secó, se acomodó el cabello y se dispuso a enfrentarse a los invitados.
Por supuesto, la cena estaba arruinada. Por más que los invitados, en actitud valiente, fingieran que no habían oído nada de lo que se había hablado en el pasillo de la cocina, oyeron casi todo. Las mujeres, siempre compitiendo en lo que se refiere a reuniones sociales, intercambiaron mudos mensajes furtivos de superioridad, como si acabaran de enterarse de que había muerto la modista de Levinia.
Desde el piano, Lorna observó el retomo de su madre y su aparente calma mientras mandaba a la cama a Daphne y a Theron. Lorna sabía que todavía estaba nerviosa y le costaba disimularlo. ¿Cuál fue la causa de la discusión? ¿La provocó el apuesto criado rubio? ¿Y quién era él? ¿Quién era responsable de que sirviera en el comedor, si no estaba entrenado para ello?
Para distraer la atención de los presentes, Lorna dijo:
– Vamos, cantemos todos: "Después del baile".
Al instante, Taylor Du Val se colocó detrás de Lorna, le apoyó las manos sobre los hombros y comenzó a cantar con brío. Taylor era un buen compañero, siempre dispuesto a hacer lo que Lorna proponía. Pero como los demás se limitaban a mirar, cerró la tapa del piano y le sugirió a Taylor que salieran a la terraza.
De inmediato, su hermanita, Jenny, se levantó de un salto y anunció:
– ¡Yo también voy!
Lorna se fastidió: ¡qué peste resultaba una hermanita de dieciséis años! Ese era el primer verano que Levinia le permitía a Jenny quedarse hasta más tarde con los mayores en ocasiones como la presente y, desde entonces, perseguía a Taylor. No sólo le hacía caídas de ojos cada vez que tenía ocasión, sino que corría a contarle a Levinia todo lo que ellos hablaban.
– ¿No es hora de que vayas a la cama? -preguntó Lorna, con intención.
– Mamá dijo que podía quedarme hasta la medianoche.
Lorna miró a Taylor que, tras la espalda de Jenny, le hizo un gesto de resignación y se encogió de hombros.
Lorna disimulé la sonrisa y dijo:
– Oh, está bien, puedes venir.
La terraza atravesaba toda la fachada principal y seguía el contorno de la casa en las dos esquinas. Sillas de mimbre, mesas y chaise longues estaban repartidas por la terraza, bañada por la luz que salía de las ventanas del saloncito y del comedor pequeño. Olía a las rosas de una enredadera que trepaba por un enrejado y al moho de los almohadones que habían estado guardados todo el invierno.
La propiedad estaba situada en el extremo Este de la isla Manitou, y el lago White Bear se extendía siguiendo el contorno de una hoja de trébol hacia el Norte, el Este y el Sur, y el pueblo de White Bear estaba situado en la costa, hacia el norte, en la bahía Snyder. La casa estaba construida a unos veintidós metros del agua, y el patio se abría en abanico alrededor, dando paso a los jardines, a la huerta, y al invernadero, donde un equipo completo de jardineros mantenía las flores de Levinia y a toda la familia con sus productos, tanto en verano como en invierno.
En esa noche cálida de verano, los frutos del trabajo de los jardineros perfumaban el aire. Era junio, y los jardines estaban en todo su esplendor, las fuentes importadas de Italia gorgoteaban como música de fondo. Había salido la luna y parecía una trompeta dorada sobre el agua. A lo lejos, se oía el mido de la lancha de motor Don Quijote que regresaba al muelle de la ciudad cargada de asistentes a un concierto en el Ramaley Pavilion, al otro lado del lago. Cerca del lago, el puerto de la misma Rose Point, como un dedo y, junto a él, el mástil que se balanceaba apenas, lamido por las olas suaves.
Sin embargo, ese ambiente romántico era un desperdicio esa noche. Jenny apreté el brazo de Lorna en cuanto llegaron a la sombra.
– ¡Lorna, cuéntame qué pasó en la cocina! ¿Papá volvió allí? ¿Qué fue lo que pasó?
– No debemos hablar de eso delante de Taylor, Jenny. ¿Qué modales son esos?
– Oh, no importa -dijo el aludido-. No olvides que soy un antiguo amigo de la familia.
– Vamos, Lorna, cuéntame.
– Bueno, no lo sé todo. Lo que sé es que papá quería despedir a la cocinera, y mamá no se lo permitió.
– ¿A la cocinera? ¡Pero si a todos les encanté la comida de esta noche!
– No sé. Papá jamás había estado en la cocina, en su vida, y mucho menos en medio de una cena formal, y mamá estaba furiosa con él. Se gritaban de un modo que parecía que iban a matarse.
– Lo sé. Se podía oír desde el comedor, ¿no es así, Taylor?
Lorna relató lo que había oído, pero ni ella ni la hermana le encontraron sentido. La escena la había desconcertado tanto como a Jenny, pero antes de que pudiesen comentarlo, Tim Iversen salió a la galería e interrumpió las especulaciones de las muchachas. Encendió la pipa como si tuviera intenciones de quedarse, y la conversación giró hacia las fotografías de la regata que sacó ese día y en qué periódicos aparecerían.
Pronto, otros salieron de la casa y se reunieron con ellos, y las hermanas no tuvieron más oportunidad de hablar de la discusión.
Lorna todavía pensaba en ello cuando la fiesta terminó. Subió con Jenny al piso alto, mientras Gideon y Levinia se quedaban abajo, despidiendo a los invitados.
– ¿Mamá dijo algo acerca de la pelea en la cocina? -murmuré Jenny mientras subían.
– No, nada.
– ¿Y tú no tienes idea de qué se trataba?
– No, pero tengo la intención de descubrirlo.
Ya arriba, Lorna besó a su hermana en la mejilla.
– Buenas noches, Jen.
Fueron a sus respectivos dormitorios: Jenny, al que compartía con Daphne, y Lorna, al propio. Dentro, pese a los techos altos y las amplias ventanas, hacía calor. Se quitó los aros y los dejó sobre el tocador, luego los zapatos, y los dejó junto a una silla. Sin desvestirse, se senté a esperar que se silenciaran los sonidos de actividad en el pasillo. Cuando se convenció de que papá, mamá y Jenny habían terminado de ir al baño y estaban de vuelta en sus cuartos, abrió la puerta, escuchó un momento y se escabullo afuera.
Todo estaba en silencio. Las lámparas del pasillo estaban apagadas. Las tías se habían retirado más temprano y, sin duda, estaban durmiendo.
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